Jan Carson

Los incendiarios


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      —Ha sido un placer —dijo Stephanie.

      —Igualmente —contesté—, gracias por todo.

      A continuación, como todavía estaba muy suelto después de todos esos besos, añadí:

      —¿Te apetece ir a cenar algo?

      —¿Ahora?

      —Ahora estaría fenomenal. Bueno, o cualquier día que te venga bien.

      —Tengo novio, Jonathan. No creo que le hiciera gracia que quedara para cenar con otro chico.

      —Te has pasado dos días besando a otro chico. ¿Qué opina tu novio de eso?

      —Solo estaba actuando, por el dinero. Estamos ahorrando para irnos de vacaciones. Sabe que he estado aquí.

      —Ah —dije. Me sentí como cuando alguien se ha inclinado demasiado hacia delante y ya no puede evitar caerse de bruces. Ahora iba a hacerle un comentario inapropiado a Stephanie. Ya tenía el comentario inapropiado en la boca, preparándose para echar a volar—. No me ha dado la sensación de que estuvieras actuando todo el fin de semana.

      —Estaba actuando, Jonathan. Por el dinero.

      Su voz fue como un cuchillo.

      —¿No te ha gustado?

      Mi voz fue igual de firme.

      —No ha estado mal.

      —¿He hecho algo mal?

      —No, no has hecho nada mal, pero esto no es un servicio de citas. Es un trabajo en el que había que actuar. Es de mentira.

      —Bueno —contesté—, ¿y si seguimos fingiendo un poco más?

      Más tarde reproduciría la conversación en mi cabeza y me avergonzaría de mi propia desesperación, como la de un niño pequeño intentando camelar a alguien para que le comprara caramelos.

      —Tengo novio, Jonathan.

      —No hay por qué contárselo. Podríamos hacerlo a escondidas, o podrías decirle que los de la Consejería de Turismo nos han vuelto a contratar para lo mismo, en Bangor o en alguna otra ciudad.

      —¿Por qué iba a hacer eso? Ni siquiera me atraes.

      —No importa. Puedes fingir. Con eso bastaría.

      —Qué cosa más triste. ¿Por qué ibas a querer estar con alguien a quien no le gustas de verdad? ¿Nunca has estado enamorado, Jonathan?

      —No —respondí—. No sé si soy capaz.

      En mi vida había sido tan sincero con otro ser humano. Solo decir aquello me provocó una sensación incómoda en la nariz. Me empezó a salir una lágrima del ojo izquierdo. Stephanie levantó el brazo y me la secó con el puño de la manga. Era buena persona. Se notaba en su forma de mirarme, fijamente y sin reírse. Me rodeó con los brazos como si fueran un cinturón y atrajo mi cuerpo hacia el suyo. Sentí sus pechos contra mis costillas, como dos suaves puños. En aquel momento fue una maravilla ser yo. No estaba acostumbrado a aquella felicidad y empecé a sollozar con movimientos convulsivos.

      —Ay, Jonathan —dijo, dejando escapar un suspiro húmedo—, esa es de las cosas más tristes que he oído en mi vida. Debes de sentirte muy solo. ¿Por qué no te vienes a cenar con nosotros un día la semana que viene?

      —No quiero ir a cenar contigo y con tu novio —mascullé, con la boca sobre su coronilla. Desde ahí pude ver que por arriba tenía mechas castañas entre el pelo rubio. Olía como un árbol de Navidad recién cortado—. Quiero que estés enamorada de mí.

      —No puedo —contestó Stephanie apartándose de mí—. Ya te lo he dicho, tengo novio.

      —Puedo pagarte —dije—. La misma tarifa que hoy.

      Entonces fue cuando me abofeteó. Cuando su mano se acercó a mi cara, me fijé en que el gesto compasivo de antes se había borrado de su rostro. Su boca era una línea recta, sus cejas estaban inclinadas y se notaba que estaba absolutamente furiosa.

      3. COCHES EN LLAMAS

      Sammy lleva cerca de tres horas caminando por Belfast Este. Lleva la cabeza gacha y las manos en los bolsillos y va recorriendo la sucesión de callecitas del barrio, como los travesaños de una escalera de mano, subiendo por una y bajando por la paralela. Camina zigzagueando con aire derrotado en dirección a Castlereagh Hills, hacia su chalé pareado y hacia su hijo, que vive en la buhardilla y que está orquestando el apocalipsis sin moverse siquiera de su habitación. Su casa ya no le parece un hogar ahora que ha visto el vídeo del Incendiario. Ahora que ha empezado a reconocer algo familiar en la figura que mira a la cámara y lanza tétricos mensajes terroríficos. En realidad, hace años que su casa no le parece un hogar. Cada vez que cruza la puerta le parece más pequeña, como si las paredes se estuvieran desplazando poco a poco hacia el interior y el techo pronto fuera a rozarle la cabeza. Hoy no tiene ganas de ir a casa. Está dejando que la calle lo lleve, como la corriente de un río o una persona cayendo desde una altura considerable.

      Por encima de él no dejan de pasar aviones comerciales que acaban de despegar o que van a aterrizar en el aeropuerto City. No son conscientes de la presencia de Sammy ni de la silueta que dibuja su cuerpo en movimiento. Es demasiado pequeño para ser visto desde el cielo. Es un grano de arena, un punto, un alfiler, un signo de puntuación mal puesto. Hasta Dios tendría que aguzar la vista. Si se le pudiera ver desde tan arriba, sin embargo, por ejemplo con unos prismáticos o con alguna otra lente capaz de ampliar la imagen, su figura llamaría la atención, arrastrando los pies de una calle a la siguiente, dando patadas a una botella vacía de Coca-Cola. Estaría claro que Sammy se encuentra fuera de lugar en esas calles por las que anda vagando.

      A varios kilómetros de la ruta de los aviones, Sammy tiene los pies bien pegados a la tierra y no levanta la vista del suelo. Sus piernas suben y bajan sin parar, derecha, izquierda, derecha, izquierda, como el cabeceo de los pistones de un motor antiguo. Se detiene un momento en la esquina de una de las calles más anchas y busca un cigarro en los bolsillos. Llevaba años sin fumar, pero hoy se ha comprado una cajetilla. No le ha quedado más remedio. Mientras el cigarro prende entre sus manos ahuecadas, Sammy repara en las estelas de humo de los aviones del verano, que se alejan de Belfast en dirección al resto del país y del mundo. Les envidia sus alas, su capacidad de alzar el vuelo y largarse de allí. Para eso hace falta una ligereza que él perdió hace mucho tiempo. Sigue caminando mientras da caladas al cigarro. En las calles donde hay coches aparcados encima de las aceras y no queda sitio para pasar, camina por el medio de la calzada. Nadie lo detiene. Nadie le sonríe ni levanta la barbilla para decirle «Hola» o «Qué buen día hace». Lleva una cara como si viniera de un entierro en fin de semana. Hasta las palomas lo rehúyen.

      Cada dos o tres manzanas, la acera está levantada en forma de cráteres con los bordes ondulados, como las costras negras de una tortita quemada. Son restos de incendios. Algunos son recientes y todavía echan humo. Otros se han solidificado y, al hacerlo, han formado ciudades minúsculas, con montículos, depresiones y troncos calcinados que asoman entre la ceniza, como Hiroshima o Nagasaki en miniatura. Tienen una belleza muy particular. Algunos ocupan toda la anchura de la calle y no hay forma de sortearlos, por lo que Sammy tiene que pasar por encima. Las hebras de alquitrán derretido se le pegan a las suelas de los zapatos y se estiran cuando sigue caminando. Después se sueltan y, sin hacer ruido, recuperan rápidamente su posición anterior. Tendrá que tener cuidado para no ensuciar la moqueta de la entrada de casa. No quiere enfadar a su mujer.

      Pasa por delante de una tienda calcinada, de varios coches todavía humeantes y de un buzón que solo ha ardido por dentro, como una estufa de hierro. Por fuera aún conserva su forma de bala, pero el calor ha levantado la pintura roja, ha formado ampollas y ha dejado el emblema de la Casa Real hecho un estropicio. Está claro que los jóvenes están haciendo caso omiso de las normas. Ninguno de estos fuegos se ha encendido en el segundo piso. Ya están empezando a desmadrarse y a quemar todo lo que pillan. Lo que más entristece a Sammy son los árboles quemados, así que no los mira. Espera que