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Los Bárbaros 16-17


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decía el aviso?, le digo y casi se me cae el vaso. Bueno, me dice el Gordo, yo creo que ya es tarde y mañana hay que chambear, así que mejor... Y se caga de risa el boludo. Mira, la huevona escribió una lista de requisitos. Primero, quería un hombre a quien no tuviera que mantener —yo tengo chamba, así que check—, que fuera puertorriqueño —que yo no soy, pero qué chucha, soy peruano y con los boricuas nos entendemos de putamadre— y que fuera capaz de comprender que ella, aun siendo medio boricua, no habla casi nada de español. ¡Pues este pechito está dispuesto a darle clases! Check. Y además busca a alguien que quiera cambiar el mundo aunque sea un poquito. ¡Dijo un poquito, alucina! Y un poquito yo sí puedo, como las huevas, dice el Gordo, feliz. No sé si sonríe porque le encanta la chica o porque se sigue cagando de risa de mi reacción. Y me parece que el búfalo de mierda también se sonríe. Pero no solo eso, continúa el Gordo, quiere a alguien capaz de mantener una conversación y creo que te consta que yo no solo puedo mantener una conversación, sino que puedo hacerla larga como la conchasumadre, ¿no? O sea, otro check. Después dijo que quien contestara tenía que estar obsesionado, así dijo, obsessed with pussy. Yo vi la huevada y dije, oh shit, shit, shit; recontracheck. Y ya hablando de hombres, y esto es crucial, atención Perú, dijo que los prefería sin circuncidar, dijo el Gordo agregando que yo tenía razón en estar intrigado. ¿Por qué? Porque en su experiencia, los hombres sin circuncidar son más amables cuando tiran. Yo me quedé pensando y, solo para estar seguro, me bajé el pantalón inmediatamente y, correcto, constaté que no soy circuncidado, que tengo el nudito del chinchulín en su sitio, dijo el Gordo. Y de hecho pensé que no era la primera vez que escuchaba algo así. Me acordé que cuando recién entré a la universidad, una vez, cheleando en un antro del centro de Lima, una chica pintora que me tenía completamente huevón me dijo que ella tenía esa misma teoría. Bueno, su teoría era un poco más complicada. Ella decía que, además, encontraba cierta relación entre la cara de los hombres y sus vergas. En esa parte no me quise poner ni a pensar, pero yo, todo inocente, todo huevón, le dije que yo no era circuncidado, pensando ¡ya, por fin voy a tirar! ¡Y con una artista de la Universidad Católica! Y la huevona me dijo que no me creía. Yo insistí. Y ella me dijo, a ver, bájate el pantalón. Me dijo que me bajara el pantalón en el antro, ahí mismo. Me agarró de sorpresa. Le dije que no, que había gente en las otras mesas, que fácil me daban vuelta. Ella dijo, anda Gordo, y yo te pongo la siguiente chela. Ah, bueno, dije. Y me puse como al costado de la pared, para que no se ganen los demás pastrulos y borrachos del antro y, bueno, me abrí el lompa, al toque nomás. La huevona chequeó, como que entrecerró los ojos —después me dijo que así chequean el claroscuro los artistas— y asintió. ¿Y cacharon?, le pregunté. No, me dijo el Gordo, con cara de derrota, pero sí me puso las chelas. Sorry, Gordo, qué boludo eres.

      Gracias por la primicia. Oye, me dijo el Gordo, ¿quieres criticarme o quieres que te siga contando? Para decirme boludo con razón te falta escuchar otros episodios igual de emocionantes. En fin, te estaba contando del texto de la escritora. Decía, en su texto, que quien le contestara tenía que estar dispuesto a llevar las cosas de modo más o menos abiertas porque ella necesita libertad para criar su hijo sin interferencia y, también, para ver a otros chicos y chicas. Y yo pensé, bueno, estamos en Nueva York, ¿no? Después, dijo que la libertad sería mutua, y yo pensé, bueno, si me presentas a tus amigas, yo no tengo ningún problema, y ya fácil me presentarás a tus amigos también. Digo, estamos en Nueva York, ¿no? Y al final dijo que quien fuera que contestara tenía que estar dispuesto, también, a escuchar sus historias, historias que podrían sorprender a cualquiera, que pondrían a prueba lo que las personas piensan que está bien y está mal y que muy probablemente harían que uno se diera media vuelta y se fuera sin decir ni chau. Como podrás imaginarte, quiero escuchar esas historias. Todas. Y si me tengo que levantar del asiento e irme, pues ya tendré yo también una historia que contar. ¿Ya ves que debe ser escritora? Y ya me duele la barriga de los nervios. Qué rico. Hacía tiempo que no me dolía así la barriga. Pero esta vez no me voy a bajar el pantalón hasta que ella no se haya bajado el suyo.

      Planes y

      compromisos

      Naief Yehya

      —Te quiero —le dijo.

      Mel sonrió.

      —Te quiero —volvió a decir.

      Ella siguió sonriendo pero desvió la mirada, como buscando algo en otro lugar.

      —Te quiero —volvió a teclear.

      Lo miró fijamente, acercó la cara a la cámara, como si fuera a decir algo confidencial, y le dijo:

      —Yo también te quiero, primor, pero tus propinas no muestran tanto amor.

      Mel siguió leyendo los mensajes de los otros participantes. De pronto dejaba escapar risitas de estudiada picardía. Hacía caras de sorpresa. Abriendo a veces los ojos como si estuviera ante algo inesperado. Pero no había nada inesperado. Los comentarios eran los mismos lugares comunes de siempre, las mismas expresiones de excitación, las mismas exigencias de mostrar más, de tocarse, jugar, lamerse o asumir posiciones exóticas. Las campanitas anunciaban las propinas y ella sonreía y agradecía a sus generosos admiradores. Amenazaba con quitarse el corsé, se sacaba una media y se acariciaba las piernas delicada y lentamente. Coqueteaba contando historias zonzas, ponía boca de pato y luego se ponía de pie, daba saltos, bailaba y así, hasta que daba las gracias y terminaba el show, prometiendo volver mañana.

      Él le mandó varios mensajes personales directos, pero no tuvo respuesta. No tenía nada muy importante que decir y a la vez tenía que comunicarse con ella pasara lo que pasara. Por eso seguía insistiendo, neciamente, con un ansiedad compulsiva, sabiendo que no respondería. Logró controlarse porque entendía que de continuar lo bloquearía y de ahí no había retorno. Si lo señalaban como acosador quedaría bloqueado y ese era un limbo en el que no podía imaginarse vivir. Se había acostumbrado a verla a diario, desde que comenzaba su cam show hasta que terminaba. Antes, cuando no era tan famosa, le contestaba sus mensajes personales, incluso hablaron por teléfono en algunas ocasiones y tuvieron un par de videochats privados cortos pero muy satisfactorios. No había aceptado un encuentro en persona, pero sabía que eso era demasiado pedir, implicaba una intimidad extraordinaria, ni siquiera él mismo estaba listo para un compromiso semejante.

      En cambio habían hablado de cosas realmente íntimas, de sus finanzas. Él le había dicho que trabajaba en el mercado de valores. Ella tal vez le había creído e incluso le había pedido consejos al respecto de cómo administrar su dinero, en qué invertir, estrategias para ahorrar y qué hacer en caso de que sus ingresos no crecieran como esperaba después de haber gastado en luces, parafernalia y decoraciones para su set. Él había inventado respuestas que parecían convincentes, quizá incluso sonaban profesionales. Además le mintió acerca de la posibilidad de invitarla a que invirtiera en un fondo de acciones de alto rendimiento. Ella le dijo que lo pensaría. Toda camgirl que se respete sabe que no es una buena idea hacer negocio con sus fans. También lo sabía él. Eran cosas que se decían sin consecuencias ni compromisos. Planes para una vida feliz apuntalados en propinas, stripteases y orgasmos solitarios. Planes que se hacen para no ser cumplidos nunca.

      Pero él necesitaba escucharla, sentía que le estaba subiendo la presión y sentía una punzada familiar en la frente. Marcó una vez más, repitiéndose, “es la última vez, es la última vez”. Sonaba, sonaba. Y de pronto:

      —¿Qué quieres? —dijo Mel, cortante, con una voz estruendosa pero sensualmente reconocible.

      Él se quedó mudo, no tenía contemplada la posibilidad de que ella respondiera.

      —¿Por qué sigues insistiendo? ¿Qué más quieres de mi? Yo te doy todo lo que puedo. Y nada te satisface. ¿Qué queda? ¿Qué falta? Dime.

      Él seguía en silencio. La frente y las manos empapadas. Se sentó en el excusado.

      —Te necesito —dijo al fin.

      —¿Cómo me necesitas? ¿Para qué me necesitas?

      —Quiero estar contigo —dijo repitiendo otro de esos planes sin consecuencias.

      —¿Y para qué?

      —Te