irreversible, o de «sacrificio». Por otro lado, la ambigüedad ambiental del parque natural de la Albufera de Valencia y la invisibilización de buena parte de sus vertidos tóxicos nos plantea en el último estudio incluido en este libro las limitaciones que presentan determinadas formas de protección de los espacios considerados como «naturales».
Productos peligrosos
Productos químicos como los alcoholes, los compuestos cianhídricos y los derivados del arsénico, pero también el ddt y otros organoclorados, los metales pesados, los residuos lixiviados, los elementos radioactivos, los derivados del cobre, e incluso los peces muertos, los malos olores, los insectos exterminados, las plantas liberadas de determinadas plagas, los suelos contaminados, entre muchos otros, se podrían considerar como agentes «no humanos», que nos hacen reflexionar sobre el papel activo de los tóxicos en su circulación a través de la sociedad, incluso ante determinadas estrategias, no siempre exitosas, para su invisibilidad (Latour, 2005). Aunque aparentemente hablamos de productos químicos de los que podemos estudiar sus propiedades de manera fría y objetiva, de hecho, nos enfrentamos a agentes de naturaleza profundamente política, estrechamente ligados a determinados protagonistas históricos que actúan en tiempos y espacios muy concretos.
En el capítulo inicial de libro se analiza cómo, en las décadas finales del siglo xix, expertos, productores y comerciantes vitivinícolas y responsables políticos articularon discursos sobre el riesgo de las diferentes especies de alcoholes empleados en la producción de vinos y licores, que fueron muy distintos y en gran medida contrapuestos. La defensa de la salud pública se convirtió en el argumento estratégico sobre el que sustentar los intentos por frenar las importaciones masivas de alcoholes artificiales procedentes de las industrias alemanas, que habían puesto en jaque la producción y comercialización del vino español en los mercados nacionales e internacionales. Diversos expertos (químicos, farmacéuticos, médicos y agrónomos) aportaron datos y argumentos, no siempre coincidentes, que fueron difundidos en la prensa y utilizados por los representantes del sector vitivinícola y las autoridades para reclamar y elaborar una respuesta normativa favorable a sus respectivos intereses económicos y políticos. Los esfuerzos por sustentar con datos y argumentos la supuesta toxicidad específica de los alcoholes artificiales fueron acompañados por esfuerzos similares por destacar la inocuidad cuando no los beneficios del vino y sus licores, en una estrategia en la que la visibilización de un riesgo pasaba por la invisibilización de otro (Suay-Matallana, García Belmar).
La dimensión inevitablemente política —en términos de lucha por el poder y la imposición de una determinada hegemonía— del caso del alcohol, se puede extrapolar también a otros productos tóxicos. De hecho, la contaminación con ácido cianhídrico y con arsénico (como pesticidas), o más adelante el uso del ddt, nos explican probablemente mucho mejor la Restauración borbónica, el régimen de Franco o el proceso de la Transición, que una clase tradicional de historia política o social. Los campesinos que fumigaban campos con ácido cianhídrico en las primeras décadas del siglo xx se vieron, por ejemplo, claramente perjudicados por una administración que primaba a la industria en determinadas políticas de salud laboral y descuidaba el mundo agrario y las clases populares rurales, que eran mucho más invisibles. Se trataba en el fondo de una violencia lenta que se extendió a buena parte del siglo xx, tal y como evidencia el sufrimiento de los campesinos que han convivido con pesticidas en el campo español. Un sufrimiento que se combinaba con ambiciosas campañas de publicidad, que alentaban el uso masivo, por ejemplo, del peligroso ácido cianhídrico. Así, los documentales de Leandro Navarro, los manuales de fumigación dirigidos a capataces o los artículos en la prensa constituían un arsenal para la invisibilización del riesgo en el mundo rural de los inicios del siglo xx (Guillem-Llobat).
La simple asociación de las plagas de insectos perjudiciales para la agricultura con las «plagas de rojos o marxistas» y la eficacia de los pesticidas, en particular, los compuestos de arsénico destinados a combatir la plaga del escarabajo de la patata, con el establecimiento de hecho de un nuevo orden social, constituyen ejemplos paradigmáticos de la simbiosis entre lo natural, lo sintético (o artificial) y lo social, y nos invitan a trazar, con mirada crítica, el itinerario de los tóxicos a través de una determinada sociedad. En contextos autoritarios, como la dictadura de Franco, la toxicidad sufrida por los campesinos reforzaba de manera explícita la propia represión social y política, como si se tratara de un fenómeno estructural. Los derivados del arsénico se convierten así en una especie de organismos sociotecnológicos, preciados desde la divulgación agraria de las élites y las campañas patrióticas y autárquicas del régimen, pero de nuevo dramáticos venenos de facto para la población rural (Bertomeu-Sánchez).
A pesar de los reiterados intentos de presentar la contaminación, la toxicidad y el conflicto ambiental como una cuestión «técnica» o «tecnocrática», reservada a los expertos y a las decisiones de las administraciones públicas, no es posible esconder su profunda dimensión política. La historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica han mostrado de manera evidente en las últimas décadas cómo determinadas estructuras de poder, de dominación y explotación se esconden detrás de la circulación de los productos tóxicos, así como el alto precio social y económico de la contaminación y la degradación de recursos naturales que pagan las clases más desfavorecidas (Martínez Alier, 2019).
Por otro lado, el papel de los expertos o científicos en general es particularmente relevante a la hora de visibilizar o invisibilizar la toxicidad de una u otra sustancia. Con frecuencia se ha tendido sin embargo a exagerar su capacidad de influencia en la toma de decisiones ante un determinado problema de contaminación. El científico, ingeniero, cargo técnico de la administración pública o de la industria privada puede tener una responsabilidad importante en la gestión de la toxicidad, inevitablemente asociada a su propia ambición profesional, aunque a menudo sus informes y estudios suelen ser poco tenidos en cuenta. La ciencia de los expertos parece a menudo débil ante el conflicto que genera la toxicidad y en determinadas tomas de decisiones. Se trataría por tanto de una «powerless science», tal como la definen las historiadoras Soraya Boudia y Natalie Jas (Boudia, Jas, 2014).
En otros casos las promesas de los expertos, desde su optimismo científico, de cómo la propia ciencia académica puede solucionar determinados problemas ambientales, parecen un poco ingenuas ante su dificultad para imponer su criterio en este tipo de conflictos. No olvidemos tampoco el papel del experto en algunos casos, como redactor de informes financiados por las corporaciones para sembrar dudas sobre las causas de la toxicidad y esconder así algunas de sus consecuencias perniciosas; en el fondo, como constructor de nuevas ignorancias al servicio de determinados intereses económicos siempre bajo la retórica de la objetividad y la neutralidad (Oreskes, Conway, 2010). Los expertos juegan además un papel determinante en la definición de estándares de regulación de la toxicidad, un tema clave para comprender los mecanismos de invisibilidad, tal y como ya indicábamos al referirnos a los diferentes tipos de ignorancia. Desde una cierta retórica cientificista, y después de largos estudios académicos, se fijan determinados umbrales de toxicidad en aguas, aires, suelos, que a menudo se convierten después en leyes, cuya aplicación práctica resulta a menudo problemática.
Como ya se ha discutido, a menudo se juega con complejos mecanismos de regulación, que cambian en función de determinados intereses empresariales o estatales. No es extraño por ejemplo que el ministro franquista Laureano López Rodó, en su intervención en el Congreso de Naciones Unidas de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, en 1972, reafirmara la idea de la variabilidad de estándares de toxicidad en función de cada ciudad, región o país, y la gran dificultad para establecer regulaciones internacionales, abriendo así la veda a interpretaciones locales, más o menos contingentes, sobre los límites de concentración de un determinado tóxico en función de determinados intereses. Este es un típico ejemplo de invisibilización selectiva de la toxicidad en la España del desarrollismo al inicio de los años setenta, justo en la antesala de la crisis del petróleo de 1973. En Estocolmo, los expertos ministeriales le proporcionaron al equipo diplomático de López Rodó datos correctos sobre determinados niveles y casos de contaminación en España, pero obviaron muchos otros, denunciados por la sociedad civil emergente e incluso por algunas movilizaciones populares. En el fondo, en Estocolmo, el régimen buscaba un discurso tecnocrático