hablaron desde sus laboratorios, sus cátedras y sus puestos académicos y se valieron de los manuales y tratados de análisis químico, de informes con el membrete de la Real Academia de Medicina o del Real Consejo de Sanidad y de artículos en revistas especializadas para exponer y confrontar sus argumentos. Los vinicultores y viticultores también se organizaron, junto con individuos del Consejo Superior de Agricultura, Industria y Comercio, para reclamar medidas concretas al gobierno y la administración. Uno de los acuerdos que más apoyos logró fue la petición de nuevas leyes que persiguieran y castigaran la adulteración de alimentos y bebidas inspiradas en las aprobadas en Francia y Gran Bretaña en 1851 y 1855. Fruto de estas presiones el Ministerio de Fomento creó, en enero de 1887, una comisión en la que expertos químicos (como De la Puerta) e ingenieros agrónomos, iban de la mano de productores (como Maisonnave). Se pretendía ofrecer una respuesta urgente y contundente al problema de los alcoholes, ya que en solo tres meses tenían que proponer «medidas preventivas y represivas» que impidieran las adulteraciones. También quedaba encargada de proponer al gobierno las medidas que considerara favorables a los «legítimos intereses vinícolas del país». El grupo de los agrónomos y publicistas utilizó recursos propios, como las revistas de agronomía que ellos mismos editaban o los tratados técnicos que publicaron en editoriales especializadas. Por su parte, las corporaciones de productores y comerciantes recurrieron a la convocatoria de congresos y reuniones nacionales organizadas en espacios públicos como paraninfos universitarios y teatros locales, que sirvieron de potentes altavoces para hacer llegar sus reivindicaciones y recabar los apoyos necesarios, hasta constituirse en un «público movilizado» capaz de conseguir una respuesta política y regulatoria favorable a sus intereses (Hess, 2016: 7). Pero ninguna de estas voces hubiese podido alcanzar la influencia que tuvo sin recurrir a la prensa cotidiana. Este potente instrumento de comunicación, que en ese año de 1887 contaba con 1128 cabeceras de ámbito local y nacional (Peláez, 2010: 66), permitió situar el debate en la esfera pública y buscar los apoyos necesarios para lograr los fines perseguidos. La prensa cotidiana se hizo eco de los argumentos publicados por los expertos en su tratados y revistas especializadas, pero también fue utilizada por estos como primer destino de sus escritos. Y, por supuesto, fue el espacio predilecto entre los representantes de los gremios de productores, comerciantes e industriales, frecuentemente vinculados editorial o políticamente con esta diversidad de diarios.
El alcohol y los alcoholes
La distinción entre el «alcohol», el del vino, y los «alcoholes», el resto, fue crucial a la hora de articular el discurso acerca de la diferente naturaleza y acción tóxica de uno y de los otros. El único alcohol que hasta la llegada de los alcoholes industriales había contenido el vino y los licores era el alcohol etílico, procedente de la fermentación y destilación del mosto de uva recolectada en los campos de vid. Los defensores de las virtudes del vino se refirieron a él como «alcohol vínico», «alcohol real», «alcohol puro», «alcohol natural» o simplemente «alcohol», sin más. Para el resto de los alcoholes, los producidos a partir de la destilación de patatas, cereales o remolachas, se utilizaron términos como «espíritu alemán», subrayando su origen extranjero; «alcohol impuro», denunciando la mezcla de componentes que lo conformaba; «alcohol amílico», destacando la presencia del que se consideraba como el más tóxico de todos los alcoholes; «alcohol artificial», mostrando su condición de producto no natural; o «alcohol industrial», asociando este alcohol a los polémicos alimentos producidos industrialmente y aludiendo a los usos industriales a los que inicialmente estuvieron destinados, antes de comenzar a usarse para el consumo humano en el encabezado de vinos o en la producción de los llamados vinos y licores «artificiales» (Goldberg, 2011: 294-313). Es interesante observar que el término «industrial» solo se utilizó para designar los alcoholes obtenidos en las destilerías que utilizaban patatas, cereales o remolachas como materia prima, pero no para designar al alcohol obtenido en las destilerías que utilizaban vino, industrias también a todos los efectos.
La proliferación de términos con diferente significado y carga simbólica para referirse al alcohol del vino y al resto de los alcoholes, además de su función como recurso discursivo en el contexto de una controversia, desvela la presencia de una cuestión mucho más profunda que subyació al debate y que permeó los argumentos esgrimidos de uno y otro lado: la definición y los límites entre los conceptos de «natural» y «artificial» y sus consecuencias a la hora de evaluar, en este caso, la calidad, la salubridad o la preferencia de unos alcoholes respecto de otros, dependiendo de su origen y de su modo de preparación (Bensaude-Vincent, Newman, 2007: 1-19). El alcohol del vino y sus destilados fue defendido como un producto «natural», a pesar de sus complejos procesos de producción agrícola, transformación vitivinícola y destilación industrial. Además, era presentado como una sustancia «pura», compuesta de un único alcohol, el «verdadero», el «real», que ni siquiera necesitaba de un adjetivo que lo identificara frente al resto de los alcoholes. El origen determinaba su condición de producto natural y puro, y por ende su inocuidad, cuando no beneficio para la salud. Por el contrario, los alcoholes industriales, fermentados mediante procedimientos «artificiales» a partir del almidón de tubérculos —producidos en las entrañas de la tierra y asociados todavía en gran medida a la alimentación animal—, eran presentados como alcoholes «impuros», tanto por su condición de «mezclas» de diferentes alcoholes como por la presencia de sustancias residuales, causantes de graves efectos tóxicos sobre el organismo humano. La toxicidad de los alcoholes artificiales era consustancial a su naturaleza, ya que procedía de las materias primas de origen y de la nocividad de sus componentes. Esta era la tesis principal de quienes defendieron la toxicidad específica de los alcoholes industriales y muchos expertos y divulgadores se dedicaron a sustentarla aportando pruebas de la toxicidad específica de los alcoholes industriales, elaborando explicaciones químicas y fisiológicas de su especial poder venenoso y ofreciendo abundantes ejemplos de las consecuencias que su consumo estaba teniendo para la salud de los individuos, las poblaciones y hasta la «raza». A ellos se enfrentaron quienes negaron esta diferente naturaleza y propiedades de los alcoholes en función de su origen (natural versus industrial) y consideraron que la toxicidad no era más que el resultado de un deficiente proceso de producción que, de realizarse correctamente, conducía irremediablemente a un único tipo de alcohol, el etílico, tan puro como el del vino, si no más, y totalmente indistinguible de este en sus propiedades químicas y su comportamiento fisiológico.
Uno de los primeros en apuntar a los experimentos realizados en Francia sobre la diferente toxicidad de los alcoholes fue el joven y recién doctorado en medicina, Luis Simarro Lacabra (1851-1921), director del, entonces llamado, manicomio de Santa Isabel de Leganés, al afirmar que «los terribles efectos del alcoholismo dependían, no solo del uso de las bebidas espirituosas en general, sino más bien de la especie particular del alcohol que se consume» (Simarro, 1878: 3). Esta distinción tuvo una enorme influencia, pues permitía asociar el problema del alcoholismo con el consumo de determinadas «especies» de alcoholes. Desde sus laboratorios, los químicos se esforzaron en identificar estos alcoholes y describir sus efectos. Los alcoholes eran químicamente diferentes en función de la complejidad de su composición o «estequiometria molecular». La del etílico, con dos átomos de carbón, era una de las más simples, mientras que esta aumentaba progresivamente en los alcoholes propílico, butílico y amílico, el más complejo de todos con cinco átomos de carbón. La mayor «atomicidad» de los alcoholes estaba directamente relacionada con su toxicidad y esto explicaba que el amílico fuera el más tóxico de todos, según afirmó el Consejo de Sanidad en uno de sus informes firmado por Gabriel de la Puerta (De la Puerta, 1887: 56). Para la Academia de Medicina, el vino y sus destilados eran comparativamente más saludables porque contenían solo alcohol etílico, mientras que los alcoholes industriales obtenidos a partir de la patata, la remolacha o los cereales, eran una mezcla de los alcoholes más tóxicos, como el amílico, butílico y propílico, agravada con la presencia de aldehídos, ácidos orgánicos de la serie grasa y otros principios volátiles (Bayo, 1887: 22-23). El origen de los alcoholes era lo que distinguía la pureza y salubridad de los derivados del vino natural y la toxicidad de las «mezclas ponzoñosas» y «abominables preparaciones» surgidas de las fábricas.
Los expertos reconocieron que la ciencia médica apenas aportaba explicaciones que permitieran comprender por qué la toxicidad de los alcoholes aumentaba con su atomicidad. Desde su laboratorio