que habían comprobado en experimentos con animales que, al ingerir un vino mezclado con alcohol industrial, el alcohol etílico y el artificial actuaban como dos alcoholes diferentes, absorbiéndose rápidamente el primero y quedando el segundo en el estómago, con efectos altamente tóxicos (Soler, 1886: 238). La falta de una explicación de la acción de los alcoholes sobre la economía animal no era motivo, sin embargo, para dudar de la diferente «potencia venenosa» o «intensidad tóxica» de los alcoholes. Los «bellísimos experimentos» que reconocidos químicos y médicos franceses habían realizado en las más prestigiosas academias de ciencias y de medicina del país vecino fueron ampliamente utilizados como pruebas irrefutables de la mayor toxicidad de los alcoholes contenidos en el alcohol artificial (Cajigal, 1884). A tales experimentos se les atribuía el haber conseguido cuantificar los efectos que los diferentes alcoholes tenían sobre animales y personas. Los síntomas de la embriaguez eran similares para los alcoholes vínicos y los industriales, pero las cantidades de cada alcohol necesarias para producir determinados efectos, la muerte entre ellos, eran completamente diferentes, teniendo el alcohol amílico un «poder envenenador» cinco veces mayor que el etílico. El interés de estos experimentos llevó a que diversos autores locales los reprodujeran en sus propios laboratorios. Este fue el caso del químico y médico Pablo Colvée Roura (1849-1903), quien publicó los resultados de los experimentos que confirmaban el incomparablemente mayor poder tóxico de los alcoholes industriales con relación al observado en el etílico, observado por los experimentadores franceses (Colvée, 1888: 27).
La cuantificación de la diferente fuerza tóxica de cada una de las especies de alcoholes aportaba un fuerte sustento experimental a quienes atribuyeron a los alcoholes industriales la causa de la terrible epidemia de alcoholismo que arrasaba toda Europa. Según Simarro, esta estaba llegando a España donde «el alcoholismo crónico apenas se conoce», a diferencia de los pueblos del norte que «careciendo del estímulo del sol, se ven precisados a buscar en los alcoholes el excitante necesario para esta vida atropellada que la civilización nos impone» (Simarro, 1879: 3). Para Balbino Cortés Morales (1807-1889), antiguo administrador de la aduana de Alicante, y presidente del Consejo de Agricultura, el consumo de alcohol industrial no solo añadía «alcoholes venenosos» sino que otorgaba al vino una «fuerza superior», causante de la «plaga del alcoholismo» que se estaba extendiendo en toda Europa (Cortés, 1886: 137-138). Esta tesis fue recogida por la comisión nombrada por el Ministerio de Fomento en enero de 1887, para cuyos ponentes el alcohol industrial estaba en el origen de la «epidemia de nuestros días», mientras que el alcohol vínico solo tenía «peligros muy relativos» pues podía generar «borrachos, pero no alcoholizados» (Bayo, 1887: 23-24). Para la comisión ministerial, el alcoholismo era una enfermedad física y mental muy reciente, causada por el consumo de alcohol industrial. El Consejo de Sanidad también reforzó la tesis de la seguridad de los licores «naturales» producidos a partir del mosto, a los que desvinculaba del «alcoholismo crónico», atribuido expresamente al consumo de los alcoholes industriales.1
La lista de trastornos atribuida a los alcoholes industriales fue interminable. Se los responsabilizaba de que los manicomios y presidios se estuvieran llenando de personas arrastradas a la locura y al crimen por la ingesta de vinos y licores artificiales que llevaban a estados de «frenesí destructor» y que conducían a una «embriaguez homicida» causante de atroces asesinatos, como afirmaba el boticario Francisco Moreno Villena, de Casas de Ves, municipio manchego productor de vino, quien añadía a los males provocados por los alcoholes industriales «lesiones del cerebro y la médula espinal», empobrecimiento orgánico, dispepsias, ulceras gástricas y hasta la tuberculosis (Moreno, 1886). José María Cajigal Ruiz (1832-1894), miembro de una familia de boticarios de Santander y director del laboratorio municipal de esta ciudad, alertaba sobre el aumento de casos de la «terrible enfermedad que se llama delirum tremens» debido al consumo de vinos y licores artificiales y atribuía a estas «bebidas ponzoñosas» males como «idiotismo del viejo» o el «embotamiento de las funciones cerebrales», de quienes bebían esas «abominables preparaciones» (Cajigal, 1884). Colvée también vio en estos alcoholes la causa de la creciente presencia en las calles de «viejos prematuros, epilépticos, sordo-mudos, hidrocéfalos, escrupulosos y tísicos» (Colvée, 1888: 30). Hubo incluso quien, en su afán por mostrar los peligros del alcohol de la patata, no dudó en rescatar viejas teorías que siglos atrás vincularon el contagio de la lepra al consumo del pernicioso tubérculo (De Hidalgo, 1887a, 1887b).
Del mismo modo que los experimentos sobre animales y humanos habían servido para sustentar las tesis sobre la fuerza tóxica de los alcoholes industriales y sus consecuencias para la salud de los individuos, los datos epidemiológicos sirvieron de apoyo a quienes vieron en los alcoholes de la industria la causa de las alteraciones del orden social y la salud física y moral de las poblaciones, atacadas por esos nuevos venenos temperamentales y morales. El informe de la comisión ministerial presidida por Bayo, utilizaba datos supuestamente ofrecidos por el gobierno francés para subrayar que el alcohol industrial «atacaba a la salud pública de manera traidora» y causaba el 14% de los ingresos en manicomios, el 10% de los hospitalarios, el 13% de los suicidios y el 40% de los crímenes. A pesar de no contar con investigaciones propias, la comisión ministerial no dudó en extrapolar estos datos estadísticos para afirmar que no se podía dudar de «la verdad de tan triste estadística» y que el aumento de «suicidios, crímenes y locos» crecía en la misma proporción que la introducción del alcohol extranjero (Bayo, 1887: 18-19). Cajigal relacionó el problema moral con el social al recordar que para la clase obrera el alcohol era «uno de los alimentos más reparadores y más nutritivos» por lo que las personas que adulteraban el alcohol eran criminales que explotaban «el vicio, la ignorancia y la miseria de los pobres» provocando «el embrutecimiento, el idiotismo, la inmoralidad y la locura» (Cajigal, 1884).
Finalmente, no faltó quien advirtió del peligro de que los males causados por los alcoholes industriales sobre los individuos, las familias y las naciones se perpetuaran de una generación a otra, provocando la «degeneración de las razas», como afirmaban Bayo y Gabriel de la Puerta, como ponentes de los dictámenes emitidos por el Ministerio y la Academia de Medicina. Colvée acudió a los recientes escritos de Charles Darwin sobre la evolución humana para afirmar que «todas las enfermedades de origen alcohólico se transmiten hasta la tercera generación y se agravan paulatinamente hasta que se extingue la familia» y a las estadísticas extranjeras para asegurar que el «50% de locos son oriundos de bebedores, que muchos suicidas nacen de ellos», lo que llevaba a comprender que «tan extendido hábito tiende a degenerar las razas» (Colvée, 1888: 30).
La cruzada y los herejes
La destilación del alcohol a partir del vino era un proceso tan «industrial» y «artificial» como el de producción de los alcoholes procedentes de patatas o remolachas y la mayor o menor «pureza» de los productos resultantes no dependía de la materia prima utilizada sino de la pericia técnica empleada en el proceso de producción. Si este era conducido de manera adecuada, el alcohol resultante era el mismo, independientemente del producto del que se obtuviera. La pureza no dependía del origen, sino del proceso de producción. Esta fue la tesis que defendieron quienes denunciaron la «cruzada» organizada contra los alcoholes artificiales en un país, en el que, según afirmaba Amalio Gimeno Cabañas (1852-1936), «nada más fácil que hacer opinión, nada más fácil que dejar caer una idea en la multitud a fin de que brote pronto, se agrande y crezca en pocos días», hasta conseguir que «el vulgo (y es vulgo casi todo el mundo en ciertas cuestiones) se apodere rápidamente de ella y la haga propia» (Gimeno, 1887: 7). Gimeno fue titular de la cátedra de terapéutica en la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia, hasta su marcha a la Universidad Central de Madrid en 1888, desde donde siguió una fulgurante carrera política y académica que le llevó a presidir la Real Academia de Medicina, ser diputado en cortes por la jurisdicción de Valencia, afiliado al partido liberal y, posteriormente, ministro. Consciente del poder del lenguaje en la configuración de las opiniones y del uso que de él se había hecho en esta controversia, Gimeno dedicó un contundente escrito de más de cuarenta páginas a detallar la evolución de la crisis los alcoholes y precisar el significado de las palabras usadas para designar cada uno de ellos, sus propiedades y los procesos seguidos para su obtención.2 Para Gimeno, no eran más puros los alcoholes del vino por proceder del mosto de la uva. La pureza no dependía