podían llegar a ser más «puros» que los destilados en las «antiguas y mezquinas destilerías agrícolas». Además, gritaba Gimeno en mayúsculas, el alcohol producido a partir de la destilación del mosto de vino fermentado es «el mismo alcohol, exactamente el mismo alcohol» (Gimeno, 1887: 9) con idénticos caracteres físicos y químicos que el obtenido por la fermentación y destilación de otras sustancias como patatas o cereales.
Gimeno dedicó más de la mitad de su escrito a «hacer ver la injusticia y la ignorancia de los que han tratado de poner en la cuenta de los alcoholes industriales puros los daños de la salud pública que deben imputarse a todo lo que alcohol se llame». La cuestión ya no era discernir cuál de los dos alcoholes (vínico o industrial) era más nocivo, sino determinar si era nocivo para la salud el alcohol etílico (el único presente en ambos si estaban bien rectificados). La respuesta para Gimeno estaba bien clara: la higiene, la patología y la toxicología enseñaban que el vino y sus alcoholes era siempre un poderoso veneno, responsable de una larga serie de alteraciones en los individuos que «degenerando a la familia y perpetuando por la ley de la herencia es fermento de la enfermedad y del crimen». La amplia bibliografía sobre el alcoholismo demostraba que resultaba falso atribuir a los alcoholes industriales la responsabilidad del aumento del alcoholismo como lacra social. Para Gimeno, que se basaba en numerosas estadísticas publicadas en Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda y otros países europeos, el aumento del alcoholismo se debía única y exclusivamente al aumento del consumo de alcohol. Es decir, para Gimeno la clave del aumento del alcoholismo y de sus efectos perjudiciales se debía a la cantidad y no a la calidad.
Gimeno tampoco perdió la oportunidad para cuestionar los argumentos acerca de la toxicidad relativa de los diferentes tipos de alcoholes y su relación con la «atomicidad». Volvió sobre los experimentos de autores franceses y algunos españoles, como los del Vicente Vera López (1855-1935), químico del Laboratorio Central de Medicina Legal, para mostrar la incoherencia de los resultados, la dificultad para comparar unos con otros, dadas las diferentes condiciones en las que se habían hecho, la variedad de especies animales utilizadas y lo precipitado de cualquier conclusión que pudiera derivarse de ellos. Era un tema abierto, decía, sobre el que era necesario esperar antes de pronunciarse. Sobre los usos de la «ley atómica» para explicar la supuesta mayor toxicidad de los alcoholes a medida que aumentaba el número de «equivalentes» de carbono e hidrógeno, Gimeno argumentaba que el metílico era el más tóxico de todos, a pesar de que tenía la fórmula química más simple de toda la serie de alcoholes al contar con un único átomo de carbono. En conclusión, Gimeno abogaba por un control de la calidad de los alcoholes, procurando que se utilizaran para el consumo humano únicamente alcoholes convenientemente rectificados o destilados sucesivamente, independientemente del producto del que se hubieran obtenido. Vicente Vera secundó los argumentos de Gimeno y añadió otro de especial relevancia: la distinción entre la «dosis fisiológica» y la «dosis tóxica». No podía hablarse de una supuesta inocuidad del alcohol del vino y sus destilados frente al carácter nocivo del resto. Todos los alcoholes eran para Vera susceptibles de ser consumidos, dentro de las dosis fisiológicas, que podían ser mayores o menores dependiendo de los alcoholes y las personas, mientras que superada esta dosis fisiológica se alcanzaba la dosis tóxica y todos ellos pasarían a ser nocivos para la salud. Por ello, la regulación del consumo de todos los alcoholes era la única forma de frenar el alcoholismo crónico.
Las reacciones no se hicieron esperar y, lejos de zanjar el debate, los escritos de Gimeno y Vera encendieron aún más las discusiones, que circularon ampliamente en la prensa cotidiana. Pero, para entonces, la resolución de la «cuestión de los alcoholes» estaba ya en otros foros, el de las comisiones nombradas por el gobierno para fijar las regulaciones que resolvieran la crisis económica por la que atravesaba el gremio de productores de vino en aras de la defensa de la salud de la población.
Leyes y laboratorios
Los argumentos y las pruebas esgrimidas por los expertos recibieron una acogida muy diferente dentro del heterogéneo y confrontado sector vitivinícola, que se apropió de manera selectiva de estos discursos para fundamentar sus respectivas estrategias gremiales. Así lo pudieron constatar quienes relataron en la prensa cotidiana los avatares del congreso de vitivinicultores que, durante tres días de junio de 1886, reunió en el paraninfo de la Universidad Central de Madrid a cosecheros, productores, almacenistas, comerciantes e industriales alcoholeros de toda España, junto a expertos químicos y altos cargos de la Dirección General de Agricultura, Industria y Comercio. Los productores y cosecheros apostaron por la aplicación de políticas proteccionistas que limitaran la importación de alcoholes industriales y su prohibición para fines que no fueran estrictamente industriales. Los comerciantes y almacenistas consideraron que la defensa de la libertad de los mercados estaba por encima de cualquier otra consideración. Para los productores y cosecheros las pruebas de la toxicidad de los alcoholes artificiales eran irrefutables y la prohibición de su uso para el consumo humano una obligación ineludible para los gobiernos responsables de la defensa de la salud de la población. Mientras que, para los comerciantes y almacenistas, el problema se reducía a mejorar los procesos de producción y garantizar que los alcoholes para el consumo humano estuvieran adecuadamente producidos y rectificados, de modo que contuvieran mayoritariamente alcohol etílico, sin importar si este procedía de la fermentación de vino o bien de patatas u otros almidones. Los corresponsales reprodujeron en la prensa los argumentos de unos y otros, desvelando las tensiones existentes entre los diferentes agentes. El químico y senador Gabriel de la Puerta fue el encargado de redactar las conclusiones de la sesión dedicada a la «cuestión de los alcoholes industriales» en las que el control sanitario jugó un doble papel, ya que no se discriminaban los alcoholes según su procedencia, sino por su calidad. Por ello, De la Puerta recomendó establecer grados de pureza mínimos para los alcoholes destinados al consumo humano, así como la creación de laboratorios y la contratación de «químicos expertos» encargados de «distinguir bien los alcoholes puros y rectificados de los impuros».3
La falta de un consenso entre los expertos y el enfrentamiento dentro del sector vitivinícola hizo que las comisiones gubernamentales nombradas para redactar las normativas que regularan la producción, la importación y el comercio de los alcoholes acabaran más preocupadas por alcanzar un equilibrio entre las partes que en dictar normas efectivas contra un problema que, por otra parte, tenía contornos difusos y definiciones engañosas. Encuentros de productores similares al del paraninfo se celebraron en otras ciudades, como el organizado por Juan Maisonnave en agosto de 1888 en el Teatro Provincial de Alicante, con la asistencia de cientos de personas y respaldado con más de cuatro mil cartas de adhesión.4 Las conclusiones de los congresos vitivinícolas marcaron la pauta de las numerosas normativas dictadas en los meses posteriores. Un ejemplo de ello fue la circular publicada en la Gaceta de Madrid dictando instrucciones para el uso de los alcoholes industriales en el encabezamiento de vinos, afirmando que no existía ninguna base legal para declarar el alcohol industrial nocivo a la salud, incluso cuando era detectado en la mezcla por los análisis. Según la norma, «el carácter de saludable o nocivo de la mezcla» no dependía de «las sustancias empleadas para su extracción» sino «del grado de refinación o rectificación que reciben los alcoholes, según las opiniones más admitidas en la ciencia» (Circular, 1887: 288). La norma sentenciaba que la calidad y salubridad de los alcoholes no la concedía la materia prima, sino el proceso de producción. No había alcoholes de naturaleza pura o impura, solo alcoholes correcta o incorrectamente destilados.
Las normativas recogían también una reclamación unánime de expertos y productores, ya apuntada en los informes emitidos por las instituciones académicas y las comisiones gubernamentales: la creación de laboratorios de análisis químicos en todos los puntos de producción, distribución y consumo de vino, así como el nombramiento de farmacéuticos para la inspección de vinos. Los laboratorios químicos se situaban así en el centro del debate, convertidos ahora en los encargados de determinar la composición de los vinos y licores importados o exportados a través de las aduanas, comercializados en tiendas y mercados de los municipios y producidos en las regiones vitivinícolas y establecer su grado de rectificación, esto es, la concentración de alcohol etílico. La creación de laboratorios municipales y enológicos, junto con la designación de expertos en análisis químicos en las aduanas había sido una reivindicación