Carlos Silgado-Bernal

El enviado del Reino


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para los hebreos— es una figura más compleja. Lo revela una faceta de sus creencias acerca del advenimiento del reinado de Dios que fue consustancial a sus actos y su predicación y, sin la cual, su figura quedaría cercenada de una parte fundamental de su mundo simbólico y de la cultura religiosa de la época.

      Esa pieza esencial consistía en la esperanza de un fin de los tiempos. No a la manera consuetudinaria de pensarlo actualmente: como el fin del mundo y de todo lo existente, o como el fin de la vida individual, la muerte. El fin de los tiempos era la puerta de acceso a una era mejor, a un orden colectivo nuevo regido por principios divinos aplicados a la vida real, terrenal. Como afirma la oración del Padrenuestro: «Venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».

      El fin de los tiempos traía el reinado de Dios. Esa era la buena noticia de la que Jesús y sus discípulos se hicieron mensajeros y anunciadores. En el programa del reinado de Dios convergen, por igual, elementos terrenales, sociales y nociones sobrenaturales de gran poder simbólico, que hacen forzoso verlo como una utopía religiosa.

      Un elemento terrenal evidente consistía en que en él habría cargos, pues Jesús y sus discípulos tendrían un papel en él, pero también recompensas: «Dijo entonces Pedro: “Ya lo ves, nosotros hemos dejado nuestras cosas y te hemos seguido”. Él les dijo: “Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente y, en el mundo venidero, vida eterna”»27.

      Las nociones sobrenaturales son, también, múltiples: la forma en la que llegará el reinado de Dios en medio de acontecimientos celestes sorpresivos; el juicio universal a cargo del hijo de hombre, la indefinida figura profetizada en el libro de Daniel; y el banquete presidido por los patriarcas de Israel, Abraham, Isaac y Jacob, quienes vivieron y murieron más de mil años atrás y reaparecerían redivivos.

      Asimismo, uno de los acontecimientos sobrenaturales más característicos del futuro gobierno de Dios consistiría en la reunificación de las doce tribus de Israel28. Según tradiciones históricas muy antiguas, las doce tribus procedían de cada uno de los doce hijos de Jacob. Para el siglo X a. e. c. (antes de la era común), diez de esas tribus formaron el reino del Norte; y dos de ellas, el reino del Sur. Cuando en el siglo VIII a. e. c. los asirios conquistaron el reino del Norte, esas tribus fueron dispersadas y se perdieron; y cuando en el siglo VI a. e. c., los babilonios conquistaron el reino del Sur, se llevaron a Babilonia a los dirigentes de las dos tribus restantes. Cuando Ciro —rey de Persia— conquistó a Babilonia, liberó a los judíos que vivían allí; y estos, descendientes de las tribus de Judá y Benjamín, restablecieron el estado de Judá. Después de cerca de diez siglos, en la época de Jesús, solo vivían los descendientes de dos de esas doce tribus.

      De modo que la esperanza en la restauración de las tribus de Israel, compartida por Jesús y otros muchos antes que él —la misma ilusión que dio motivos de conversación a sus doce discípulos que juzgarían a las doce tribus, otra forma de decir que las gobernarían—, equivalía a confiar en un milagro, una suerte de renacimiento colectivo, que los relatos evangélicos no aclaran cómo sucederá. Sin embargo, esta reunificación, que no podía ser más que utópica, estaba colmada de un fuerte contenido mítico, simbólico y nacionalista.

      La rebeldía de Jesús se acercaba más a la conducta insumisa del predicador investido de profeta, a quien las señales del profetismo judío ancestral que espera el fin de los tiempos le servían de cosmovisión y de aliciente para alentar y mantener unidos a sus seguidores.

      La ejecución de Jesús representó un duro revés para quienes cifraban en su persona el cumplimiento de esas profecías. «Nosotros pensábamos que él sería el que debía libertar a Israel», se lamentaban dos de sus discípulos, según se cuenta en el evangelio de Lucas, días después de su ejecución. Este relato posee un especial interés por varias razones: expresa la forma habitual en que era entendida la misión de un príncipe mesiánico y la esperanza puesta en él como libertador por quienes le seguían y, además, revela el método que siguieron sus adeptos para explicarse los acontecimientos y para construir la que llegaría a ser la tradición mesiánica en torno a Jesús de Galilea, a contracorriente de la noción aceptada entonces. Estos hombres, uno de ellos llamado Cleofás, que caminaban en dirección a Emaús, una localidad cercana a Jerusalén, se encontraron en el camino a otro peregrino que abandonaba la ciudad y les hizo esta pregunta: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Luego, cuenta el relato bíblico: «empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras»29. El peregrino era, nada menos, que el propio Jesús en persona, resucitado, pero —afirma el relato— algo impedía que sus ojos lo reconocieran.

      En los escritos del Nuevo Testamento se observa cómo una de las funciones del pensamiento religioso —sobre todo del profetismo judío—, consistía en dar significado a lo sucedido, desde una perspectiva providencial y según la tradición ancestral: usando las escrituras judías y sus métodos interpretativos. Los eventos pusieron a prueba la veracidad de las profecías acerca del Reino, particularmente la inminencia de su plazo. La solución se encontró en un nuevo esquema profético. Para Reimarus, este fue el nuevo sistema de creencias surgido después de la muerte de Jesús y a consecuencia de ella. Tenía sentido creer y seguir al predicador y maestro mientras vivía: todos esperaban la restauración de Israel en el plazo de su propia generación, en eso radicaba el sistema de creencias auténtico. A partir de ese suceso, llegaron nuevas e inesperadas creencias: un salvador espiritual, cuyo sufrimiento repararía los pecados de la humanidad y que alcanzaría la gloria, extrañamente a costa del rechazo de su propio pueblo; un Señor divino hecho humano a quien adorar, que resucitó y se separó de sus discípulos y seguidores elevándose al cielo con la promesa de venir de nuevo para traer el Reino de Dios que su primera venida como mesías no trajo, aunque estaba profetizado.

      En sus análisis acerca de los motivos que movieron a Jesús y a sus discípulos, Reimarus insiste siempre en su carácter terreno. Muerto el líder que transformó sus vidas, los discípulos habían encontrado en la predicación del Reino de Dios un modo de vida aprendido junto a su maestro. Pasado un primer momento de duelo, desorientación y temor a ser perseguidos por los instigadores de la muerte de Jesús, la opción de volver a sus vidas anteriores como humildes pescadores significaba un retroceso inaceptable. Convertidos en predicadores, como él, continuaron hablando de prodigios y practicando actos considerados milagrosos.

      Un lugar central en este proceso, lo vino a desempeñar la creencia en la resurrección de Jesús. Un acontecimiento portentoso, relatado de forma poco frecuente en la cultura religiosa judía —pero admisible en la tradición farisea—, que sus seguidores comenzaron a atestiguar como un modo de recuperar a su maestro revestido con los signos de mesías triunfante y profeta, para así extender por una nueva generación lo esencial de su proyecto religioso: la expectativa del fin de los tiempos, la llegada terrenal del reinado del Dios de los judíos.

      No existe una búsqueda histórica de Jesús que no se enfrente a la necesidad de explicar los relatos acerca de la resurrección (tema sobre el que ahondo en el Capítulo 5). Por lo pronto, me interesa abordar las dos vías explicativas que Reimarus adoptó: una es el resultado de un análisis formal y la otra de una interpretación que se afana en hacer históricamente admisible el acontecimiento. Si bien ambas son muestra de una lógica penetrante, la segunda evidencia el límite de sus conocimientos.

      La explicación formal es la siguiente: los relatos acerca de la resurrección de Jesús, tal y como se encuentran en los evangelios, son contradictorios