Carlos Silgado-Bernal

El enviado del Reino


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perseguido por Jesús y sus discípulos hacía una lectura de los textos evangélicos en la que fue retirado lo sobrenatural, para permitir otra interpretación del escueto acontecer humano. Dio a los evangelios el tratamiento de objetos históricos, el mismo que podía darse a otros textos de la antigüedad clásica, permitiendo examinar su autenticidad y su veracidad; además, consideró a los personajes de los relatos bíblicos y a sus autores como sujetos cuyas motivaciones y circunstancias históricas podían y debían investigarse. Utilizó el Nuevo Testamento como fuente de sus indagaciones y lo contrastó con otras referencias documentales cercanas al tiempo de los acontecimientos, como las conocidas obras del historiador judío Josefo (37-100)12, escritas en el mismo período de formación y fijación de las tradiciones neotestamentarias.

      También desarrolló una interpretación de tipo historiográfico acerca del movimiento liderado por el predicador de Galilea, de los motivos de su credo religioso y sus actividades. De ella comenzó a emerger, por primera vez, una figura histórica plausible del mesías de los Evangelios, Jesús de Nazaret, y un relato diferente de las tensiones que rodearon su vida y la de sus discípulos.

      Reimarus detuvo su atención en un acervo de tradición sobre la actividad de Jesús de Nazaret que aparece en los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas): el anuncio de la llegada inminente del Reino de Dios, al que acompañaba un llamado vehemente a la conversión del pueblo; es decir, a una adhesión irrevocable a las leyes religiosas ancestrales de su comunidad. Este anuncio es el eje central de su predicación antes de la subida a Jerusalén y el argumento de un buen número de sus parábolas.

      En sus Fragmentos, Reimarus se dedicó a indagar el significado que pudo tener este anuncio y halló un estadio previo de tradición referido a Jesús, una veta de material histórico que supo diferenciar del resto de la enseñanza transmitida por sus seguidores en las cartas de Pablo y en los evangelios.

      Fue en esta tradición textual donde encontró señales que conducían al hombre y a sus propósitos originales. En ella se afirmaba que, al comienzo de su predicación, Jesús recorrió Galilea —una región al norte de Israel situada entre el Mar Mediterráneo y el lago de Genesaret, gobernada por el etnarca Herodes Antipas, nombrado por el emperador romano Augusto— y convocó a doce discípulos, instruyéndolos para que difundieran una advertencia de corte profético: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca». Jesús les dio normas detalladas, mencionó que el día del Juicio caería con rigor sobre las ciudades que no los recibieran ni los escucharan, y les aseguró: «No acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre»13.

      Reimarus se planteó los siguientes interrogantes: ¿A qué propósito servía esta predicación? ¿Qué objetivos perseguían Jesús y sus seguidores con ella? Su respuesta a ellos constituye una muestra del pensamiento ilustrado del siglo XVIII en Europa y permite apreciar el nacimiento de un cambio radical en la manera de concebir la imagen de Jesús de Nazaret desde una perspectiva histórica, que está consignada en un pasaje central de sus escritos:

      Si fuera verdad que el objetivo de Jesús era que todos los hombres creyeran en él como un salvador espiritual [...] y que con su muerte y sufrimiento deseaba salvar a la humanidad, aunque sabía que los judíos no esperaban un salvador de esa clase y no tenían otra idea que la de un liberador de Israel que los librara de la servidumbre y que construyera un reino terrenal glorioso para ellos, ¿por qué, entonces Jesús envió a anunciar en todos los pueblos, escuelas y casas de Judea que el Reino de los Cielos estaba por llegar? Lo cual significaba que el reino del libertador o mesías estaba por comenzar. Él sabía que el pueblo iría tras un rey terrenal […] a menos que recibiera otra enseñanza diferente sobre esta buena nueva que aquella que había aprendido de acuerdo al significado generalizado de estas palabras. ¿No ha debido Jesús esforzarse primordialmente, con la ayuda de sus apóstoles [...] en desterrar la ignorancia de sus burdas ilusiones y, en cambio, dirigir su fe, su arrepentimiento y su conversión hacia la dirección correcta? [...] Pero Jesús no les transmitió otra idea acerca de él [...] debió tener total conciencia de que, ante el anuncio de la venida del Reino de los Cielos, solo podía despertar en los judíos la esperanza de un mesías terrenal; por consiguiente, este debió haber sido su objetivo al tratar de abrir sus ojos [...] Es evidente que los discípulos, tanto antes como después, conservaron la ilusión o la creencia en él como un mesías salvador de Israel, y no se convirtieron a ningún otro [...].

      No se puede justificar esta acción de Jesús de otra forma. Enviando a estos misioneros, él no pudo tener otro objetivo que levantar en todas partes de Judea a los judíos, que llevaban tanto tiempo gimiendo bajo el yugo romano, y que se venían preparando para la esperada liberación, e inducirlos a acudir en bandadas a Jerusalén14.

      Aunque en la actualidad es usual hacer una interpretación de la expresión «Reino de los Cielos» como una realidad inmaterial —ya que «de los Cielos» equivale a lo no terrenal—, los historiadores contemporáneos la entienden como una expectativa más acorde a un gobierno efectivo de Dios, comprensible a la luz de enseñanzas judías muy antiguas15. Sucintamente, esta proclamación profética anunciaba el establecimiento de un orden nuevo: un reinado de Dios traído por su acción poderosa que pondría fin al tiempo corriente para dar cumplimiento a la restauración del pueblo de Israel, prometida a través de sus profetas y consignada en múltiples escritos. Dicho reinado sería real e instauraría un orden social en el que los valores ordinarios del mundo se invertirían, sería visiblemente más justo y, además, en lo político y religioso, daría cumplimiento a la aspiración del pueblo hebreo de alcanzar una forma de gobierno teocrático soberano, libre de la opresión extranjera, que lo colocaría sobre las otras naciones.

      Un vistazo rápido de la realidad política de Palestina permite apreciar el carácter potencialmente sedicioso de esta proclamación profética que convocaba la deslealtad hacia el poder establecido y justificaba la insubordinación, así no estuviera acompañada de un llamado directo al levantamiento, como sucede en los relatos neotestamentarios conservados. Para la época de Jesús —durante el primer tercio del siglo I de la e. c. (era común)—, el dominio de Roma se había establecido en Palestina casi un siglo atrás. Galilea, como se ha dicho, era gobernada por un rey menor nombrado por el emperador, y Judea era una provincia sujeta a un prefecto romano, vecina de la provincia imperial más antigua: la de Siria. Este sistema de gobierno romano, a pesar de que conservaba una dinastía sacerdotal judía con poder en el Templo de Jerusalén, no se acomodaba al ideal profético.

      Cuando Reimarus se preguntó por qué Jesús proclamaba que estaba por llegar el Reino de Dios, buscó una interpretación verosímil, acorde con su época, de cuáles fueron los objetivos que pretendía en su predicación, de las razones que tuvo el llamamiento de sus discípulos y de su notable influencia entre las multitudes. Esta búsqueda ofrece claridad acerca de la genuina identidad de Jesús. Para el autor, el predicador galileo se entiende primordialmente como un mesías de Israel, como un caudillo religioso que buscó, como otros, el establecimiento del reinado de Dios prometido a su pueblo.

      La investigación de Reimarus sacó a la luz, en la tradición textual del Nuevo Testamento, un proceso de cambio de ideario que es posible reconocer y rastrear por cualquier lector cuidadoso. Pablo y, después de él, los autores de los evangelios desarrollaron un sistema religioso en cual el predicador de origen galileo, crucificado por orden de la autoridad romana e instigación de la aristocracia sacerdotal, fue presentado como Jesucristo resucitado: el Señor. Un hombre al que aplicaron los títulos del mesías esperado por Israel —si bien de una forma nueva, aceptable solamente por algunas fracciones de la comunidad judía—, de hijo del hombre según la tradición del libro de Daniel y de Hijo de Dios o Salvador de toda la humanidad. Sin embargo, afirma Reimarus, el ideario original que movió a sus discípulos a seguirle y al que pertenece la figura histórica de Jesús, podía encontrarse aún en el texto de los relatos evangélicos: la promesa y la expectativa de un reino judío terrenal del que ellos mismos serían