sus filosofías de segundo de carrera, sus ojos relucientes, sus perros con nombres como Plomo y Bandido y Cucaracha y Kilo y Estrella Oscura. Y cuando se cruzan se dicen: «¡Que el amor sea contigo!». ¡Que el amor sea contigo! Vale para todo, para el que llega, para el que se marcha, para el que pasa, como «aloha», y cualquiera puede salirte con eso en cualquier momento y a propósito de nada, como un enfermo de Tourette. La gente no deja de decirlo.
Repartidas a lo largo de un kilómetro y medio cuadrado en la zona de Indian Prairie del Bosque Nacional Ochoco, encontramos los postes y toldos de las cocinas, así como los campamentos de varias tribus y familias y clanes de hobos más o menos espontáneos: la Cocina Elvis, la Cocina 12 Pasos, la Granola Funky, la Avalón, la Greenwich Village. El mapa situado cerca de la entrada, donde está el cártel de BIENVENIDOS, enumera e indica vagamente la localización de los distintos grupos que desean ser localizados y que han informado de su emplazamiento a alguien situado en alguno de los anárquicos estratos que van desde los Ancianos a los niños:
Aloha
Pez Oso
Estación Gloriosa Rehidratación
Brebaje Ja-ja
Café Cannabis Confusión
Café Carnívoros
Cibercampamento
Campamento de las Hadas
Asamblea del Libro Eterno
Tetería de Mala Muerte de Madam Frog
Tribu Northwest
Tribu Ohana
Ohmklahoma
Shama Lama Ding Dong
Burbuja Solar Arcoíris
Tribu Sorda
Cocina de Jesús
Ida No & Amy Kemekuentas
Familia Libre
Iglesia de la Cabeza Sagrada
Tribu BC
Doce Tribus [con Estrella de David]
Campamento de las Gracias
Campamento de la Discordia
… aparte del infame «Campamento A», el único sector cuyos residentes temporales han acordado entre ellos que el alcohol sea uno de sus agentes químicos de la felicidad.
Alcohol: Cerca del aparcamiento hay un sitio llamado «Campamento A». En el Arcoíris somos partidarios de «amar al alcohólico, no el alcohol». El alcohol (y las drogas duras) provocan cambios en la personalidad. A veces las personas pierden el control sobre sí mismas. Por tanto, os pedimos respetuosamente que dejéis el alcohol en el Campamento A antes de dirigiros a las zonas principales del encuentro.
Eso es lo que pone en la Web No Oficial del Arcoíris. La zona controlada por las tribus Arcoíris —como siempre, sin permiso alguno del Servicio Forestal—, aparcamiento incluido, comprende algo más de seis kilómetros cuadrados. Los abnegados, esos que reparten comida y se ocupan de las cosas en la medida en que es posible ocuparse de ellas; esos que instalan las letrinas portátiles y las duchas y los puestos de primeros auxilios y esos rótulos rudimentarios como el mapa-directorio o el pequeño cartel donde se ilustra cómo los gérmenes pasan de la mierda de perro a las moscas, de estas a la comida y de ahí a los dedos y la boca de la gente, a la vez que aconseja lavarse las manos para interrumpir dicho proceso; esos que hacen que todo esto sea posible empezaron a instalar sus campamentos más o menos una semana antes de que aparecieran los primeros celebrantes de a pie, los gorrones, esa panda de gente que, como yo, simplemente se materializa, guarda sus cosas bajo un matojo y sale por ahí con su tazón esmaltado para que alguien se lo llene de cereales calientes, por ejemplo los harekrishnas, que con su atuendo anaranjado y su cabeza afeitada reparten entre trescientos y cuatrocientos almuerzos cada uno de los días que dura el festival.
Joey y yo hemos quedado en encontrarnos en el campamento de la tribu Ohana, una familia nómada de una veintena de miembros que recorre Norteamérica en caravana alojándose exclusivamente en bosques de propiedad gubernamental, como el Ochoco. No consigo dar con Joey y no tengo motivos que expliquen mi presencia ahí, pero a los adolescentes que parecen integrar buena parte de los Ohana los trae sin cuidado dónde plante mi tienda y no parecen tenerme en cuenta el hecho de que parezca un miembro de un equipo de televisión: pantalón corto verde oliva, camisa caqui, gorra de béisbol y zapatillas de correr. Eh. Incluso calcetines. Por lo demás, tampoco parecen interesados en conversar conmigo. A primer golpe de vista entienden que no tiene sentido preguntarme si tengo grifa. Ohana significa algo en hawaiano, dicen. Paz. O Amor. No están muy seguros.
He localizado a Joey. Está idéntico, solo que más viejo, igual de triste, o quizá más, no en balde han pasado treinta años y tiene más razones para estarlo.
Joey y yo nos sentamos enfrente de mi tienda, en el suelo, mientras él afina. Lleva décadas actuando como profesional y ya casi nunca toca por simple diversión. Pero bueno, por complacerme… Cantamos unos cuantos temas antiguos mientras, a un par de metros de nosotros, los Ohana adolescentes encienden una hoguera y empiezan a hostigar amablemente a todo aquel que pasa, por si lleva algo de droga.
Es 2 de julio y cabe suponer que todo aquel que tuviera pensado venir aquí ya ha llegado. En el bosque no hay silencio. Puede oírse el murmullo general de varios miles de personas, como en un gran estadio, amortiguado apenas por los árboles. El cielo enrojece y muere el día y Joey no tiene más remedio que guardar la guitarra por culpa de la competencia: por todas partes empiezan a sonar tambores, y su reclamo, a ratos distante, a ratos cercano, llega desde algún punto indeterminado del bosque, da una idea de la profundidad y de la distancia, y retumba como si fuera el producto de sus pensamientos.
Pasamos trompicando entre ellos bajo la oscuridad: tambores, tambores y más tambores. Por todo el bosque, comparsas de cien, doscientos bailarines, se congregan en torno a grupos dispersos de diez o veinte percusionistas enajenados con sus congas y sus bongos y sus panderetas y cualquier otro artilugio susceptible de ser aporreado, y el ritmo se acelera desde todas direcciones rumbo a la oscuridad del espacio, hasta que hace temblar el cúmulo galáctico del corazón de Andrómeda. La amarilla luz estroboscópica de las fogatas y la sombra de los bailarines sobre el humo. Hombres desnudos con el pene rebotando y mujeres en toples bamboleando sus hermosos pechos. De vez en cuando, cuando les da la vena, alguien da un grito y cien voces entonan un aullido colectivo que, por un instante, anula la gravedad y poco a poco va muriendo.
Oímos que hace un par de noches llovió a raudales, pero hoy todo son estrellas y quietud, el humo de las fogatas se eleva entre la luz anaranjada y el suelo no resulta especialmente incómodo; aun así, acampar al raso siempre me produce una sensación desagradable: dormir al aire libre se me antoja propio de gente desesperada, pobre y solitaria; me recuerda las noches bajo aquel cartel publicitario en Wilshire, donde Joey, Carter y yo encontramos un matojo en el cual escondernos, cuando éramos unos pipiolos que pordioseaban por la Costa Oeste, borrachos de vino y soñando con estar en otra parte; me recuerda las noches pasadas en un saco de dormir en las colinas de Telegraph Avenue, cuando yo era literalmente —y digo literalmente porque mira que lo intenté— incapaz de hacer que me arrestaran por vagabundo y me metieran en la cárcel, donde al menos habría podido disfrutar de una cama y tres comidas. No consigo dormir bien en mi tienda plantada en el suelo del bosque Ochoco. Joey tampoco. A la mañana siguiente hablamos de buscar un motel. El día ha amanecido demasiado caluroso y el festival no pinta bien: hay más gente buscando drogas que colocada y a los krishnas se les ha acabado el rancho a los veinte minutos de abrir el tenderete. Joey y yo nos dirigimos a lo que llaman el Círculo: unas mil personas sentadas en el suelo —que nadie se quede de pie, por favor— a las que se les reparte una cucharada sopera por cabeza de un insulso caldo vegetal, cortesía, según parece, de los Ancianos del Arcoíris.
Algún día, en el cataclísmico futuro —eso dicen las leyendas del Arcoíris, que beben de las tradiciones hopis