Денис Джонсон

Viajes a los confines del mundo


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Arcoíris, que dice remitirse a una antigua profecía de los nativos americanos, «una nueva tribu poblará la tierra, una tribu de múltiples colores, clases y credos que, con sus acciones, hará que la tierra vuelva a florecer. Se los conocerá como los guerreros del Arcoíris». Apenas veo negros o indios de ningún continente, aunque resulta asombroso ver a tanto veinteañero, como si un determinado segmento de población de los años sesenta hubiera dejado de crecer.

      La Familia Arcoíris, compuesta al parecer por todo aquel que desee formar parte de ella, no solo tiene un mito, sino también un credo que Ralph Waldo Emerson ya expresó sucintamente tiempo atrás en su ensayo «La confianza en uno mismo»: «Dedícate a lo tuyo». Además, aunque no sin renuencia, han dejado que la preciada desorganización de estas celebraciones evolucione hacia una especie de estructura y una autoridad opcional, es decir, una autoridad que nadie impone, la cual recae sobre los abnegados, los que hacen posible que ocurran cosas como este encuentro y otros muchos similares que se celebran por todo el país cada año desde el primero, en 1972; y los abnegados responden ante los Ancianos, sean quienes sean estos.

      En un foro de internet hay un hilo titulado «Es posible encontrar a Dios en el LSD» que termina instando a quienes participen en esos experimentos espontáneos de fomento de la comunidad a que:

       tengan confianza en sí mismos;

       sean respetuosos;

       mantengan la paz;

       limpien lo que ensucian.

      Todo lo demás no es asunto de nadie, a menos que esté en juego la integridad de alguien. «En tales casos, nuestro sistema de Pacificación (lo llamamos “Shanti Senta”, no “Seguridad”) se activa para resolver la situación de inseguridad.» Aunque soy un escéptico congénito, debo admitir que, hasta donde se me alcanza, ninguna situación de este tipo se verifica en todo el fin de semana. Aparte de eso, nadie sabe decirme qué significa «Shanti Senta».

      Salgo a caminar por el bosque con Mike O, que se ha pasado los últimos días bajo un pequeño toldo repartiendo información sobre el Curso de Milagros, una especie de variante gnóstica y herética del pensamiento cristiano que no reconoce la existencia del mal y cuyo texto sagrado está escrito casi por entero en pentámetros yámbicos. Mike es un tipo de pelo cano y ya entrado en años, nervudo e hirsuto, vive en las montañas de Idaho, en una casa bajo tierra que él mismo ha cavado a golpe de pala, y entre abril y octubre siempre va descalzo. Se para un par de veces a fumar hierba con una pipa, y un par de veces más a compartir una calada con alguien que pasa por ahí, porque Mike es un hippie bueno y generoso de verdad, y después de eso tiene que pararse y sentar el culo en algún tronco de vez en cuando porque se siente mareado. Nos cruzamos con una mujer imponente y completamente desnuda, embadurnada con barro negro. Ha estado revolcándose con sus amigas en un lodazal. Supongo que me habré quedado mirándola, porque me dice:

      —¿Te gusta lo que ves?

      —En un día lleno de visiones eróticas, tú eres la más erótica de todas —le digo. Para mí es pura poesía, pero para ella no soy más que un puto tarado.

      De algún modo, los flower power estos intuyen que no estoy del todo aquí. Me ven. Y yo, creo, también los veo a ellos: en una porción de diez kilómetros cuadrados del bosque Ochoco, las desventuras de toda una generación siguen su curso. Aquí, en este grupo de entre diez mil y cincuenta mil personas que, por algún motivo, son incapaces de contarse, veo el epítome de mi generación: una generación Peter Pan mimada por unas Wendys maternales como Bill y Hillary Clinton; con una ideología confusa en la que lo Rojo y lo Verde se confunden bajo la negra bandera de la Anarquía; una generación bizca, pagada de sí misma, autocomplaciente; estrecha de miras, hipócrita, intolerante… ¡Que el amor sea contigo! Sieg Heil!

      Joey y yo hemos descubierto que si nos hacemos pasar por sanitarios que trasladan suministros, los no vigilantes de los puntos de control nos dejan pasar y nos ahorramos la molestia de estacionar abajo y tener que esperar a que llegue alguna de las furgonetas Volkswagen y similares que integran el parque de lanzaderas; desde la comodidad de un automóvil, el Volvo más que decente de Joey, podemos ir y venir cuando nos plazca. Al regresar de comer una hamburguesa en el pueblo, recogemos a un chaval que hace autoestop. Dice que se aloja en el Campamento A.

      —Tampoco es que me vaya el rollo de todo el día mamado —dice—, pero al menos ahí la gente entiende que yo solo vendo a cambio de cash.

      —¿Y qué es lo que vendes?

      —Setas. Veinticinco un octavo.

      No le pregunto de qué es el octavo, sino que me limito a decir:

      —¿Cuánto necesitaríamos para pegarnos un viaje él y yo?

      —Oh, con un octavo vas que te matas, a menos que seas consumidor habitual y tengas tolerancia. Por veinticinco pavos tenéis para ir al infinito y más allá, te lo garantizo.

      Y este es el motivo por el que ciertas personas no deberían jugar con estas sustancias:

      —Mejor ponme cien pavos —digo.

      Debo admitir, para consternación mía, que cuando terminamos la transacción el chaval me suelta:

      —Dabuten, tío.

      Ya tenemos nuestra bolsita llena de vegetación arrugada y seca, y, definitivamente, parece alguna especie de hongo. Ya en la tienda, saco la cantimplora y me preparo para dividir la mercancía, sea lo que sea, entre Joey y yo, mientras él busca su cantimplora para que la cosa baje mejor. Y he aquí por qué no puedo permitirme ni siquiera intentar coexistir con estas sustancias: le digo que voy a hacer partes iguales, pero solo le doy un cuarto. Menos de un cuarto. Ya. Nunca fui muy hippie. Y nunca dejaré de ser un yonqui.

      Pasamos media hora o así sentados en el suelo entre su tienda y la mía, viendo desfilar al personal. Un poco más arriba de donde estamos, entre los árboles, los Ohana han formado un círculo de tambores y se hipnotizan poco a poco con su ritmo enfurecido. Joey confiesa que a veces se mete cosas de estas y que probablemente haya desarrollado cierta tolerancia. De hecho, no le está haciendo mucho efecto.

      —Oh —digo yo.

      Al cabo de unos minutos, Joey dice:

      —Pues nada, que no acabo de despegar.

      Yo solo puedo responder:

      —Pues nada.

      Estoy sentado en el suelo, con la espalda contra un árbol. Tengo las extremidades y el torso rellenos de un plomo psicodélico fundido que me impide moverme. A las cosas les salen protuberancias, como si fueran cactus. Unas protuberancias elaboradas, metódicas, intrincadas. Todo parece labrado, cada superficie está moldeada con una intención indescifrable.

      La gente sigue pasando por el sendero. Todo el mundo lleva a cuestas un secreto profundamente íntimo y bochornoso, no, un chiste inconfesable, sí, y la conciencia de ello hace que sus cabezas bramen de manera insoportable, y sus almas cargan a rastras a los cuerpos.

      —Poca broma esos tambores.

      Todo lo que uno diga parece un eufemismo. Pero ponerse hiperbólico equivaldría a insinuar horrendamente la verdad de que no hay hipérbole posible; dicho de otro modo, es de todo punto imposible exagerar el impacto sin precedentes de los tambores. Ni el tono siniestro, divertido, impotente, derrotado, venerable, extático, sobrecogido, insidioso, incierto, feliz, criminal, resignado e insinuante de su mensaje. Sobre todo no queremos cometer el grave error de aludir a la verdad de los tambores y con ello, quizá, abrirle la puerta al pánico. Pánico ante lo definitivo, pánico ante el hecho de que en esos tambores, y con esos tambores, y ante esos tambores, y sobre todo a causa de esos tambores, el mundo se acerca a su fin. Eso es lo que no queremos ni tocar: el apocalipsis que nos circunda. Todos estos conceptos se hallan comprimidos en las palabras «poca broma», como las capas de goma que se apretujan explosivamente en el interior de las pelotas de golf.

      —Poca broma, ya te digo —dice Joey.

      ¿Cómo? ¿Qué? ¡Ay, Dios mío, se refiere