Денис Джонсон

Viajes a los confines del mundo


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a las montañas Wrangell, hizo aterrizar su Piper PA-12 en un glaciar a mil setecientos metros de altitud, cobró sus piezas, se arrojó por el precipicio, ganó velocidad y de repente se encontró con que el motor había dejado de funcionar. «Aunque yo estaba seguro de que tenía combustible», les explica a la pareja en la inoscura oscuridad alaskeña. Resultó que en algún momento unas abejas se habían introducido por las aberturas del sistema de inyección y habían obstruido los conductos. Tras planear siguiendo un tortuoso cañón, el Piper volcó entre las rocas del río Nizina. Busk consiguió salir de la cabina y subsistir, según explica, «con cuatro uvas pasas al día», hasta que dio con él un helicóptero. Sacude la cabeza. «Estas cosas te destrozan los nervios.»

      Hace unos años, su avioneta terminó boca abajo después de recorrer varios cientos de metros sobre el tren trasero. Se dirigía a Port Moler, adonde pretendía llegar antes de que estallara una tormenta, pero una «turbulencia» lo sorprendió en pleno vuelo: de repente, un golpe de viento puso el aparato boca abajo y Richard salió disparado a través del parabrisas, dejando la avioneta hecha añicos a su espalda.

      Una noche, al partir de King Salmon a bordo de su primera Beaver con el último cargamento de pescado de la jornada y un viento de veinticinco nudos, de repente se encontró ascendiendo en ángulo recto sin motivo aparente, lo que lo obligó a bajar el morro y aterrizar a media luz en una playa llena de botes, anclas y aparejos, donde tuvo que ejecutar un giro de noventa grados nada más tocar el suelo; logró completar la maniobra y detenerse a pocos pasos de un terraplén de nueve metros. Lo que había ocurrido era que, durante el despegue, había golpeado una roca y se había cargado la cola del aparato.

      En todos estos casos hubo que ir a recoger las avionetas a los extraños parajes donde las había estrellado: desoladas tundras, arenales, playas, picos de montañas. Hubo que extraerlas de barrancos, ríos o cavidades, enderezarlas, reensamblarlas y convertir el lugar del accidente en una pista de despegue para poder ponerlas en el aire nuevamente. Una de estas, tras un amerizaje imprevisto, tuvo que ser remolcada por todo el pueblo de Naknek —por la calle principal, entre los postes telefónicos y los edificios de las tiendas— hasta un estanque, donde la sumergieron para eliminar la corrosiva agua marina.

      ¡Y los cheechakos sin saberlo! Este es el famoso Richard Busk, padre de seis chicos y dos chicas, con otra en camino para otoño… «Aunque —admite— he tenido más accidentes de avioneta que hijos.»

      Aparte de ellos, todo el mundo lo sabía. Ahora todos duermen, mientras los recién casados escuchan y aprenden. La gente de por aquí —unos cuantos pilotos y mecánicos, la familia Alsworth y sus empleados domésticos— duerme el sueño de quien nunca se ve metido en bretes de esa magnitud, de quien nunca se queda tirado en medio de Alaska ni va por la vida reventando avionetas. Los recién casados no pueden dormir, no hasta que se les baje la adrenalina. No les queda otra que escuchar las historias para no dormir de Richard y el sonido de la lluvia.

      Llueve con ganas cuando, dos días después, Glenn Alsworth, su nuevo piloto, posa su Cessna en una mesa de los montes Bonanza y deja ahí a la pareja de recién casados de Idaho y su equipaje.

      —Vendré a recogerlos dentro de nueve días —dice.

      —Apúnteselo, por favor —le ruega Luna Uno.

      Por de pronto, él y Luna Dos tendrán que arreglárselas solitos. Richard Busk espera en Port Alsworth velando a su difunta Beaver. Los cheechakos no le preocupan. Sabrán arreglárselas. Les ha dibujado un mapa en una servilleta y les ha dado su mejor consejo: «El secreto está en no dejarse dominar por el pánico».

      Al ver elevarse la avioneta en dirección a los negros cumulonimbos, Luna Uno se siente menguar de tamaño hasta acabar desapareciendo del todo. Mientras la buena de su esposa solloza, él, de pie bajo el chaparrón, hace un cortés intento de orientarse sosteniendo el mapa dibujado a mano donde se indica cómo llegar al sendero y a un cuatriciclo. El papel se le hace pedazos entre las manos. También tienen un mapa general de la región del Servicio Geológico, pero evidentemente ahí no pone dónde están.

      La parejita no consigue localizar el sendero con esa borrasca, pero sí divisa unas cuantas cabañas y máquinas como de juguete diseminadas por los alrededores, unos quinientos metros más abajo, siguiendo el curso del arroyo. Luna Uno hurga en el equipaje, carga una mochila con lo que cree y espera que sea lo esencial para la supervivencia y, sin reparar en lo engañosos que resultan los tamaños y distancias en espacios tan abiertos, guía a Luna Dos hasta el borde de la mesa para descender entre la maleza; tienen frío y están empapados, cualquier cosa suelta restalla enloquecidamente bajo el viento, tropiezan, se caen, ruedan por el lodo, se levantan una y otra vez, recorren como pueden esos quinientos metros que resultan ser tres kilómetros, ella llorando y él sonriendo y tratando de animarla, aunque también, y a menudo, blasfemando cual poseso, hasta que por fin dejan atrás los matorrales y alcanzan la orilla del arroyo, que por lo visto es más bien un río enfurecido.

      Desde hace un par de semanas llueve de forma intermitente en toda la región, y a pesar del aguacero y el viento racheado, la atónita pareja distingue el rugir estrepitoso y constante de los ríos Synneva y Bonanza, que, convertidos en vorágines, bajan en tromba por el valle a cincuenta kilómetros por hora, arrastrando rocas y vegetación. Al otro lado del curso de agua, puede verse la cabaña. No queda otra que buscar el punto menos profundo y vadearlo. Alaska está hoy magnánima: ni los ahoga ni los magulla demasiado. Se arrastran hasta la cabaña y abren la puerta.

      Luna Dos está chorreando y tiembla. Su marido la ayuda a sentarse en una silla. Hay que prender el fuego. Pero antes será mejor que dé un discurso. Toma las manos de ella y le hace una promesa:

      —Pase lo que pase en esta vida, cuando salgamos de aquí, nunca, nunca volveremos a poner los pies en Alaska.

      Por fortuna, a su mujer le rechinan tanto los dientes que no puede compartir con él lo que piensa. Luna Uno busca algo que decir.

      —Nunca —repite.

      Probablemente ella sabe que es mentira. Como de costumbre, su marido ha vuelto a joderlo todo, pero claro, no puede divorciarse de él ahí, en medio de la nada…

      ¡La nada! ¡Alaska!

      Tras examinar el mapa pasado por agua del Servicio Geológico, Luna Uno dibuja un círculo de unos ciento cincuenta kilómetros de diámetro: ahí está él, ahí está ella. Dentro de ese círculo no hay nadie más. Concluye que se encuentran por lo menos a un centenar de kilómetros de la persona más próxima.

      Se acerca a la puerta, donde la lluvia pura de Alaska, cuya temperatura excede apenas la de la nieve, cae incesante, y calcula la distancia recorrida por la ladera, que desde esa perspectiva se ve muy claro que en realidad es un barranco. ¡La única región aún nueva del Nuevo Mundo! Se acerca a una pila de leña y se pone a partir los troncos de abeto húmedos con una hachuela. ¡La Última Frontera! Que para él será literalmente la última como no se ponga las pilas.

      Al día siguiente, aprovechando que la lluvia concede un receso, salen a inspeccionar la zona de la mina: la cabaña, la letrina exterior vandalizada por los osos, tres cobertizos, dos pisos de una futura construcción de tres alturas más un ruinoso galpón prefabricado propiedad de otro minero y una cabaña de abeto de cuatro por cuatro metros francamente bonita, con la letrina todavía intacta, propiedad de un amigo de Richard. Tres o cuatro personas tienen concesiones aquí: Richard las vende a unos 15.000 dólares por dieciséis hectáreas. Luna Uno fantasea con cómo sería ser el titular de una de estas concesiones, uno de los huraños prospectores que viven aquí rodeados de recursos naturales.

      Otra opción sería adentrarse en esta inmensa soledad y reclamar algún terreno como propio. Para ello solo hace falta encontrar minerales en terrenos de titularidad del Gobierno —el tamaño habitual de una concesión es de unas ocho hectáreas— y registrarse en la sucursal del distrito de la Oficina de Administración de Tierras. Después de eso, hay que invertir cien dólares anuales en la explotación —un par de días de bateo bastarían para satisfacer este requisito— y abonar veinte dólares en metálico por año y concesión.

      Cruza