de los arcoíris y la tormenta cae la noche, y durante un rato me vienen flashbacks: cierro los ojos y recuerdo ese primer viaje de ácido, recuerdo despertar detrás de un volante tras el cual debía de llevar sentado varias horas, intentando averiguar qué hacer con él; y ahí estaban Joey y Carter B y Bobby Z, los cuatro regresando a la periferia más desolada de la Tierra, ese lugar que nunca volveríamos a tomarnos demasiado en serio porque lo habíamos visto obliterado y ahora nos encontrábamos aquí; ninguno de nosotros había tomado ácido antes ni había hablado del tema con nadie, cuatro aspirantes a beatnik que retornan de una odisea absurda para la que ninguno de ellos estaba mínimamente preparado y a la que teníamos la sensación de haber sobrevivido por los pelos; recuerdo ver a Joey caminando con Bobby, viajando de algún modo por unas calles como ríos detrás de ese volante —¡quinientos microgramos de ácido!—; recuerdo conducir magníficamente por Alexandria, Virginia, en una taza de té gigante que en tiempos fuera un Chevrolet, bajo unas farolas cuyas cabezas parecían refulgentes y quebradizas corolas de diente de león, recuerdo el vehículo estacionando solo y me recuerdo a mí flotando en dirección a un edificio y por los corredores del bloque de apartamentos de Fort Ward Towers, recorriendo la sinuosa curvatura de los pasillos y la imagen, al fondo de aquel laberinto palacial, de ¡mamá! ¡Mamá en bata y zapatillas! ¡Con unos rulos marcianos! ¡Mamá como un ser de otra especie! ¡Mamá diciendo: Son las cinco de la madrugada! ¡Estaba a punto de llamar a la policía! DÓNDE te habías METIDO, y recuerdo girarme hacia Bobby Z, que murió de sida y en cuyo funeral arrojé tierra sobre su ataúd mientras su hermana, mi novia del instituto, gemía y daba gritos, recuerdo girarme hacia Bobby Z y decir: ¿Dónde estábamos? Y que él también se quedaba atónito y desconcertado y aturdido ante semejante pregunta, y que ambos decíamos: ¿Dónde estábamos? ¿DÓNDE ESTÁBAMOS?
Bobby, los tambores galopan hasta el límite extremo y lo rebasan como si nada. ¿Dónde dónde dónde estábamos?
¿Adónde fuimos?
SEIS VECES CONTRA EL SUELO
EN JULIO, EN EL SUBÁRTICO, volar de noche no supone ningún problema. Por las noches no oscurece. Hace rato que ha pasado la hora de la cena en Anchorage cuando el prospector Richard Busk atornilla un par de asientos adicionales en su avioneta De Havilland Beaver e introduce el cargamento destinado a su concesión minera de los montes Bonanza, en el centro-sur de Alaska.
Busk se está construyendo una casita, así que lleva madera para los marcos de las ventanas, contrachapado para las paredes y un neumático nuevo para uno de sus vehículos todoterreno; aparte de eso, hoy lleva también a dos absurdos recién casados del norte de Idaho.
No es que sus pasajeros tengan una pinta extraña: lo que los hace absurdos es el hecho de que les parezca buena idea pasar la luna de miel cribando oro en los montes alaskeños. Ambos tienen el pelo castaño y corto, ambos visten vaqueros: Luna Uno y Luna Dos. Llevan algunos instrumentos para cribar —bateas y picos y pinzas— y hasta una draga portátil de gasolina (pesa como cuarenta kilos; pronto verán que no es tan portátil), y, en su delirio, pretenden volver a casa con suficiente oro como para forjarse las alianzas de matrimonio.
Los recién casados han comprobado que Alaska es más dura de lo que creían. Aquí todo parece regirse por la ley de Murphy. En lo que llevan de viaje ya han metido la pata unas cuantas veces. Han tenido que pedir que les remolquen el jeep desde la cima de una montaña al final de Nabesna Road, al este de Anchorage, donde han pasado dos días acampados bajo la lluvia y rezándole a su batería muerta (Luna Uno se había dejado la llave puesta en el contacto) antes de darla por perdida. La reciente esposa ha escrito en su diario:
12 de julio: Llevamos dos noches atrapados en una montaña cerca de una mina abandonada. Estoy asustada, casi lloro del miedo. DJ me ha dejado aquí para ir a buscar ayuda. Ojalá estuviera en casa con mis hijos. Este sitio me pone los pelos de punta. Temo por las avalanchas.
Pero las cosas empiezan a pintar mejor. Han conseguido deshacerse de ese coche traicionero y ahora se encuentran a bordo de esta avioneta con el prospector, volando rumbo norte por la ensenada de Cook y sus verdes riberas pantanosas para virar después hacia el oeste, entre los restos de nubes bajas, y proseguir de frente —aunque al final, felizmente, por encima— hacia los montes Blockade, enharinados de nieve y blanquiazules por efecto de las sombras que proyectan los ventisqueros a las 21.30, tres buenas horas, casi cuatro, antes del ocaso.
Hasta donde alcanza la vista —un centenar y medio de kilómetros a esta altitud—, no se divisa nada salvo los picos que descuellan entre la soledad auténtica y natural del planeta Tierra. Nada ocurre aquí que no venga ocurriendo desde hace eones: las montañas que se alzan y se derrumban, la nieve que cae y se derrite, la interminable migración de los glaciares a través de los arroyos. Nada ocurre salvo el ciclo del viento y las estaciones y las aguas, la vida de los animales y las plantas, el granito y la lava y la arena. Y el oro: los enormes campos de hielo que, con su color azul mugriento y su intrincado relieve, se deslizan valle abajo, desmenuzando el oro de las rocas de cuarzo, llenando el río Tlikahila de agua de escorrentía, de pepitas y polvo y escamas de oro. Y así en la totalidad de los… ¿cuántos kilómetros cuadrados tendrá este páramo? ¿Quinientos mil? ¿Un millón? ¡Más de un millón de kilómetros cuadrados de oro!
Los montes Bonanza deben de estar bien surtidos. Solo es cuestión de seguir volando con esta Beaver monomotor algo anticuada. Ni siquiera Busk sabe qué edad tiene el aparato. Lo compró hace más de cinco años en Ottawa, Canadá. Es una máquina sencilla, de batalla, sin más ornatos que una inscripción de los indios crees garabateada en el costado. Los recién casados no ven más que una cafetera medio escacharrada, pero les han asegurado —Richard Busk, concretamente— que no hay de qué preocuparse. El motor, un Pratt & Whitney radial, fue reconstruido hace menos de un año y no tiene ni cien horas de vuelo desde entonces, 87,6 para ser exactos. Es verdad —aunque nada serio— que una de las juntas pierde aceite sobre la boca del escape derecho, lo cual explica el pequeño chorro de humo negro que despide la cubierta de proa (remendada con parches de aluminio de tres colores: plata, rojo y azul), y Luna Uno se pregunta si no fue algo así —¿algún problema en una junta?— lo que hizo que el transbordador Challenger explotara en pleno vuelo…
Estos dos cheechakos (recién llegados) se han plantado aquí con el mismo sueño que todo el mundo: ser bien acogidos en esta región inhóspita, recibir la bendición de la prosperidad en una tierra que ha maltratado a muchos de sus semejantes, devorándolos o matándolos de hambre, abandonándolos y congelándolos, rompiéndoles los huesos para dejarlos imposibilitados a cientos de kilómetros de quien pudiera socorrerlos, ahogándolos o sepultándolos vivos, atacándolos y desgarrándolos hasta la muerte.
El plan original era reunirse con un amigo prospector de Montana, que sería el encargado de guiarlos hasta el oro. Sin embargo, ha sido imposible dar con él en Anchorage y ya empezaban a sentirse como si la propia Alaska se les hubiera perdido en algún lugar de la principal carretera del estado. Quizá la hubieran extraviado en las proximidades de Tok, ese pueblo donde los camioneros hacen parada y al que llegaron tras cruzar la frontera y recorrer cincuenta kilómetros de carretera vacía. De repente, en todas direcciones, empezaron a ver objetos que aterrizaban y despegaban, que cruzaban el horizonte con suministros para alguna gran empresa. El estado se denomina a sí mismo la «Última Frontera», y ciertamente estaban bien lejos de los centros comerciales y las cadenas de comida rápida, pero aun así no podían evitar la clara sensación de que la Última Frontera estaba siendo devorada a toda prisa por los Últimos Pioneros del país. El rugido de los tráileres, el zumbar de los helicópteros y el constante ir y venir de los aviones de hélice emitían un runrún de comercio a nivel básico: la pareja de cheechakos podía sentir cómo las compañías petroleras saqueaban el suelo bajo sus pies y cómo los empresarios del turismo excursionista aspiraban la soledad de los alrededores y se servían de inventos portentosos, sobre todo del avión, para poner esa tierra salvaje al alcance de cualquiera. Aquel afanarse bajo la perpetua luz del día tenía cierto regusto a Vietnam.
Pero entonces, en Anchorage, donde peinaron los mohosos aeródromos en busca de alguien, quien fuera, que pudiese acompañarlos hasta una