unas líneas de un libro publicado recientemente[1], que refiere palabras de Jesús a un monje benedictino, llamado a consagrar su vida a rezar por la renovación del sacerdocio, y que ha fundado un monasterio en Irlanda con ese fin. Estas palabras se le comunicaron en octubre de 2007.
Hoy, creo que fue durante los misterios gloriosos de Rosario, el Señor me habló de una Pentecostés sacerdotal, de una gracia obtenida por la intercesión de la Virgen María para todos los sacerdotes de la Iglesia. A todos se les ofrecerá la gracia de una nueva efusión del Espíritu Santo para purificar el sacerdocio de las impurezas que lo han desfigurado y para devolver al sacerdocio un brillo de santidad tal como nunca tuvo en la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles.
Otros pasajes de este libro van en el mismo sentido, e insisten en el hecho de que esta renovación sacerdotal, esta purificación y curación de los corazones, provendrá en particular de la adoración eucarística de los sacerdotes (y de todos los fieles), y de un amor filial a la Virgen María[2].
El autor afirma que, gracias a este sacerdocio renovado, el Señor dará al mundo sacerdotes cuyo ministerio será fuente de consuelo y curación para muchos sufrimientos causados por la ausencia de verdaderos padres.
Comparto plenamente esta convicción. Dios no puede abandonar a su Iglesia, ni a sus sacerdotes, y, según las palabras de san Pablo, «una vez que se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia»[3].
[1] Un moine bénédictin. In Sinu Jesu. Journal d’un moine en prière. Editions du Parvis, p. 22.
[2] En particular, p.159-160 y 197-199.
[3] Rm 5, 20.
3.
LA URGENTE NECESIDAD DE PATERNIDAD
COMO TODOS SABEMOS, hay hoy una crisis de la paternidad. La paternidad es con frecuencia descalificada, toda paternidad o autoridad es sospechosa de ser abusiva o agobiante. La imagen del padre en la cultura moderna es a menudo pálida e inconsistente, caricaturizada, frente a una mujer más inteligente y fuerte… Pocos son en la sociedad moderna los hombres que presentan una imagen positiva de la paternidad. Los padres de familia no juegan siempre el papel que deberían asumir y no saben ya muy bien cómo situarse. La paternidad está en dificultad en la Iglesia; el mundo de la educación y de la escuela sufre también. No hablamos de los políticos, que dan más a menudo la impresión de ser niños que discuten que personas que tengan alguna oportunidad de ser un día reconocidos como «padres de la nación», como alguno de sus predecesores. Hay también una crisis de la masculinidad, que es inevitable, pues a fin de cuentas la virilidad verdadera no puede alcanzarse sino en una cierta forma de paternidad.
A pesar de este contexto —o más bien a causa de este contexto— la necesidad de una verdadera paternidad no ha sido nunca tan grande como hoy. Estamos en un mundo de huérfanos, y tantas personas están desorientadas y sufriendo, pues no han tenido la suerte de encontrar en su vida a quien sea un verdadero padre.
Lo constato particularmente en mi ministerio. Tengo ocasión de encontrarme con muchas personas, y debo decir que me choca ver lo mucho que abunda la necesidad de paternidad. Ya sean niños, jóvenes, parejas, ancianas abuelas, o adultos, todos tienen esta necesidad de una figura paternal. No siempre lo expresan, a causa del pudor, o a veces del orgullo, que impide hablar de eso, pero existe en todos sin excepción. Me ha sucedido en mi ministerio tener ante mí a importantes hombres de negocios, al frente de importantes empresas, que venían después de una conferencia a pedirme un abrazo. Sentían la necesidad de un big hug, como se dice en inglés, y estaban al borde de las lágrimas cuando les apretaba entre mis brazos.
Todo hombre y toda mujer necesita encontrar un padre en el que apoyarse y por quien ser reconocido, amado y animado. Este padre es por supuesto primero el Padre del Cielo, pero cada vez que un hombre o una mujer se encuentra con alguien que, por su manera de ser, representa una imagen auténtica de la paternidad de Dios, supone para esa persona un inmenso regalo.
4.
SUFRIMIENTOS DEBIDOS A LA AUSENCIA DEL PADRE
LA AUSENCIA DE LA FIGURA del padre (la del mismo Dios, pero también la de quienes de una manera u otra son mediaciones humanas de la paternidad divina) trae consecuencias dolorosas en la vida de las personas. No quiero hacer una lista exhaustiva, sino mencionar solo cuatro puntos.
PROBLEMA DE LA TRANSMISIÓN
El papel del padre es inscribir al hijo en una línea de ascendientes, darle acceso a una herencia, una herencia que el hijo deberá luego transmitir a otros. Esa es toda la cuestión de la transmisión, y se sabe lo difícil que resulta hoy transmitir de una generación a la siguiente todo lo que constituye la riqueza y la belleza de la existencia, las virtudes humanas y espirituales, la cultura, las tradiciones propias de un país… La carencia de un papel paternal hace evidentemente más difícil este asunto de la transmisión. Se comprueba la existencia de un cierto tipo de personalidad que produce esta laguna: el individuo que no tiene ninguna conciencia de lo que debe a los que le han precedido, ni ningún sentido de responsabilidad frente a los que vendrán después de él. Sin gratitud por el pasado, sin responsabilidad ante el porvenir de los demás, se contenta con aprovecharse de la vida al máximo de manera egoísta e individualista. Esta clase de comportamiento no es algo raro hoy.
SIN PATERNIDAD, NO HAY YA MISERICORDIA
Al mundo moderno le ha parecido bien proclamar la muerte de Dios. Ha cedido ante la gran mentira del ateísmo: mediante sus leyes y mandamientos, Dios impide al hombre ser libre; hay que deshacerse de él, y la persona será por fin libre y feliz, liberada de la coacción y la culpabilidad. Esta mentira ha ocasionado millones de muertos, lo que no impide que persista siempre la tentación de hacer de Dios (y de toda forma de paternidad) el enemigo de la libertad humana, de considerar toda verticalidad como una opresión.
Pero las cosas no son tan simples como pretende el ateísmo. Si no hay Dios, tampoco hay perdón ni misericordia.
Nos gusta a todos la parábola del Hijo pródigo del evangelio de san Lucas[1], que ofrece una imagen maravillosa de la paternidad divina. Conocemos la historia del más joven de los dos hijos, que ha reclamado su parte en la herencia y se ha ido a un país lejano. Después de gastarlo todo en una vida de desorden, se ve obligado a cuidar cerdos (cosa que no es precisamente un éxito para un muchacho de buena familia judía), pasando hambre y deseando comer lo que les dan a los cochinos. Esta situación le ha llevado a reflexionar; decide volver a la casa de su padre, donde todos los jornaleros están bien alimentados, y prepara su discursito de llegada: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros».
Conocemos la continuación conmovedora de este relato: el padre ve llegar a su hijo a lo lejos, se llena de piedad por él, corre y se abraza a su cuello y lo cubre de besos. Sin dejarle tiempo para pronunciar su discurso preparado, el padre pide a los criados que traigan pronto el mejor traje y le vistan (no uno cualquiera, el mejor), le pongan un anillo en el dedo (signo de la dignidad recuperada), sandalias en los pies, y preparar una superfiesta, con un ternero cebado, música, danzas…
Retomemos ahora la misma historia, pero una vez que ha desaparecido la figura del padre. Cuando el hijo vuelve a la casa, no hay nadie… La casa está vacía, desesperadamente vacía, abandonada. Solo el viento hace batir las puertas y ventanas.
No hay nadie para recibirte, para perdonarte, para amarte. Nadie que te diga: a pesar de lo que has hecho, a pesar de tus errores y tu pecado, sigues siendo mi hijo amado, puedes recuperar tu plena dignidad, tu sitio está aquí, puedes ser libre y feliz en la casa de tu Padre, que es también tu casa (¡Todo lo mío es tuyo!).
Creo que el hombre no puede perdonarse a sí mismo las faltas que haya cometido (y todos las cometemos). El hombre no puede absolverse por sí mismo de sus