de los hijos con los padres, para que no venga Yo a golpear la tierra con el exterminio[2].
Lo que este texto parece indicar de manera muy fuerte es que, cuando el corazón de los padres se vuelve a los hijos, y el de los hijos a los padres, entonces no hay anatema, no hay maldición. La existencia humana es hermosa y feliz. Por el contrario, cuando los corazones de los padres y de los hijos no están unidos, hay una especie de maldición sobre la existencia humana que deviene complicada y difícil.
Se sabe que este pasaje de Malaquías se repetirá en el evangelio de Lucas a propósito de la misión de Juan Bautista[3], pues este es el profeta Elías que debía venir. El papel de Juan Bautista es preparar la venida de Jesús y de todo el universo del Nuevo Testamento, del que la gracia fundamental (por la misión de Jesús y el don del Espíritu Santo) es hacer comprender a los hombres que el corazón del Padre está volcado hacia ellos, en el amor y la misericordia, e invitar a los hombres a volver sus corazones hacia el Padre, con la confianza y el amor de hijos. Por Jesús, Dios se hace nuestro Padre y nosotros nos convertimos en hijos suyos. Recordemos las palabras del Señor resucitado a María Magdalena: «Ve donde están mis hermanos y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». Por la muerte y la resurrección de Cristo, de manera definitiva y total, Dios deviene nuestro Dios y nuestro Padre.
En el pasaje, encuentro muy significativo que este mensaje dirigido a los apóstoles, que resume toda la obra de la redención y del misterio de la paternidad de Dios, se le confíe a una mujer. Es un indicio del papel extremadamente importante de la mujer en la economía de la salvación para la acogida de la paternidad divina y la restauración de la paternidad humana. Volveremos sobre esto.
Por la misión del Hijo y del Espíritu, en el misterio de la Nueva Alianza, Dios revela más profundamente su amor de Padre y da a todo hombre el poder ser hijo de Dios[4].
Con ese fin, hace capaz a la paternidad humana de significar la paternidad de Dios. Jesús, por su Espíritu, viene a salvar, curar y restaurar toda forma de paternidad (y de filiación). Recupera, purifica, rectifica, santifica la paternidad humana haciéndola capaz de significar de nuevo la paternidad divina. La paternidad humana, incluida la del sacerdote, es una paternidad salvada que rencuentra su fuente y su modelo en la paternidad divina.
Hay un hermoso pasaje de la Carta a los efesios donde Pablo habla de su misión de anunciar «la insondable riqueza del misterio de Cristo» y de «iluminar a todos acerca del cumplimiento del misterio que durante siglos estuvo escondido en Dios […] el plan eterno que ha realizado por medio de Cristo Jesús». Es este un plan que nos permite tener «la segura confianza de llegar a Dios, mediante la fe en él». Y es interesante destacar que, más adelante, añade ese mismo pasaje: «Por este motivo, me pongo de rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra»[5].
Toda paternidad humana encuentra su origen, su verdad, su finalidad en la paternidad de Dios. Solo volviendo a Dios, la paternidad humana puede encontrar su sentido y ejercerse de manera justa y fecunda. El trabajo social y psicológico en este campo es necesario y loable, pero puede ser insuficiente.
[1] Elogio de la mujer perfecta en el libro de los Proverbios, 31, 10-31.
[2] Ml 3, 23-24.
[3] Lc 1, 16.
[4] Cf. Jn 1, 12.
[5] Ef 3, 14-15, y antes Cf. 9 y ss.
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