era el sentido de culpabilidad. Él había sido, sólo él, quien había abandonado a una joven destrozada en una ciudad extraña y desconocida para ella, cuando un hombre debería haberse comportado de otro modo si tuviera honor. Si pudiera dar marcha atrás lo haría. Si le fuera posible volver a aquel momento la habría protegido, manteniéndola a salvo, dejando como rastro un incidente insignificante que apenas provocaría una arruga en el tejido de la vida de Eleanor Dromorne.
Pero lo que en realidad había ocurrido… ni siquiera quería pensar en lo que habría ocurrido una vez descendió del coche que puso a su servicio aquel día.
Con un suspiro miró a los ojos de Honour Baxter, la esposa de su anfitrión.
—Es hermosa, ¿verdad?
Tenía un acento francés muy marcado.
Cristo se dio cuenta de que hablaba de lady Dromorne e intentó recomponer su expresión.
—Desde luego.
—Pero yo creo que triste también. Una flor joven que aún no ha tenido ocasión de abrirse.
Él no contestó.
—Conocí a su madre, ¿sabéis? Una mujer melancólica, constantemente preocupada por su salud. Eleanor era diferente: vibrante y llena de vida de un modo distinto a las jóvenes de su edad. A veces me he preguntado qué debió ocurrir para que esa… pasión se domesticara de tal modo.
Recordó cómo sus piernas se acariciaban, cómo le había mordido la base del cuello… ¡pasión, pasión, pasión!
¿Qué habría ocurrido tras su marcha? ¿Dónde habría conocido a Dromorne y por qué se habría casado con un hombre que tenía edad para poder ser su padre?
¡Pues por necesidad! La respuesta le llegó sin tapujos y le pareció tan clara que sin duda tenía que ser la verdad.
¿Habría echado a rodar los dados y tentado a la suerte? Un hombre de cierta edad podía no darse cuenta de que no era doncella y esa mentira podía arrebatarle le alegría de vivir a cualquiera. Como así había sido.
Una vida sin pasión.
¿Ahora? ¿Por su culpa?
La horrible verdad a punto estuvo de hacer que diera con sus huesos en el suelo y la primera punzada de dolor en la cabeza no tardó en llegar.
Que dios la asistiera… Cristo Wellington estaba allí, en la misma habitación, apenas a unos metros de distancia y hablando con la esposa del anfitrión, Honour Baxter, una francesa que llevaba ya muchos años viviendo en Londres.
Entrelazó los dedos con los de su marido y él le dio unas palmadas en el dorso de la mano; allí se quedó, con su collar nuevo de turquesas brillando a la luz de un hermoso candelabro que colgaba por encima de sus cabezas y que la iluminaba como si fuera un insecto al que quisieran estudiar. Cuando la mirada de Cristo Wellingham encontró de pronto la suya la dirigió hacia otro lado y por primera vez desde hacía mucho tiempo maldijo entre dientes. Sintió un escalofrío en los brazos al ver que se acercaba y se preparó para saludarlo.
—Lord Cristo, creo que no conocéis al conde de Dromorne y a su encantadora y joven esposa, lady Dromorne.
Anthony Baxter hizo las presentaciones y Martin le tendió la mano mientras que Eleanor se limitó a inclinar levemente la cabeza, ya que su título y su sexo le permitían ser tan glacial como deseara.
—Mi esposa se ha alegrado enormemente de la vuelta de lord Cristo de París ya que así tiene a alguien con quien recordar la belleza de una ciudad que lleva mucho tiempo en su corazón. ¿Pasasteis vos mucho tiempo allí, lady Dromorne?
—Me temo que no.
—En ese caso, debéis animar a vuestro marido y hacer un viaje hasta allí, querida. Primavera es la mejor estación para visitarla y disfrutar de su belleza, ¿no es así, milord?
—Yo me tomo la libertad de disentir. Para mí es el invierno la estación que más realza su belleza.
Unos ojos oscuros como saetas se clavaron en los de ella y tuvo la impresión de que la estancia se movía un poco. Tuvo que apoyarse en la silla de su marido para que el bucle en el tiempo que la había atrapado la soltara pronto y pudiera olvidarse de las campanas de las iglesias y de un hombre que llevaba demasiados anillos. ¡El peso de años de aventura reflejado en su ropa y en el mobiliario de su habitación!
Disimuladamente le miró las manos. Desnudas. Otra diferencia más. Sin oro y sin plata, pero con la misma sensación de temeridad que antes, palpitando en su estatura, su porte y la áspera belleza de su rostro.
—¿Habéis vivido mucho tiempo en París?
La pregunta de Martin sonó tranquila.
—Demasiado.
La respuesta de Cristo Wellingham no tenía tanta templanza y Eleanor se preguntó si su marido habría notado la ironía, pero le pareció que no porque su siguiente pregunta fue más directa.
—A mí me gusta particularmente la zona de alrededor del Louvre. ¿Dónde vivisteis vos?
—Cerca de Montmartre.
Anthony Baxter tosió al oír mencionar un nombre que hacía referencia a los peligros de la noche. Era el modo que tenía un caballero inglés de buscar un tema más apacible y Eleanor se preguntó si no habría visto una sonrisa en los labios de Cristo antes de que hubiera tenido oportunidad de ocultarla.
El alivio que experimentó fue brutal cuando Honour Baxter la tomó por el brazo para llevarla a que admirase un tapiz que hacía poco que había terminado.
«Mon Dieu», pensó Cristo cuando le sirvieron el sexto plato de aquella cena interminable, la combinación inglesa formal de chuletas de cordero, pollo frito y langosta. Más sabrosa de lo que la recordaba, y más pesada.
Ojalá hubiera estado sentado cerca de Eleanor Westbury, pero no podía estar más lejos, y la conversación de los comensales que se habían repartido en pequeños grupos ni siquiera le permitía oír sus opiniones.
Menos mal que el vino era bueno, aunque le estaba provocando el habitual dolor de cabeza, y decidió cambiar al agua. Curiosamente la mano le tembló al llevarse la copa a los labios y bajo la ropa estaba empezando a sentir un sudor frío. Decidió servirse un poco más y el líquido pareció calmarle un poco el estómago.
Cuando más tarde los hombres se unieron por fin a las mujeres en el salón, reparó en que Eleanor estaba sola junto a la ventana que había al otro lado de donde él estaba y decidió acercarse a ella, eso sí, con cuidado de no tocarla.
—Quería disculparme por mis palabras del otro día. Tuvisteis razón al reprenderme por ellas.
Eleanor no contestó, aunque el hielo que parecía empañar su mirada dejó paso al más absoluto azul.
—Sois la mujer más hermosa de toda la ciudad de Londres, aunque supongo que no soy el primero en decíroslo.
—Quizá, milord, hayáis consumido demasiado vino por el que es famosa la mesa de los Baxter.
—¿Tan errado creéis que es mi juicio?
El labio inferior le tembló.
—Errado e imprudente —contestó sin artificio, llevándose la mano a las enormes turquesas que le adornaban el cuello.
—Vuestro esposo debe haber…
Ella no le dejó terminar.
—Mi esposo tiene muchos otros asuntos importantes de los que ocuparse y sabe que las lisonjas vacías no son de mi agrado.
—Si fueran vacías nunca las habría pronunciado.
Tuvo que apoyarse en el alféizar. Se sentía mareado. Dios, aquel ataque era peor que los demás, tanto en intensidad como en rapidez.
El dolor que sentía en las sienes le nubló la visión y la estancia quedó sumida en una especie de halo