intentaba taponar la herida que tenía en la garganta. Una botella vacía de coñac hablaba de otra noche de excesos. Juventud salvaje y moral aún más, y las consecuencias no existían en el desbordado comportamiento de la adolescencia de Cristo. Hasta que ocurrió lo de Nigel…
—Mi padre se mató al año siguiente —su voz sonó de nuevo cargada de culpa—. Sabed que ya os habéis llevado una buena parte de la felicidad de mi familia.
Cristo movió la cabeza. Se había quedado sin palabras y sin pensarlo estiró el brazo para poner su mano sobre la de ella. El segundo error más grande de toda su vida.
Fue como si una corriente de electricidad le recorriera el brazo y alcanzase lo más profundo de su alma, llenándola de necesidad, lujuria, urgencia y calor.
Rápidamente la apartó y al hacerlo la miró francamente a los ojos. Se había quedado completamente pálida y los libros se le resbalaron de las manos y cayeron al suelo con estrépito.
Todo el mundo los miró: el bibliotecario con sus gruesas gafas, las dos mujeres que había junto a la puerta y el grupo de hombres que leía los periódicos del día. Sin embargo, y en lugar de agacharse a recoger los volúmenes caídos, se quedó paralizado contemplándola y recordando.
Recordando cómo la había sentido bajo su cuerpo, tumbada sobre aquel terciopelo de color vino mientras él enardecía sus sentidos. Recordó su abandono, su seducción, su humedad.
—¿Puedo ayudarle, señor? —el bibliotecario estaba junto a él—. ¿Estáis bien, lady Dromorne?
Tuvo que aplaudir la sangre fría de Eleanor, que se volvió al bibliotecario con una sonrisa.
—Estoy perfectamente, señor Jones, gracias. Este caballero me estaba preguntando acerca del sistema de préstamos de la biblioteca. Es nuevo en Londres y al parecer desearía hacerse socio.
El rostro del bibliotecario se iluminó considerablemente.
—Si me acompaña al mostrador, señor, estaré encantado de ponerle al corriente de los detalles.
Cristo se levantó, tal y como había hecho ella, y la luz de la sala brilló en su anillo de casada mientras se arreglaba el sombrero. Cada vez se alejaba más de la mujer que había conocido en París. Casada. Feliz.
No pudo hacer otra cosa que verla marchar, ocultando en un bolsillo la mano con que la había tocado, apretando en el puño sus remordimientos.
No debería haber ido, ni haberse citado con él a solas, ni haber permitido que la tocase porque ahora el chantaje era la menor de sus preocupaciones.
Se había sentado en un rincón de Hyde Park bajo los árboles a disfrutar de cómo el verano se iba colando en el parque, casi siempre húmedo y neblinoso, aquel día brillante de sol. El corazón le latía a un ritmo que sólo había sentido una vez y había necesitado aquel corto instante para recuperarse.
Olvidado. Vivo. Decadente. Desmedido.
La edad y la impotencia de Martin habían sido la razón por la que había aceptado su proposición de matrimonio y la base sobre la que se asentaba su felicidad con él y que hasta el momento no se había puesto en cuestión.
Hasta que la mano de Cristo Wellingham había desatado una sensación innegable en su cuerpo. Como el agua en un desierto, capaz de crear vida donde no la hay, el caos había reverdecido imparable y se había dispuesto a golpear como lo hizo en el pasado.
¡Pues no iba a permitirlo!
Martin prefería la vida tranquila y no lo inesperado.
«Una existencia pacífica es en resumen una vida feliz» le gustaba decir, y tras la debacle de París, tal sentimiento le había resultado muy atractivo, recordaba mientras retorcías las delgadas asas de su bolso. No miró a nadie de quienes pasaban ante ella y permaneció allí sentada intentando calmarse.
—¿Lady Dromorne?
Eleanor alzó la mirada. Lady Beatrice-Maude Wellingham se había detenido ante ella.
Estirando las arrugas de su vestido, Eleanor se levantó. Apenas conocía a Beatrice-Maude Wellingham y cuando la mujer le pidió a su doncella que se separase de ellas sintió crecer la preocupación.
—Me alegro mucho de encontraros aquí, lady Dromorne, porque hay un pequeño asunto del que deseo hablaros y que me tiene bastante preocupada.
Eleanor la invitó a tomar asiento a su lado.
—En ese caso, espero poder seros de alguna ayuda.
—Es un asunto relacionado con mi cuñado, Cristo Wellingham.
El nombre quedó suspendido entre ambas como una daga fuera de su vaina, afilada y brutal, y Eleanor se quedó sin palabras.
—Como es posible que sepáis, ha vuelto a casa tras muchos años en el extranjero y como familia nuestra que es nos gustaría que se decidiera a quedarse a vivir entre nosotros. Es en ese sentido en el que busco vuestro consejo.
—¿Mi consejo?
Las palabras le salieron apenas sin sonido y Beatrice-Maude la miró con extrañeza.
—Quizá no sea el mejor momento para preocuparos con nada —dijo—. Quizá nos os encontréis aún recuperada tras lo del otro día en el teatro…
—No, no; estoy completamente recuperada.
Eleanor percibió pánico en su propia voz y ante la pregunta que veía brillar en los ojos de aquella mujer.
—Muy bien. En ese caso es que ha llegado a mi conocimiento el hecho de que vos podéis tener cierto interés en que mi cuñado no se instale definitivamente en Inglaterra.
—¿A vuestro conocimiento?
Todo lo que se temía estaba aflorando a la luz. ¿Habría confiado Cristo Wellingham todo lo ocurrido a su familia?
—A través de varias fuentes, y la mayoría de toda confianza.
Aquella mujer parecía no tener ni idea del horror que estaba consumiendo a Eleanor.
—No obstante soy consciente de que la situación puede ser bastante dificultosa para vos, pero confiaba en que la claridad podría persuadiros para que considerarais los hechos como nosotros los vemos.
—¿Cómo pueden verlos?
—Han pasado muchos años y su delito fue sólo fruto de la pasión…
¡Sólo de la pasión!
Eleanor ya había oído bastante y se puso en pie.
—¡No sé por qué habéis querido hablar de este asunto conmigo, lady Beatrice-Maude, pero os ruego que os marchéis! La verdadera naturaleza de mis relaciones con vuestro cuñado es algo de lo que no deseo hablar, y si insiste en destrozar mi reputación, que no os quepa la menor duda que me enfrentaré a él hasta con mi último aliento. Tengo una hija a la que considerar, y cualquier difamación que vuestro cuñado pueda hacer de mi carácter resultará contestada vehementemente en cualquier foro. Puedo añadir que las riquezas de mi esposo no tienen fin y que llevar cualquier asunto ante los tribunales de justicia sería prohibitivamente costoso.
—¿Sus difamaciones? —Beatrice-Maude parecía aturdida—. Yo no hablaba de sus difamaciones, sino de las vuestras. Sé que estuvo relacionado con el escándalo que envolvió a la muerte de vuestro hermano y había pensado intentar calmar las aguas y encontrar una solución a tal pérdida.
—¿Mi hermano? —el mundo volvió a girar—. ¿Estáis hablando de Nigel?
—Por supuesto. Me dijeron en aquel momento que Cristo fue responsable de su accidente.
—Entiendo.
Eleanor tragó la bilis que tenía en la boca. Dios Santo… el miedo le había hecho interpretar la situación de un modo completamente equivocado, y había dicho cosas que no había admitido nunca ante nadie. Apretó las manos. BeatriceMaude Wellingham