Sophia James

Noche prohibida - Delicioso engaño


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la frivolidad de la velada.

      Qué absurdo. No podía ejercer dominio alguno sobre aquella pequeña puta y exigirle algo sería una estupidez. Pero la ira no se disipaba, como tampoco el deseo. No podía dejar de contemplar la cama deshecha, el cobertor que le había proporcionado calor revuelto, arrastrando por el suelo. Vacío.

      Sólo quedaba su olor, mezclado con el del alcohol. Respiró hondo para sentirla cerca de nuevo pero se detuvo.

      No. Su asociación con Beraud sólo podía ser peligrosa para ambos. Sin pararse a pensar tiró de las sábanas y las lanzó al fuego de la chimenea. Mejor tenerla sólo en el recuerdo. Conservar su encanto. Su inocencia. Su juventud. Ojalá supiera su verdadero nombre.

      Metió el medallón en una caja de objetos varios que guardó al fondo del cajón de su escritorio y estaba decidido a apartarla de su pensamiento cuando llamó su atención algo que brillaba con más intensidad que la tela.

      Una carta. A punto de ser devorado por el fuego vio que el sobre estaba dirigido a él. Rápidamente agarró el atizador, sacó lo que quedaba y lo pisoteó para apagarlo.

      Sólo unas cuantas palabras eran legibles en la página que iba dentro, pero le encogieron el corazón: Nigel. Asesinado. Culpable.

      Sólo podía tratarse de un chantaje, y volviéndose a la pared la golpeó con un puño hasta que le sangraron los nudillos.

      Cuatro

      Londres, junio de 1830

      Martin Westbury, conde de Dromorne, dejó a un lado el periódico y miró a su esposa.

      —Fíjate lo que acabo de leer, Eleanor. Parece ser que el más joven de los hermanos Wellingham ha vuelto del continente con fortuna y un título para residir en Londres. Dicen que está buscando casa en el campo. ¿Crees que podría gustarle la de Woburn? Es una propiedad que podría encajar con un hombre como él.

      Eleanor reflexionó un instante.

      —Sé bastante poco de los Wellingham. ¿Viven por aquí?

      —No, querida. Falder Castle está en Essex. De hecho, me sorprende que no pretenda adquirir una propiedad allí. Según el diario se dedica a la crianza de ganado y es un experto en équidos.

      El sonido de unas risas interrumpió su conversación y las sobrinas de Martin, Margaret y Sophie, entraron en la estancia.

      Con diecisiete y dieciocho años respectivamente eran la viva imagen de la belleza, ambas vestidas de una muselina amarilla que flotaba levemente a la brisa de aquel día del verano que comenzaba. Su estancia de un mes en Londres con Diana, su madre, las había llenado de energía.

      —Lo pasamos de maravilla anoche en el baile de los Browne —dijo Sophie y su voz tenía tal tinte de excitación que Eleanor sintió curiosidad.

      —Cristo Wellingham es el hombre más guapo que he visto en todo Londres, y se viste con ropa que le traen expresamente de París. ¿Lo conocisteis durante vuestra estancia allí?

      Eleanor se quedó un instante inmóvil, perdida en aquella noche de invierno de 1825.

      —Estaba demasiado ocupada conmigo para tener tiempo de conocer a nadie, Sophie —respondió Martin, y fingió sentirse ofendido cuando las chicas se echaron a reír.

      —Todos sabemos que siempre fuisteis su ojito derecho, tío Martin —bromeó Margaret—, pero supongo que no por eso se quedaría ciega.

      Eleanor tomó la mano de su marido en la suya. Le gustaba su familiaridad y su calor.

      —Tus sobrinas son jóvenes y por lo tanto frívolas, y la poca consideración que les merece la valía de un hombre da sobrado testimonio de ello.

      —Qué cruel sois —respondió Sophie—. Pero vuestro insulto debería aplicarse a otras jóvenes que estaban ayer también en el baile.

      —¿Y cuándo volverá a prodigarse en público ese semidiós? —bromeó Martin.

      —Esta noche, en el Theatre Royal Haymarket. Representan una comedia de James Planché. Dicen que es muy buena.

      —¿Qué te parecería que fuéramos?

      La voz de Martin parecía más fuerte de lo que lo había estado en mucho tiempo, pero Eleanor contestó que no con la cabeza. Algo no iba bien, estaba segura, pero aún no había conseguido identificar la causa.

      —Por favor, Eleanor. Hace años que no salimos todos juntos y si Martin se siente con ganas…

      —¡Pues claro! Nuestro palco lleva mucho tiempo vacío y estoy seguro de que también tu madre disfrutará de la salida, Sophie.

      Cristo contemplaba cómo la lluvia caía sobre Hyde Park desde la ventana de su casa. El aguacero de verano estaba borrando los caminos que lo atravesaban.

      Se llevó a los labios el coñac que se había traído de París y tomó un buen trago directamente de la botella. Sus hermanos no tardarían en llegar y necesitaría todo el apoyo del que pudiera hacer acopio. Ojalá consiguiera dejar de preocuparse por lo que pudieran querer decirle, pero su loca juventud le había alienado completamente y lo más probable era que se hubieran sentido tan aliviados como se sintió su padre cuando supieron que se marchaba de Inglaterra. En la primera carta que recibió de su padre nada más llegar a París, su progenitor se aseguraba de que comprendiera que volver al seno de la familia ya no era una opción para él. El recuerdo aún le dolía, pero lo dejó a un lado. No podía ya hacer nada al respecto y lo hecho, hecho estaba.

      Otra ficción. Otro engaño. Inglaterra y sus aires y expectativas le empujaron a tomarse otro buen trago de coñac, y aún otro más. No debería haber vuelto, pero diez años en suelo extranjero le habían parecido toda una eternidad y el corazón verde y suave de Inglaterra le llamaba incluso en sueños.

      —¿Qué capa desearéis esta noche, milord? ¿La negra o la azul oscura?

      Milne, su mayordomo, le mostraba una capa en cada brazo.

      —Creo que la negra. Y no me esperes levantado hoy. Llegaré tarde.

      —Ayer dijisteis lo mismo, milord. Y antesdeayer.

      Cristo sonrió. La fragilidad de Milne le tenía preocupado, pero el anciano tenía demasiado orgullo para aceptar la generosa cantidad de dinero que Cristo había intentado hacerle aceptar para que se retirara. A él también le había avejentado París. Una culpa más descansando sobre sus hombros que añadir a los tratos oscuros del Château Giraudon, sórdido pago a la devoción, la lealtad y la fe que Milne tenía en él. Era un gran alivio poder dejarlo todo atrás.

      —Mis hermanos no tardarán en llegar. Cuando lo hagan, acompáñalos hasta aquí, te lo ruego.

      —Sí, milord.

      —Y por favor, pídele al ama de llaves que tenga preparado un té.

      —Sí, milord.

      Colocó la botella de licor dentro de un armario y cerró las puertas. El alcohol era uno de los factores de su distanciamiento y no quería que resultara demasiado evidente. El té le pareció un sustituto aceptable.

      La corbata que llevaba al cuello le parecía tan selecta como el chaleco azul marino que lucía sobre la camisa blanca inmaculada. Las botas nuevas le hacían daño en los talones.

      —Asher Wellingham, duque de Carisbrook, milord —anunció Milne—, y su hermano lord Taris Wellingham.

      Cristo se levantó cuando los dos hombres entraron en la habitación. Taris tenía una cicatriz que partía del párpado izquierdo inferior y aquella fue la primera causa de preocupación para Cristo, aunque no dio muestras de ello. Sus hermanos parecían mayores y endurecidos. Ambos lo miraban serios.

      —Así que de verdad has vuelto.

      Ashe nunca se andaba por las ramas.

      —Eso parece