Sophia James

Noche prohibida - Delicioso engaño


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      Ella siguió sin querer hablar, pero al ver unos reflejos de culpabilidad brillar en sus ojos claros sintió que su sentimiento de culpa crecía también.

      —No sabía que no habíais conocido varón — le dijo intentando explicarse—. En este lugar nunca hay inocentes y cuando me he dado cuenta de que vos lo erais, ya se había hecho demasiado tarde.

      A duras penas podía calificarse de disculpa, pero no era capaz de nada más.

      —En ese caso, ¿me dejaréis marchar, monsieur?

      Ojalá la hubiera sacado de allí antes de que la necesidad de su cuerpo hubiera sido ingobernable.

      —¿Dónde están vuestras ropas?

      —Abajo. Tomé una copa… más de una.

      —¿Llegasteis con las… con otras mujeres? Ella asintió.

      —¿Y la cadena?

      —Se la regaló a mi tía un caballero inglés al que había servido bien. Una baratija que no era de su gusto. A mí sí me gustaba y ella me dijo que si la acompañaba esta noche podría quedármela, si la noche salía tal y como esperaba…

      —¿Vuestra tía es una de las mujeres que hay abajo?

      Ante tal explicación Cristo apretó el medallón en la mano y sintió que el escudo de armas labrado en él se le clavaba en la palma. ¿Era posible tal coincidencia? Tras casi una vida de engaños sabía que no podía ser el caso. ¿Conseguiría hacerla hablar ahora que estaba ya más sobria? El corazón le latía desaforado al preguntarse lo que Beraud podía haber intuido sobre el significado que ocultaba aquella divisa.

      «Sigue hablando», se dijo Eleanor cuando la niebla de la bebida que le habían obligado a ingerir empezaba a despejarse y comprendía que tenía que sobrevivir. El terciopelo oscuro de sus iris se había vuelto más intenso. Sólo era para él una prostituta que comerciaba en un mercado al que podía acudir en innumerables ocasiones puesto que la mercancía podía ofrecerse muchas veces, tan poco valiosa la primera vez como la vigésima.

      Tenía que intentar ver si aún podría salir de allí con su nombre intacto.

      —No creo ni una palabra de cuanto decís. ¿Trabajáis para Beraud?

      —¿Beraud?

      —De la policía de París. El hombre que os envió a mi habitación.

      —No sé quién es. Yo vine aquí con mi tía y… Le impidió seguir hablando con tal sólo alzar la mano.

      —Mentís, mademoiselle, y quiero saber por qué. O a lo mejor preferís uniros a los de abajo y continuar con vuestro comercio —sugirió, levantándose de la silla y acercándose a la ventana—. Podríais obtener unos ingresos extras con el tipo que os trajo aquí. Sin duda se mostraba muy interesado.

      El miedo se hizo palpable en su voz.

      —Creo que preferiría quedarme con vos, monsieur.

      Su sonrisa estaba desprovista de humor.

      —Tened cuidado, ma cherie, de expresar tales deseos, porque son muchos en este juego los que no os ofrecerán el lujo de daros a elegir.

      Eleanor apretó los puños bajo el edredón. «Como vos no me lo habéis dado». Estuvo a punto de decir.

      Una perdida.

      La palabra había quedado escrita con la sangre que había manchado las sábanas y la risa que provenía del piso de abajo parecía burlarse del silencio que había entre ellos, de la extrañeza. Le vio tomar una copa para volver a dejarla boca abajo, sin usar.

      Isobel la había puesto sobre aviso de la intemperancia de los hombres como aquél cuando llegó a París, pero las cautas advertencias de su amiga habían quedado sepultadas por la necesidad. Su abuelo le había dado instrucciones para que se asegurara de que aquella carta llegase a las manos adecuadas.

      —El conde de Caviglione en el Château Giraudon. Entrégale este carta sólo a él, hija mía— le había dicho una y otra vez, mientras su vida se apagaba—. Sólo a él. Prométeme que lo harás así, porque es un buen hombre, en el que se puede confiar y necesita saber la verdad.

      Con qué inocencia se había imaginado que podría sin más plantarse ante la puerta del Château Giraudon y preguntar por su señor, o esperar la dignidad y el decoro que los hombres honorables de la corte de Inglaterra le habrían dispensado. Su vestido estaba un poco ajado, pero la peluca era de las mejores y se la había comprado justo antes de salir de Londres. Quizás se debiera a la presencia de las mujeres instaladas allí, sus ropas de colores y sus generosos bustos lo que había provocado la ilusión de algo que allí, en París, debía ser normal.

      Les había costado menos de una hora a la gente de la planta baja conseguir que bebiera más coñac que en toda su vida junta mientras esperaba, esforzándose por no mostrar el nerviosismo que sentía.

      Dios, si el conde hubiera aparecido antes le habría entregado la misiva y se habría marchado sin más como pretendía. Una nieta fiel a su abuelo que cumplía con una de sus últimas voluntades. ¿Y ahora? No se atrevía a hacer nada que pudiera despertar todavía más las sospechas de aquel hombre con todo lo que había pasado entre ellos, porque si llegase a descubrir su verdadero nombre…

      La incipiente luz del amanecer le iluminaba el perfil. Era casi tan joven como ella, y al menos eso la satisfizo un poco.

      —¿De dónde sois?

      Sus palabras contenían la desconfianza y la precaución de alguien acostumbrado a la traición. Le vio posar la mano derecha sobre el muslo y reparó en que le faltaba el dedo meñique.

      —¿Habláis inglés?

      Había cambio de idioma y su acento era pura aristocracia. El cambio la hizo ponerse a la defensiva ante aquel velo de misterio que ocultaba la verdad. ¿Quién era? ¿Por qué le preguntaba eso? Tragó saliva antes de contestar.

      —Pardon, monsieur, no entiendo lo que dice. Intentó que sus palabras sonaran con la cadencia de las criadas de Bornehaven, el francés provenzal tan fácil de imitar. Las líneas de sus hombros se relajaron.

      —El sur queda muy lejos de París, ma petite. Si necesitáis dinero para volver a casa…

      Saltaba con suma facilidad del inglés al francés.

      Contestó que no con la cabeza. Aceptar dinero sería quedar en deuda, y ya que carecía de cualquier cosa que sirviera para comerciar excepto su cuerpo, tenía que andarse con cuidado.

      —Pues si estáis decidida a quedaros en la ciudad, a lo mejor podemos llegar a un acuerdo vos y yo.

      El fuego de su mirada la estaba calcinando.

      Eleanor se apretó contra el cabecero de la cama cuando le vio acercarse.

      —¿Acuerdo?

      —Vuestro modo de trabajo es, digamos… inseguro. Yo podría ofreceros un futuro menos incierto.

      —¿Incierto?

      Él se echó a reír. Tenía unos dientes muy blancos y Eleanor reconoció el poder de la belleza, intenso e innegable, que los ojos de él parecían definir con arrogancia y autoridad. No era un hombre al que se pudiera tomar a la ligera, pero no era el exterior lo que la tenía casi hipnotizada, con una especie de tristeza oculta tras el desenfado con el que se comportaba.

      Se detuvo frente a ella y le pasó el pulgar por la mejilla. Sin fuerza. El corazón se le aceleró.

      —Aunque si de verdad deseáis que pare, mademoiselle, lo haré.

      Y hablaba en serio. El honor afloraba en los lugares más inesperados, se dijo, y el silencio se extendió entre ellos.

      Debería apartarse. Debería decir que no con la cabeza y ponerle punto final a todo, pero estaba presa de sus ojos, con los pezones endurecidos y el deseo agarrado al