Sophia James

Noche prohibida - Delicioso engaño


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que hace un cesto, hace ciento, se dijo.

      ¿Qué más daba cuando la urgencia que sentía su cuerpo era irresistible y el daño ya era irreparable?

      No se inmutó cuando él apartó la sábana para dejar sus pechos al descubierto, el frío sumándose al deseo.

      La colcha era de color vino cosida con hilo de oro, y sintió sus pequeños montículos cuando él fue deslizando la mano hasta llegar a su cuello. Encima de la cama había una red de gasa sujeta con un lazo a una pieza pintada en plata antigua. Más arriba de todo ello había un espejo que captaba sus movimientos a través de un velo de muselina en el que se podía ver el perfil de sus senos.

      El reflejo del hombre que tenía sentado a su lado, con aquellos ojos tan negros como la noche y su magnetismo le dejaba pocas posibilidades de rechazarlo. El pelo le llegaba más allá de los hombros, era casi de hebras de plata y alargó la mano para tocarlo.

      Él sonrió sin falsa modestia y los distantes sonidos de un París que despertaba les llegaban muy lejos.

      —¿Cuántos años tenéis?

      —Dieciocho.

      Él le hizo volver la pierna hacia la luz.

      —¿Qué es esto?

      Los círculos de piel quemada le dolieron al contacto.

      —Es que no quería que me desnudaran.

      —El pudor en una prostituta es poco habitual.

      —Es que tenía frío.

      Se echó a reír, en aquella ocasión con libertad. De un cajón de la mesilla sacó un paño limpio que untó en un ungüento que tenía en una lata y se lo aplicó cuidadosamente, lo que apaciguó el dolor. Cuando terminó no apartó la mano sino que la deslizó por su pierna. La piel se le erizó.

      —¿Cuánto os han pagado?

      La pregunta fue casi una caricia.

      Ella permaneció en silencio. No tenía la más remota idea de a cuánto podía ascender la remuneración que percibiese una dama de la noche.

      —Lo triplico.

      —¿Y si me niego?

      —No lo haréis.

      Un inesperado griterío la sobresaltó.

      —La fiesta seguirá aún durante algunas horas —le dijo él—. Y las señoritas de Beraud son bastante inquietas. Elegid, ma petite.

      Ella le tomó la mano, delgada y elegante, de uñas perfectas y limpias.

      —Estoy a vuestro servicio, monseigneur. Había oído a algunas de las mujeres de la planta baja utilizar esa frase en los salones del Château Giraudon. Su seguridad radicaba en lo bien que fuese capaz de interpretar su papel, y se humedeció los labios con la lengua del mismo modo que hacían las mujeres de abajo, despacio, mirándolo directamente.

      Sus ojos eran miles de veces más sabios que él, con aquel chocolate derritiéndose sobre destellos de ámbar. El peligro, la distancia y el férreo control, la despreocupación de la juventud a pesar de la amenaza… decidió correr el riesgo con aquellas manos y aquellas palabras de un hombre que no había disculpado los actos de otro que le había hecho daño.

      —En lugar de un pago os pediría una promesa. La escuchaba muy quieto.

      —La promesa de que cuando llegue el día me facilitaréis la salida de este lugar en vuestro carruaje y me dejaréis ir donde me plazca sin hacerme preguntas.

      Él asintió.

      —¿Escaparéis a París, mademoiselle?

      Se limitó a sonreír mientras él apartaba el cobertor y una de las plumas blancas del relleno se salía e iba a parar sobre su vientre. Se inclinó para soplarla y cuando su cálida respiración le rozó la piel sintió que se quedaba sin aliento. Un latigazo de pasión le hundió la cabeza en la almohada e hizo que la sangre le latiera en los oídos, nublando cualquier otra percepción excepto el deseo que le palpitaba por cada poro de la piel.

      —Quizás os esté causando un perjuicio, ma petite, permitiendo que dejéis París y una profesión que parece ser vuestro medio natural —concluyó con una sonrisa descarada, al tiempo que dejaba caer el cobertor de la cama al suelo.

      No debería haber seguido adelante con aquel juego, pensaba Cristo, pero sus palabras ofreciéndole todo habían sido para él un poderoso afrodisíaco:

      «Estoy a vuestro servicio».

      Con veintitrés años que tenía ya no podía decir que fuese un santo, y si el demonio iba a tentarle para que entrase en el infierno, estaba dispuesto a correr el riesgo. Estaba listo y rebosante de deseo, y el perfil de su erección se dibujaba nítidamente en los pantalones de un modo casi… desesperado.

      Ojalá se le hubiera ocurrido ocultarlo, ocultar el poder que ella tenía sobre su cuerpo, pero no podía hacerlo ya; además el reloj había dado las siete y el momento de cumplir su promesa de libertad se acercaba.

      —¿Cómo os llamáis?

      De pronto sintió la necesidad de conocer parte de la verdad.

      —Jeanne.

      Lo dijo tan en voz baja que apenas lo oyó. ¿Jeanne?

      Escribió las letras de su nombre con la lengua en su vientre y luego con un dedo. El vello de su brazo derecho se erizó, y reparó en que no era tan pálido como el de su cabello, sino casi castaño. Vio cómo sus pezones se enardecían al contacto con sus manos y el palpitar de su pulso en la garganta se aceleró bajo las últimas pecas de verano.

      Tan delicada y tan frágil; sólo una muchacha al borde de la edad adulta. Deslizó la mano hacia abajo para llegar a la unión de sus piernas, húmeda, caliente y cerrada.

      Siguió luego por sus muslos y la curva de las caderas, haciéndola reconocer con su exploración lo hermosa que era. No sólo una prostituta, la distracción de una noche o una moneda de cambio.

      Sus labios se entreabrieron y la respiración se le aceleró al volver a acercarse a su centro para abandonarlo en el último momento y no satisfacer aún su deseo. Pero lo sintió. Lo sintió en el modo en que sus caderas se elevaron y su carne se inflamó de necesidad.

      El sudor le perlaba la piel encima de la boca y la frente antes de que acercara los labios a la unión de sus piernas.

      Aquella vez sí que gritó por la sorpresa al sentir que su lengua la acariciaba, paladeando el buen vino que manaba de aquel lugar, y sintió que se aferraba a sus cabellos reteniéndole allí como la llama retiene a la polilla.

      El fuego de la juventud, el sexo y la pasión. La lujuria de cien días de abstinencia y muchos años de cautela. El recuerdo de lo que era sentirse libre. Bebió de todo ello como un hombre que saliera del desierto hasta que lo único que quedó fue ella.

      Su piel. Su olor. La sensación de tener sus manos enredadas en el pelo, reteniéndolo.

      —Jeanne —musitó, y cuando no vio reconocimiento alguno en sus ojos azules, supo que aquél no era su verdadero nombre.

      Pero no podía importarle porque ella estaba allí, y él estaba allí, y su sangre en las sábanas era más real que cualquier falsedad.

      Moldeó sus pechos con la palma de la mano y apretó con suavidad, y su abundancia se escapó entre el pulgar y el índice. En aquello no era una niña.

      Se acercó a su rostro y reteniéndolo entre las manos la besó en la boca, sorprendiéndose a sí mismo con aquel deseo, y cuando su resistencia se hundió, lo sintió como una bendición. Su lengua, sus mejillas, su rostro en las manos volviéndose hacia él, su sabiduría frente a ella, la certeza, la necesidad de poseer, de retener, de afirmar.

      Cuando se desabrochó los pantalones y la colocó en su regazo, ella no se resistió, y sintió el extremo