Sophia James

Noche prohibida - Delicioso engaño


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Eleanor Jane Bracewell-Lowen no era capaz ni de discernir la forma del hombre que la llevaba. La densa niebla gris que la aletargaba le impedía ver la expresión de su rostro u oír la cadencia de sus palabras. El pánico era algo cada vez más tangible para ella, pero aun así intentó vencerlo para moverse y conseguir que la soltara. Vano intento. Nada en su cuerpo obedecía sus órdenes y la pesada peluca hecha una maraña que llevaba añadía una extraña sensación de dislocación.

      ¡Estaba desnuda! Lo sabía porque había sentido las manos de aquel bárbaro en la curva de sus senos y entre las piernas. Unas manos ásperas, embrutecidas de lujuria ante las que ni siquiera había podido volverse y protegerse. Una apatía insalvable se había apoderado de ella, como el aliento de aquel hombre que apestaba a licor y a dientes podridos.

      —Eres demasiado bonita para ser una puta. Cuando acabes aquí, te trataremos como te mereces.

      ¿Puta? ¿Una puta? Aquella palabra atravesó la niebla como una lanza. Eleanor cerró los ojos ante semejante acusación. Era el único movimiento que podía hacer, ya que el vello de los brazos se le había puesto de punta por voluntad propia ante el frío de la noche.

      —Yo… yo no soy… una puta.

      Pero el sonido que salió de sus labios carecía de sentido, ya que era incapaz de otra cosa que no fuera un balbuceo absurdo.

      Una puerta se abrió y por ella salió el calor del interior de la vivienda. Más allá de la oscuridad había un círculo de luz y una figura solitaria sentada a un escritorio, inclinado sobre un pliego de papel.

      —Monsieur Beraud os envía un presente, comte de Caviglione.

      Eleanor reaccionó. ¡Era el hombre que había ido a ver! Quizás él pudiese ayudarla. Si por lo menos consiguiera hablar con claridad…

      Por toda respuesta, silencio.

      —Ha dicho que es nueva en el juego.

      El hombre de las sombras se levantó. Era alto y rubio y su expresión era tan desconfiada como sonaron sus palabras. Tenía los ojos de un castaño intenso.

      —¿Habéis mirado si lleva armas?

      —He hecho mucho más que eso, oui.

      La manta desapareció de pronto y Eleanor sintió que la dejaban sobre una cama.

      —Merde! —el exabrupto se oyó con claridad—. ¿La habéis desnudado?

      —Para que estuviera lista, ya me entendéis. Se dice que lleváis mucho tiempo de abstinencia y la bilis del celibato puede volver irascible a cualquier hombre.

      Unos ojos oscuros la miraron, pero Eleanor no pudo reunir la energía suficiente para protestar.

      —Una puta preparada para su uso, mon comte, aunque si no es de su agrado el regalo, puedo llevármela…

      —No, déjala.

      El hombre rubio alzó una mano y unos gruesos anillos de oro resplandecieron a la luz mortecina de la vela.

      Intentó parpadear, advertirle que todo aquello era un error, pero él apartó en aquel instante la mirada y todo quedó perdido.

      Atractivo. Al menos eso sí lo tenía. Cerró los ojos y se dejó ir en el éter de la inconsciencia.

      Cristo Wellingham esperó a que el criado de Beraud se hubiera marchado para cerrar las pesadas hojas de roble de la puerta.

      Nunca había confiado en las cerraduras, pues alguien bien versado en el arte de abrirlas tardaría un momento en volverlas inútiles. Tampoco confiaba en que Etienne Beraud le hubiese enviado a aquella prostituta como regalo. El tipo era un canalla de doble filo, confidente de la policía francesa y aquel «regalo» era, sin duda, otro de sus intentos por ganarse su favor y beneficiarse del mundo que rodeaba al Château Giraudon.

      Le parecía bastante poco probable que la chica fuese tan inexperta como Beraud decía, a juzgar por su boca de labios carnosos y el exagerado maquillaje. Olía a licor barato y a perfume rancio, de esa clase que vendían en los mercadillos, donde el Boulevard de Clichy moría sobre la Place de Blanche.

      Aun así tenía que reconocer que Beraud había tenido buen gusto, ya que era una joven de gran belleza, con aquella melena larga de rizos rubios que seguramente no era suya, a juzgar por el modo en que brillaba a la luz del fuego encendido.

      Tomó un solo mechón y lo dejó caer sobre su generoso busto de pezones rosados y algunas pecas.

      Pecas. Dios. Inmediatamente dio un paso atrás, asustado de la intensidad del deseo que sintió de pronto. Beraud seguramente tenía sus razones al intentar usar cualquier medio para conseguir cerrar un acuerdo con él, ya que el amplio abanico de gente que pasaba por el château representaba una gran sección transversal de la sociedad parisina, de tal modo que reunir información sería para él infinitamente más fácil.

      La chica se movió en su sueño y el mechón cayó de su seno. El cuerpo de Cristo reaccionó de inmediato y tuvo que aflojarse la ropa. La respiración de la muchacha era silbante y la mirada que había visto en sus ojos azules era como distante.

      ¿Drogas? ¿Vino? A juzgar por cómo le olía el aliento, debía ser lo segundo. Coñac seguramente, y en una dosis demasiado elevada para una mujer de su talla. ¿Y si se moría en su casa?

      La agarró por una pierna y la sacudió rezando por que se despertara. Experimentó un enorme alivio cuando sus ojos volvieron a abrirse.

      —¿Cómo os llamáis?

      No es que aquella información le interesase en particular, pero si seguía hablándole quizás pudiera hacerse una idea de las intenciones de Beraud, y tal y como iba la incursión en política de Foray, podía resultarle más que útil.

      La luz de la vela se reflejaba en sus ojos claros, pero permaneció en silencio.

      Sensual. Mundano. Un gesto voluptuoso y erótico de un hombre acostumbrado al chantaje y la extorsión como medio de encumbrarse en el poder. ¿Por qué allí? ¿Por qué en aquel momento? La elección del momento no podía ser casual y se preguntó qué pretendería ganar Beraud aquella noche metiendo una mujer en su alcoba. Los códices en los que había estado trabajando estaban casi terminados. ¿Habría llegado a oídos de la policía francesa? La mirada de un ojo experto bastaría para desenterrar secretos que debían permanecer ocultos y poseía la experiencia suficiente para saber que los espías eran más eficaces cuanto más inesperada era su forma.

      El reloj de la chimenea dio las once y de los salones de la planta baja le llegó la algarabía de la fiesta: risas femeninas, una botella que se descorchaba y el canto de hombres disfrutando libremente del sexo y el licor.

      En otras ocasiones él había estado entre ellos, regalando avances a cortesanas que recibían con agrado sus atenciones. Pero de todo aquello distaba ya un siglo y el orgasmo había dejado de ser el opiáceo de su vida.

      La muchacha se movió de repente y su olor se volvió penetrante. Era joven para haber sido tan maltratada y el gusto de Beraud en el arte amatorio nunca había sido sencillo. Dos marcas en el muslo izquierdo llamaron su atención: una quemadura con ampollas que parecía no pertenecer a una piel de alabastro como aquella. Cuando se inclinó hacia delante para tocarlas ella no reaccionó, sino que se limitó a mirarlo con los ojos entrecerrados.

      —Combien as tu bu, mon amour?

      «¿Cuánto has bebido, cariño?»

      Un murmullo que no logró descifrar fue su respuesta al volverse hacia él con un gesto claramente incitante en el modo en que dejó caer las piernas. Aquel movimiento fue acompañado por su intenso perfume. Los polvos que llevaba en la cara mancharon de beis sus inmaculadas sábanas blancas y se despreció a sí mismo por el modo en que su mano se negaba a obedecer la orden de dejar de tocarla. El calor de su seducción era un narcótico sin rival y su aura de chica inocente un incentivo más en su medio de trabajo.

      Debería dejarla allí, salir y ordenar que alguien se encargara