sarcasmo de su tono no era agradable, pero ya le habían dicho antes la buena ventura y nadie se había acercado ni de lejos a sus demonios.
—No hablaba de ese viaje —respondió la mujer de Asher—. Hay una mujer que fue importante para vos hace tiempo…
Sus ojos se le clavaron y por un momento Cristo sintió que la cabeza le daba vueltas. Le alegró que Lucy se colara entre ambos para decir que le apetecía estirar las piernas.
Eleanor encontró encantadora la obra y sin embargo la tensión que sentía dentro parecía crecer a cada minuto que pasaba. De pie con las sobrinas de Martin y su hermana Diana, tomando el fresco en el vestíbulo, la columna que tenía a la espalda le proporcionó un agradable apoyo.
Tenía miedo. ¿Miedo? ¿De qué? Tenía el vello de punta cuando Margaret se puso de pronto de puntillas para poder ver algo que había al otro lado de la estancia.
—¡Allí está! Sabía que vendría esta noche.
Eleanor no quiso mirar y Sophie la empujó.
—¡El hermano pequeño de los Wellingham del que te hemos hablado!
La gente que los separaba empezó a dispersarse y pudo ver la espalda de un hombre alto y rubio, con el cabello recogido en la nuca.
Se quedó sin respiración. Había algo en el color de su pelo, en su porte y estatura… algo familiar.
«No. No. ¡No! ¡Que no sea él!»
El hombre en cuestión comenzó a volverse sonriendo a la mujer rubia que llevaba colgada del brazo, y sus ojos oscuros fueron a pararse en los de ella, atravesando la distancia que los separaba de un château en Francia, desnuda, borracha y perdida. Las luces empezaron a apagarse y el suelo, antes sólido bajo sus pies, empezó a moverse, a trazar arcos de horror y negación y algo más que nunca jamás habría admitido.
Se alegró de sentir la mano de Diana en su brazo cuando las rodillas dejaron de sostenerla y el suelo se convirtió en una losa fría contra la mejilla.
La incredulidad más extrema atrapó a Cristo mientras intentaba comprender lo que acababa de ocurrir. Su prostituta virgen de Château Giraudon estaba allí, con un precioso vestido azul, el pelo recogido en un elaborado peinado que la peluca rubia que llevaba en París había ocultado, un tesoro de tonos rojizos, caoba y chocolate.
—Dios mío, es Eleanor Westbury, Emerald — la voz de Beatrice-Maude sonaba preocupada—. Se ha desmayado. ¿Dónde está su marido?
¿Marido? El mundo se volvía cada vez más extraño y sintió la necesidad de adelantarse y simplemente tomarla en brazos, pero la palidez de su rostro había quedado oculta por las cabezas de aquellos que se habían acercado a socorrerla.
Un sofá que había detrás resultó ser un regalo divino al que un hombre joven que debía ser el marido del que había hablado Beatrice la subió. Fogonazos de unos iris color azul zafiro se colaban entre la gente que se había arremolinado en torno a ella cuando un médico que había en la sala se arrodilló a su lado con su maletín de instrumental.
Un momento después, Cristo vio que recuperaba el sentido y que intentaba incorporarse con movimientos torpes. Tragó saliva y oyó que le preguntaban algo. Había sido la mujer de Asher, y a juzgar por su tono de voz había algo más que la dosis normal de curiosidad.
—¿Perdón?
Estaba aturdido. La mujer a la que llamaban Eleanor Westbury no había intentado encontrarle con la mirada sino que había mantenido los párpados bajos, apretando en un puño el abundante vuelo de su falda.
Temblando por el esfuerzo de permanecer inmóvil, Cristo se enfrentó con angustia a la mirada de Emerald Wellingham.
—¿La conocéis?
Contestó que no con la cabeza y a continuación oyó cómo Beatrice-Maude le relataba la historia de lo que estaba ocurriendo a Taris. ¿Por qué lo hacía si la escena se estaba desarrollando igualmente ante sus ojos?
Otra verdad se materializó de golpe: su hermano no podía ver, ni eso ni nada. Miró a Asher para que se lo confirmara y su hermano mayor asintió casi imperceptiblemente.
Al parecer no había allí verdades o descubrimientos insignificantes. El mundo se empeñaba en modificar la inclinación de su eje a fuerza de tiempo y conocimientos: la prostituta francesa que habían dejado en su cama desnuda y dispuesta era nada menos que una dama inglesa casada y su hermano Taris se había quedado ciego.
—Ahora llega Martin Westbury, conde de Dromorne —dijo Emerald, y Cristo lo miró con curiosidad.
El marido de Eleanor, viejo, gris y confinado en una silla de ruedas llegó junto a su esposa y ésta se agarró de su mano con tanta cariño que Cristo se dio la vuelta.
—¿Ése es lord Dromorne? —preguntó sin fineza alguna. A juzgar por su aspecto y el tono macilento y gris de su piel mejor estaría en un sanatorio que allí.
Emerald asintió.
—Sí, y es un matrimonio hecho por amor, porque él es muy rico y la mima constantemente.
¿Eleanor Westbury era una mujer con una posición social que mantener? ¿Una dama de alcurnia y buena crianza a la que nada podía habérsele perdido por los callejones de París?
Fue un alivio que sonara el timbre que indicaba a los espectadores que volvieran a sus asientos.
¿Sería grave el motivo del desmayo? ¿Le habría visto?
Mil preguntas se le agolpaban en la cabeza y entre tanto estupor y tanta incredulidad otra verdad comenzó a materializarse.
Quería volver a verla. Lo deseaba con una desesperación que le hundía las garras en el pecho.
—Ya estoy bien. De verdad, Martin. Estoy bien. No sé qué me ha podido pasar. Puede que algo de la cena no me haya sentado bien.
Su marido le estaba dando tanta importancia a su desmayo que ya no sabía qué decirle. ¡El conde de Caviglione! Cristo Wellingham era el conde de Caviglione, con su cama envuelta en terciopelos y sus espejos cubiertos de gasa.
—Pero tú nunca has estado enferma. Yo creo que ni siquiera te he visto llorar…
Eleanor apretó su mano tanto por gratitud como por aturdimiento. A salvo en su dormitorio, recostada en almohadas de plumas y la chimenea encendida para disipar el fresco de la noche, todo seguía estando en su sitio. Normal. Predecible. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que pudiera ocurrir al día siguiente.
Por el momento estaba a salvo. En casa. A resguardo de la culpa que había mantenido controlada durante cinco largos años.
Cuando llegase la mañana un nuevo asunto podía correr de boca en boca por los mejores salones de Londres. Historias sobre estupidez y deshonor, de cómo las jóvenes alocadas podían perder su reputación.
Respiró hondo y continuó contestando a las preguntas de su marido como quien no tiene grandes preocupaciones, y sintió un enorme alivio cuando él le besó la frente y salió de su cámara para irse a descansar a su propia alcoba.
Cuando la puerta se cerró, apagó las velas y se levantó de la cama, descorrió las cortinas, abrió las ventanas y dejó entrar la luz de la luna y la brisa. Se sentía más libre en la oscuridad y fue un alivio notar la brisa fresca por encima del calor de la chimenea. Martin sentía el frío de un modo desconocido para ella, ya que su inmovilidad añadía complicaciones a los problemas de circulación que padecía.
Tenía la frente sudorosa. Las revelaciones de la velada habían venido acompañadas de una acuciante sensación de peligro.
Cristo, el tercer hijo del fallecido duque de Carisbrook, ¿era el conde de Caviglione?
¿La habría visto? ¿La recordaría? Llevaba el pelo más corto que cuando lo conoció en París y sus ropas eran muy distintas, pero la fuerza que emanaba de su persona era la misma: magnética, peligrosa, amenazadora.