Sophia James

Noche prohibida - Delicioso engaño


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      Por fin fue Beatrice-Maude quien lo hizo.

      —Creo que debo marcharme.

      —Creo que sí.

      Eleanor ya no podía seguir mostrando buenos modales. Enfrentarse a dos Wellingham en el mismo día era agotador.

      Vio que la mujer hacía ademán de echar a andar, pero que aún se volvía.

      —Podéis contar con mi discreción, lady Dromorne. No le hablaré a nadie de esto —le dijo con suavidad, como si fuera consciente de la importancia de no revelarlo.

      —Un detalle que os agradeceré eternamente, lady Beatrice-Maude.

      Eleanor no se levantó y esperó a dejar de oír sus pasos para alzar la mirada. El viento había cobrado fuerza y alzó varias hojas en el aire.

      Estúpida. Estúpida. Estúpida.

      ¿Podría confiar en aquella mujer? ¿Mantendría su palabra y guardaría silencio? El lazo de sangre lo dificultaba más, y habiéndolos visto en grupo la otra noche tenía la impresión de que eran personas solidarias. ¿Hasta qué punto lo serían?

      Cuando Martin la llamó poco después de que llegase a casa, media hora más tarde, se pellizcó las mejillas para darles color antes de presentarse ante él, porque nada de lo ocurrido debía llegar a conocerse, ya que su salud era muy frágil.

      Le ofreció su mano y le besó cariñosamente en la mejilla apoyándose en los brazos de su silla de ruedas.

      —¿Cuándo estará en casa Florencia? La gobernanta ha dicho que aún no ha vuelto.

      —No tardará, creo yo. Tu hermana se la ha llevado a dar un paseo.

      —Estás pálida.

      —He estado sentada en el parque, leyendo, y hacía un poco de frío. Lady Beatrice-Maude Wellingham se ha detenido un momento a preguntarme cómo estábamos.

      Qué fácil era desdibujar la verdad cuando toda tu vida dependía de ello.

      Él le apretó la manos.

      —A veces me preocupa pensar que conmigo tu vida es demasiado aburrida, querida.

      No le dejó seguir hablando de ese modo y le bastó poner la mano en su mejilla para que él se callara.

      Por encima de la barba incipiente de ocho horas notó cómo su carne había menguado.

      Estaba más delgado. Mayor. Más cansado.

      Él volvió a entrelazar los dedos con ella. Era un hombre bueno, un hombre de honor, una persona muy alejada de la clase de marido que habría tenido que aceptar si se hubiera hecho pública su situación.

      Era la mujer más afortunada del mundo y el sacrificio de la intimidad marital era el pago que debía hacer a cambio de la respetabilidad, no iba a desear otra cosa.

      Mientras él seguía acariciándole el dorso de la mano pensó en cómo era posible que el simple contacto de la mano de Cristo Wellingham hubiese provocado en ella una reacción tal que se le había extendido por el cuerpo como pólvora.

      —Me gustaría organizar una fiesta, Taris, para celebrar el regreso de Cristo.

      Beatrice cruzó los pies con los de su marido. Ambos estaban ya en la cama aquella misma noche y su calor le resultó muy agradable.

      —No sé si le gustaría tal cosa —contestó Taris, riendo—. Desde luego a mí no me gustaría. Además, como aún no tenemos ni idea de por qué ha decidido volver a Inglaterra. Puede que sólo haya venido a restregar por el barro nuestro apellido como ya hizo en otra ocasión y quiera marcharse en cuanto la rutina diaria de la vida le aburra.

      —Es tu hermano, Taris. Pase lo que pase, tienes que intentar arreglar las cosas con él o resignarte a pasar toda la vida lamentándolo.

      —Asher preferiría construir un muro más alto y echarlo de la familia para siempre. Los pecados de su pasado no han sido una bagatela y cuando se marchó la última vez las discusiones entre nuestro padre y él eran muy virulentas. Fue un joven salvaje, sin límites, aunque Ashborne siempre mantuvo cierta distancia con él, lo cual puede que empeorase las cosas.

      —Pero no es una mala persona.

      Él sonrió.

      —¿Cómo puedes decir eso tan pronto?

      —Sabes que llevo años casada con un malvado y acabas reconociéndolos enseguida.

      —Por dios, Bea. A veces eres implacable…

      Su risa se extendió por toda la habitación.

      —Sólo contigo, Taris —le contestó, acariciándole los brazos—. Podríamos organizar un fin de semana en Beaconsmeade. No gran cosa. Algo íntimo.

      —¿A quién invitarías?

      Bea sintió que el pulso se le aceleraba porque nunca se le había dado bien engañar.

      —A la familia, por supuesto, y algunos amigos más y conocidos.

      Él le sujetó la muñeca y allí notó su pulso.

      —¿Conocidos?

      Hizo la pregunta con un tono que exigía saber la verdad.

      —Hoy he visto a lady Dromorne en el parque. ¿Alguna vez te ha hablado tu hermano de ella?

      Taris se colocó la almohada que tenía tras la espalda.

      —¿Eleanor Westbury? ¿En qué sentido?

      —¿Alguna vez ha estado… interesado en ella?

      —No.

      La negativa sonó demasiado rápida. Demasiado forzada.

      —Está lo de aquella reyerta años atrás con Nigel Bracewell-Lowen que según algunos fue fruto de los numeritos de Cristo, aunque por supuesto aquella acusación nunca se demostró. Además es una mujer casada y Martin Westbury rara vez sale de casa.

      Bea asintió. La unión de Eleanor Westbury y su marido se suponía feliz, pero su instinto le sugería otra cosa. Lady Dromorne se había desmayado al ver a Cristo en el teatro y aquella misma tarde Prudence Tomlinson decía haberlos visto dándose la mano en una biblioteca pública.

      Ella le había dicho para acallar el rumor que su cuñado había pasado el día en Beaconsmeade y Prude le había quitado importancia achacándolo a su imaginación. Sin embargo, el posterior encuentro con Eleanor había despertado su curiosidad.

      ¿Cómo podían ser responsables de la reputación de Eleanor las revelaciones que pudiera hacer Cristo? Ella se había imaginado que podía tener que ver con la edad y la enfermedad de su marido. Y tenían una hija de unos cinco años, si la memoria no le fallaba, y se preguntó cómo podía concebir un hombre tan mayor y enfermo. ¿Y si Martin Westbury no era el padre de la hija de Eleanor? Condenada imaginación…

      —Si estás decidida a reparar las relaciones de nuestra familia quizá sirviera más a tus propósitos que invitaras a las dos sobrinas más jóvenes de la familia Dromorne. Se dice que son chicas muy razonables. Puedes invitar a algunos jóvenes de la zona para compensar.

      Beatrice sonrió. Su buen juicio le decía que se olvidara del asunto, pero la tristeza que había visto en los ojos azules de Eleanor Westbury estaba relacionada sin duda con su cuñado, y proporcionar una oportunidad para que la conclusión de algo importante pudiera tener lugar no podía hacer daño a nadie, ¿no?

      Se acurrucó en brazos de su marido y se cubrieron con una manta ligera.

      —Te quiero, Taris.

      Él se echó a reír y colocándose sobre ella le susurró:

      —Demuéstramelo.

      Siete

      La invitación para la fiesta