y ocho! –protestó Vincenzo.
–… y llevas solo desde que fallecieron tus padres, hace dos décadas –concluyó Ferruccio.
–No estoy solo. Tengo amigos.
–Para los que no tienes tiempo y que no tienen tiempo para ti –Ferruccio alzó la mano para silenciarlo–. Crea una familia, Vincenzo. Es lo mejor que puedes hacer, por ti y por el reino.
–Lo siguiente será que me elijas esposa.
–Si no lo haces tú cuanto antes, lo haré yo.
–¿Te aprieta demasiado esa corona que llevas hace cuatro años? –rezongó Vincenzo–. ¿O acaso la dicha doméstica te ha ablandado el cerebro?
Ferruccio se limitó a sonreír. Vincenzo supo que no tenía escapatoria. Era mejor rendirse.
–Si acepto el puesto… –suspiró.
–Si ese si implica una negociación, no la habrá.
–… será solo durante un año.
–Será hasta cuando yo diga.
–Un año. Innegociable. No habrá más escándalos en la prensa, así que lo de la esposa…
–También innegociable. «Busca esposa» no es una sugerencia o una petición. Es un edicto real –Ferruccio esbozó su sonrisa de «punto y final».
Ferruccio había aceptado que Vincenzo ocupara el cargo un año, siempre que adiestrara a un sustituto. Pero no había cedido respecto a la esposa. Vincenzo se había quedado atónito al leer el edicto real que exigía que eligiera y se casara con una mujer adecuada en dos meses.
Eso se merecía una carta oficial de su corporación diciéndole a Ferruccio que esperase sentado. De ningún modo iba a elegir «una mujer adecuada». Ni en dos meses ni en dos décadas. No la había. Igual que Ferruccio, era hombre de una sola mujer, y la había perdido.
De repente, la mente se le iluminó. Llevaba años siguiendo una táctica errónea. En vez de luchar contra lo que creía había sido el peor error de su vida, tendría que haber aceptado sus sentimientos y dejar que siguieran su curso, hasta purgarlos para siempre.
Había llegado el momento perfecto para ello. Dejaría que esos sentimientos trabajaran a su favor. Los labios se le curvaron en una sonrisa; volvía a sentir la emoción, energía y afán de lucha que no había sentido en los últimos seis años.
Solo necesitaba datos recientes sobre Glory para usarlos a su favor. Ya tenía suficientes para realizar una opa hostil, pero contar con más munición no le haría ningún daño.
A ella, bueno, esa era otra historia.
Glory Monaghan miraba asombrada la pantalla de su portátil. No podía estar viendo lo que veía. Un correo electrónico de él. Se estremeció.
«Tranquilízate. Piensa. Debe de ser antiguo».
Pero sabía que era nuevo. Había borrado los antiguos dos meses antes, por error.
Durante seis años, esos mensajes habían pasado de un ordenador a otro. No los había eliminado. Había conservado notas, mensajes de voz, regalos y cuanto él se había dejado en su casa para familiarizarse con cómo funcionaba la mente retorcida de un auténtico desalmado.
Había aprendido mucho gracias a ese análisis. No habían vuelto a engañarla. Nadie se había acercado a ella, punto. Nadie la había sorprendido o herido desde que él lo hiciera.
Cerró los ojos con la esperanza de que el correo desapareciera. Cuando los abrió, seguía allí. Un mensaje sin leer, más oscuro e intenso que los demás, como si pretendiera amenazarla.
El asunto era: «Una oferta que no podrás rechazar». La asaltó un tornado de incredulidad.
Fuera lo que fuera, el mensaje tenía que ir directo a la papelera. Una vocecita interior le advirtió: «Si haces eso, te volverás loca preguntándote qué decía». Pero si lo abría y leía algo desagradable, sería aún peor. En aras de su paz mental, debía borrarlo sin más dilación.
El bastardo había cruzado el tiempo y el espacio para manejarla como a una marioneta. Un simple mensaje con un título insidioso la había devuelto a la vorágine de aquella época, como si nunca hubiera salido de ella.
Tal vez no había salido, solo había simulado haber vuelto a la normalidad. Quizás necesitara un golpe para cambiar. Si era de él, le daría fuerzas para enterrar su recuerdo de una vez por todas.
Abrió el correo y miró la firma. Era de él. El corazón se le desbocó antes de leer las dos frases que lo componían.
Puedo enviar a tu familia a prisión de por vida, pero estoy dispuesto a negociar. Ven a mi ático a las cinco de la tarde, o entregaré la evidencia que tengo a las autoridades.
A las cinco menos diez, Glory subía al ático de Vincenzo, envuelta en recuerdos que la ahogaban.
Su mirada recorrió el ascensor que había usado a diario durante seis meses. Parecía que aquello lo hubiera vivido otra persona. En realidad, entonces había sido otra. Tras una vida entregada a los estudios, había alcanzado la edad de veintitrés años sin la menor destreza social y con la madurez emocional de alguien una década más joven. Había sido consciente de ello, pero no había tenido tiempo de dedicarse a nada que no fuera su crecimiento intelectual. Cualquier cosa para no seguir los pasos de su familia: una vida de malas apuestas y fallida búsqueda de oportunidades. Ella quería una vida estable.
Esa había sido su meta desde la adolescencia. Había creído alcanzarla al graduarse la primera de su clase y concluir un máster con matrícula de honor. Todo el mundo había vaticinado que llegaría a ser la mejor en su campo.
Aunque confiaba en que sus excelentes cualificaciones le permitirían conseguir un empleo prestigioso de alta remuneración, había solicitado un puesto en I+D D’Agostino sin esperanza de conseguirlo. Había oído muchas historias sobre el hombre que dirigía la exitosa empresa. Vincenzo D’Agostino tenía unos estándares muy estrictos: entrevistaba y vetaba incluso a los encargados de la correspondencia. Y la había entrevistado a ella.
Aún recordaba cada segundo de la fatídica entrevista que había cambiado su vida.
El escrutinio había sido crudo e intenso, las preguntas rápidas y destructivas. Se había sentido como una estúpida mientras le contestaba. Pero tras diez minutos, él se había puesto en pie, le había estrechado la mano y le había ofrecido un puesto estratégico, de mayor rango de lo que había esperado, trabajando directamente para él.
Había salido del despacho anonadada. No había creído posible que un ser humano fuera tan bello y abrumador, ni que un hombre pudiera hacerla arder con solo mirarla. De hecho, nunca se había interesado por un hombre antes, así que la intensidad de su deseo la sumió en la confusión.
Sabía que no tenía posibilidades con él. Aparte de que él tenía la norma de no mezclar trabajo y placer, no creía que pudiera interesarse por ella. Un hombre de su clase solía rodearse de mujeres sofisticadas y deslumbrantes.
Una hora después de la entrevista, él telefoneó para invitarla a cenar.
Aceptó. Había caído en sus brazos y permitido que toda su existencia girara alrededor de él, tanto personal como profesionalmente.
Se había entregado de lleno a su crueldad y explotación. Solo podía culparse a sí misma. Ninguna ley protegía a los tontos de sus acciones.
Algo había aprendido de esa experiencia: Vincenzo no bromeaba. Nunca.
El ascensor paró y salió al vestíbulo que conducía al ático. La sorprendió ver que todo seguía igual.
Él le había dicho una vez que el opulento edificio, en el centro de Nueva York, no era nada comparado con su hogar en Castaldini.
Ella había sido incapaz de imaginar algo más lujoso que lo que veía.