de resultar muy humillante ser un tipo duro como Ballard y ver cómo una chica policía era testigo de que se le doblaban las rodillas.
Empujó un taburete junto a él y cogió otro para ella. Soltó un suspiro al sentarse.
—Ahora no puedo estar de pie mucho rato.
También él se sentó, aliviado al poder centrarse en otra cosa que no fuera el zumbido de la sierra contra el hueso.
—¿Es el primero? —preguntó, señalándole el vientre.
—Sí.
—¿Niño o niña?
—No lo sabemos. Sea lo que sea, nos hará felices.
—Así es como me sentí cuando nació mi hija. Diez dedos en las manos y diez en los pies, eso era todo cuanto pedía... —Se interrumpió y tragó saliva mientras la sierra seguía con su zumbido.
—¿Qué edad tiene su hija ahora? —preguntó Rizzoli, procurando distraerlo.
—Oh, catorce. Va para los quince. Ahora no es lo que se dice una fuente de alegría.
—Una edad difícil para las chicas.
—¿Ha visto cómo me salen las canas?
Rizzoli se echó a reír.
—Mi madre solía decir lo mismo. Se señalaba la cabeza y decía: «Todos estos cabellos grises son por tu culpa». Admito que no era agradable estar a mi lado a los catorce años. Es cosa de la edad.
—Bueno, hemos tenido algunos problemas también. Mi esposa y yo nos separamos el año pasado. Katie siente que tiran de ella en direcciones opuestas. Dos padres que trabajan, dos hogares...
—Eso tiene que ser difícil para una criatura.
El zumbido de la sierra se mostró compasivo y cesó. Rizzoli vio que Yoshima retiraba la tapa del cráneo. Luego Bristol liberó el cerebro, lo cogió delicadamente con ambas manos y lo extrajo del estuche. Ballard seguía evitando mirar al otro lado del cristal, fija su atención en la detective.
—Es duro, ¿verdad? —inquirió.
—¿El qué?
—Trabajar como policía. En su estado y todo eso.
—Al menos en estos días nadie espera que derribe puertas a patadas.
—Mi esposa era una novata cuando se quedó embarazada.
—¿En la policía de Newton?
—De Boston. Quisieron que dejara de patrullar. Les dijo que estar embarazada era una ventaja, que los delincuentes se mostraban mucho más respetuosos.
—¿Los delincuentes? A mí nunca me han mostrado ningún respeto. En la sala contigua, Yoshima cosía las incisiones del cadáver con aguja e hilo de sutura, un sastre macabro que no cosía tela sino carne. Bristol se quitó los guantes, se lavó las manos y luego salió para reunirse con los visitantes.
—Perdonen el retraso. Me ha llevado más tiempo del que esperaba. El tipo tenía tumores por todo el abdomen y nunca había visitado a un médico. En cambio, me ha visitado a mí... —Tendió la regordeta mano, todavía húmeda, para saludar a Ballard—. ¿Detective? Así que ha venido a echar un vistazo a nuestra víctima de un disparo.
Rizzoli vio que la cara del detective Ballard se tensaba.
—La detective Rizzoli me lo pidió.
Bristol asintió.
—Bien, vayamos, pues. Está en la cámara frigorífica.
Les precedió por la sala de autopsias y les guió hasta el umbral que comunicaba con la amplia unidad de refrigeración. Su apariencia era como la de cualquier cámara para conservar grandes piezas de carne, con diales que indicaban la temperatura y una gruesa puerta de acero inoxidable. En la pared de al lado colgaba una pizarra con el registro de las entregas. El nombre del sujeto a quien Bristol acababa de hacer la autopsia figuraba ya en la lista: entregado a las once de la noche del día anterior. A nadie debía de atraerle la idea de figurar en aquella lista. Bristol abrió la puerta y una nube de vaho los envolvió. Entraron y poco faltó para que el olor a carne fría provocase arcadas a Rizzoli. Desde que se había quedado embarazada era incapaz de tolerar cualquier atisbo de olor corrupto; hasta el menor indicio de podredumbre la enviaba corriendo al lavabo más cercano. Esta vez consiguió reprimir las náuseas mientras observaba con hosca determinación la hilera de camillas en la cámara. Había cinco bolsas de cadáveres, amortajados con plástico blanco.
Bristol se paseó ante la hilera de camillas mientras revisaba las distintas etiquetas. Se detuvo ante la cuarta.
—Aquí está nuestra chica —dijo, y descorrió la cremallera de la bolsa lo bastante para dejar al descubierto la parte superior del torso, la incisión en forma de Y cosida con suturas de empleado de pompas fúnebres, en gran parte obra de Yoshima.
Cuando Bristol separó el plástico, Rizzoli no miró a la mujer muerta sino a Rick Ballard. El detective guardó silencio mientras mantenía la mirada fija en el cadáver. La visión de Anna Jessop parecía haberle petrificado.
—¿Y bien? —inquirió Bristol.
Ballard dio un respingo, como si saliera de un trance. Dejó escapar un suspiro.
—Es ella —musitó.
—¿Está seguro?
—Sí —dijo, tragando saliva—. ¿Qué ocurrió? ¿Qué ha encontrado?
Bristol miró a Rizzoli, una muda solicitud para que le autorizase a facilitar la información. Ella asintió.
—Un único disparo en la sien izquierda —dijo Bristol, señalando la herida de entrada en el cráneo—. Amplios destrozos en el temporal izquierdo, así como en ambos lóbulos parietales, debido al rebote dentro del cráneo. Abundante hemorragia intracraneal.
—¿Es la única herida?
—En efecto. Rápido, muy eficiente.
Ballard había deslizado la mirada por el torso. A los pechos. Era una respuesta masculina nada sorprendente cuando se enfrentaban al desnudo de una mujer joven, pero aun así turbó a Rizzoli. Viva o muerta, Anna Jessop tenía derecho a conservar su dignidad. Rizzoli se sintió aliviada cuando el doctor Bristol, de manera rutinaria, cerró la bolsa, devolviendo su intimidad al cadáver.
Salieron de la sala y Bristol cerró la pesada puerta de la cámara frigorífica.
—¿Conoce usted los nombres de sus familiares? —inquirió—. ¿Alguien a quien debamos notificar la muerte?
—No hay nadie.
—Está usted muy seguro de eso.
—No tiene ningún deudo...
De repente su voz se apagó: se había detenido y miraba al otro lado del cristal, hacia el laboratorio.
Rizzoli se volvió para ver qué estaba mirando, y de inmediato supo qué era lo que había llamado su atención. Maura Isles acababa de entrar en el laboratorio, llevando consigo un sobre de radiografías. Cruzó hasta el expositor, colocó las películas y prendió la luz. Mientras observaba las imágenes de los huesos astillados de unas extremidades, no se dio cuenta de que también la observaban a ella. De que tres pares de ojos la miraban al otro lado del ventanal.
—¿Quién es? —inquirió Ballard, cuchicheando.
—Una de nuestras forenses —contestó Bristol—. La doctora Maura Isles.
—El parecido es asombroso, ¿verdad? —dijo Rizzoli.
Ballard asintió sobresaltado.
—Por un instante he pensado...
—Todos lo pensamos cuando vimos a la víctima.
En la sala contigua, Maura volvió a meter las radiografías en el sobre y salió