Тесс Герритсен

Hermanas de sangre


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Stella, su secretaria, por el interfono.

      —¿Sí?

      —He encontrado ese caso de la Black Talon. El nombre de la víctima era Vassily Titov. El doctor Tierney hizo la autopsia.

      —¿Qué detective se encargó del caso?

      —A ver... Aquí está. Los detectives Vann y Dunleavy.

      —Lo consultaré con ellos —dijo Rizzoli—. Veremos qué recuerdan del caso.

      —Gracias, Stella —gritó Bristol; luego se volvió a Yoshima, que tenía la cámara a punto—: Vale, dispara ya.

      Yoshima empezó a tomar fotos del cerebro expuesto, captando un registro de su aspecto antes de que Abe lo sacara del estuche óseo. «Aquí es donde yacen los recuerdos de toda una vida», pensó Maura mientras observaba los relucientes pliegues de materia gris. El ABC de la infancia. Cuatro por cuatro dieciséis. El primer beso, el primer amante, el primer sufrimiento. Todo depositado, como paquetes del mensajero ARN, en aquella compleja serie de neuronas. La memoria era sólo bioquímica y, sin embargo, definía a cada ser humano como individuo. Mediante unos cuantos golpes de escalpelo, Abe liberó el cerebro y lo llevó con ambas manos, como si fuera un tesoro, hasta la encimera. No iba a diseccionarlo en aquellos momentos, sino que lo sumergiría en un recipiente con fijador para cortarlo más tarde. Sin embargo, no hacía falta microscopio para ver los efectos del traumatismo. Estaban allí, en la sanguinolenta decoloración de la superficie.

      —Aquí tenemos la herida de entrada, junto a la sien izquierda —dijo Rizzoli.

      —Sí, y el agujero de la piel coincide a la perfección con el del cráneo —acotó Abe.

      —Esto concuerda con un tiro directo en el lateral de la cabeza. Abe asintió.

      —Sin duda el asesino apuntó a través de la ventanilla del conductor. Y la ventanilla estaba abierta, ya que ningún cristal desvió la trayectoria.

      —De modo que ella estaba allí sentada —dijo Rizzoli—. La noche era cálida, la ventanilla estaba bajada, eran las ocho y oscurecía... Así que él se acerca sigiloso al coche, se limita a apuntar el arma y dispara... —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué?

      —No se llevó el bolso —comentó Abe.

      —Por tanto, no fue para robarle —añadió Frost.

      —Lo cual nos deja la posibilidad de un crimen pasional. O un asesinato premeditado —dijo Rizzoli, volviéndose hacia Maura.

      Allí estaba de nuevo, la posibilidad de un asesinato selectivo.

      ¿Habría liquidado al objetivo correcto?

      Abe sumergió el cerebro en un cubo con formalina.

      —Hasta el momento no hay sorpresas —comentó al regresar para realizar la disección del cuello.

      —¿Piensas realizar análisis de toxicidad? —preguntó Rizzoli. Abe se encogió de hombros.

      —Podemos pedir que hagan uno, pero no estoy muy seguro de que sea necesario. La causa de la muerte está ahí. —Señaló con la barbilla el expositor luminoso, donde la bala se destacaba contra la sombra del cráneo—. ¿Tienes algún motivo para pedirlo? ¿Encontraron los de la policía, científica algún tipo de droga o jeringuillas en el coche?

      —Nada. En el coche todo estaba en orden. Es decir, salvo la sangre.

      —¿Y toda pertenecía a la víctima?

      —En cualquier caso, toda era del grupo B positivo.

      Abe se volvió hacia Yoshima.

      —¿Has clasificado ya a nuestra chica?

      Yoshima asintió:

      —Coincide. Es del B positivo.

      Nadie estaba mirando a Maura. Nadie vio cómo levantaba la barbilla de golpe ni percibió que la respiración se le aceleraba. Se volvió con brusquedad para que no pudieran verle la cara, se desató la mascarilla y se la quitó de un tirón. Mientras se dirigía al cubo de desperdicios, Abe la llamó:

      —¿Ya te has aburrido de nosotros, Maura?

      —El jet lag hace mella en mí—dijo mientras se quitaba la bata—. Creo que tendré que largarme temprano. Te veré mañana, Abe.

      Salió del laboratorio sin mirar hacia atrás.

      El viaje de regreso a casa transcurrió en una especie de neblinosa confusión. Sólo cuando llegó a las afueras de Brookline, el cerebro se le despejó de forma repentina. Y sólo entonces pudo escapar del lazo obsesivo de los pensamientos que no paraban de recorrerle la mente. «No pienses en la autopsia. Apártala de tu cabeza. Piensa en la cena, en cualquier cosa que no sea lo que has visto hoy.»

      Se detuvo en el colmado. Tenía vacía la nevera y, a menos que quisiera comer atún y guisantes congelados esa noche, necesitaba hacer la compra. Fue un alivio concentrarse en otra cosa. Iba echando artículos en el carro con la perentoriedad de una maníaca. Era mucho más seguro pensar en comida, en lo que iba a cocinar para el resto de la semana. «Deja de pensar en salpicaduras de sangre y órganos femeninos en palanganas de acero inoxidable. Necesito pomelos y manzanas. ¿No tienen un aspecto excelente estas berenjenas?» Cogió un manojo de perejil e inhaló con avidez el aroma, agradecida de que su acritud borrara, aunque sólo fuera por un instante, el recuerdo de todos los olores del laboratorio donde se practicaban las autopsias. Una semana de platos franceses poco condimentados la había dejado necesitada de especias. «Esta noche —pensó—, cocinaré un curry verde tailandés, tan picante que me abrasará la lengua.»

      En casa se cambió, se puso pantalones cortos y camiseta, y empezó a preparar la cena. Daba pequeños sorbos de un burdeos blanco frío, mientras troceaba el pollo o picaba la cebolla y el ajo. La ligera fragancia del arroz de jazmín llenó la cocina. No tenía tiempo para pensar en la sangre del grupo B ni en la mujer de cabello negro porque el aceite humeaba en la cacerola. Era el momento de saltear el pollo y añadir la pasta de curry. Incorporó una lata de leche de coco y tapó la cacerola para dejar que hirviera poco a poco. Alzó la vista hacia la ventana de la cocina y de repente se descubrió reflejada en el cristal.

      «Me parezco a ella. Soy idéntica a ella.»

      La recorrió un escalofrío al pensar que el rostro que se reflejaba en el cristal pudiera no ser el suyo sino el de un fantasma que la estuviera mirando. La tapa de la cacerola empezó a traquetear ante la presión del vapor. Los fantasmas intentaban salir. Estaban desesperados por captar su atención.

      Apagó el fuego, se dirigió al teléfono y marcó el número de un busca que sabía de memoria. Al cabo de unos instantes, Jane Rizzoli la llamó. Oyó sonar el eco de otro teléfono: así que la detective no estaba en casa todavía, sino probablemente sentada ante su escritorio en Schroeder Plaza.

      —Siento mucho molestarte —comentó Maura—, pero necesito preguntarte algo.

      —¿Te encuentras bien?

      —Sí, sólo quiero saber una cosa más acerca de ella.

      —¿De Anna Jessop?

      —Sí. ¿Dijiste que su permiso de conducir estaba expedido en Massachusetts?

      —Así es.

      —¿Qué fecha de nacimiento figura en él?

      —¿Cómo?

      —Hoy, en la sala de autopsias, dijiste que tenía cuarenta años. ¿Qué día nació?

      —¿Por qué?

      —Por favor. Necesito saberlo.

      —Está bien. Aguarda.

      Mientras esperaba, Maura oyó ruido de pasar páginas. Luego Rizzoli regresó al teléfono.

      —Según el permiso, su fecha de nacimiento es el 25 de noviembre. Durante unos segundos, Maura no hizo ningún comentario.

      —¿Todavía