que estuviera allí. Entonces comprendió por qué todos se habían sorprendido al verla llegar. Observó el cadáver del interior del coche, con el rostro iluminado por la luz que proyectaba la linterna de Rizzoli.
«Soy yo. Esta mujer soy yo.»
1 (Reflexiona por la mañana que quizá no llegues a la noche/y por la noche, que tal vez no llegues a mañana.)
2 En inglés se usa coloquialmente esta expresión para referirse a los doctores (N del T)
Capítulo 2
Maura permanecía sentada en el sofá, dando pequeños sorbos de vodka con soda mientras los cubitos de hielo tintineaban contra el vaso. Al diablo con el agua. Aquel susto requería una medicina más contundente y el padre Brophy era lo bastante comprensivo para prepararle una bebida más fuerte, de modo que se la había dado sin hacer ningún comentario. Verse a sí misma muerta no era algo que sucediera todos los días. No ocurría todos los días que te acercaras al escenario de un crimen y te encontraras a tu doble sin vida.
—Es sólo una coincidencia —murmuró—. Esa mujer se parece a mí, eso es todo. Muchas mujeres tienen el cabello negro. Y su cara... ¿Cómo puedes ver con claridad su cara en ese coche?
—No sé, Doc —dijo Rizzoli—. La semejanza es bastante aterradora. La detective se dejó caer en el sillón y soltó un gemido cuando los almohadones engulleron su pesado cuerpo de embarazada. Pobre Rizzoli, pensó Maura. En el octavo mes de embarazo, las mujeres no deberían verse obligadas a investigar un homicidio.
—Su peinado es distinto —dijo Maura.
—Lleva el cabello algo más largo, eso es todo.
—Yo llevo flequillo y ella no.
—¿No crees que es un detalle superficial? Mira su rostro. Podría ser tu hermana.
—Espera a verla con más luz. Es posible que no se me parezca en absoluto.
—La semejanza es evidente, Maura —intervino el padre Brophy—. Todos lo vimos. Es tu vivo retrato.
—Además, está dentro de un coche en tu vecindario —añadió Rizzoli—. Aparcado casi delante de tu casa. Y tenía esto en el asiento de atrás. La detective levantó una bolsa de pruebas. A través del plástico transparente, Maura vio que contenía un artículo recortado de The Boston Globe. El titular era bastante grande para que pudiera leerlo incluso desde el otro lado de la mesita de centro.
EL BEBÉ DE LOS RAWLIN ERA UNA CRIATURA MALTRATADA, DECLARA LA MÉDICA FORENSE.
—Es una foto tuya, Doc —dijo Rizzoli—. Y en el pie de la foto pone: «La doctora forense Maura Isles abandona el juzgado después de declarar en el juicio de los Rawlin». —Se volvió de nuevo hacia Maura—. La víctima tenía esto en su coche. Maura sacudió la cabeza.
—¿Porqué?
—Es la pregunta que todos nos hacemos.
—El juicio de los Rawlin... Eso fue hace casi dos semanas.
—¿Recuerdas haber visto a esta mujer en la sala de justicia?
—No, nunca la había visto.
—Pero es indudable que ella sí te vio. Al menos en el periódico. Y luego se presenta aquí. ¿Te buscaba? ¿Te vigilaba?
Maura se quedó mirando la bebida. El vodka le provocaba la sensación de que la cabeza le flotaba. Pensó que no hacía siquiera veinticuatro horas estaba paseando por las calles de París, disfrutando del sol, saboreando los olores que emanaban de las cafeterías. «¿Cómo ha podido todo dar un cambio tan brusco para caer en esta pesadilla?»
—¿Tienes algún arma, Doc? —preguntó Rizzoli.
Maura se puso rígida.
—¿A qué viene esa pregunta?
—No, no te acuso de nada. Sólo quiero saber si tienes algo para defenderte.
—No, no tengo armas. He visto los daños que pueden provocar en un cuerpo humano. No quiero ninguna en casa.
—Está bien. Sólo era una pregunta.
Maura dio otro sorbo al vodka; necesitaba el valor de la bebida para efectuar la siguiente pregunta.
—¿Qué habéis averiguado de la víctima?
Frost sacó el bloc de notas y pasó las hojas como un oficinistapuntilloso. En muchos aspectos, Barry Frost le recordaba al funcionario de suaves modales, con su pluma siempre a punto.
—Según su permiso de conducir, se llama Anna Jessop, de cuarenta años, y vive en Brighton.
Maura levantó la cabeza.
—Eso es a pocos kilómetros de aquí.
—Su casa está en un edificio de pisos. Sus vecinos no saben gran cosa de ella. Todavía estamos intentando ponernos en contacto con la casera para que nos deje entrar en el inmueble.
—¿Te suena de algo el apellido Jessop? —preguntó Rizzoli.
Maura negó con un movimiento de cabeza.
—No conozco a nadie con ese apellido.
—¿Conoces a alguien en Maine?
—¿Por qué lo preguntas?
—Llevaba una multa por exceso de velocidad en el bolso. Parece que la policía la paró hará dos días. Conducía hacia el sur por la autopista de peaje de Maine.
—No conozco a nadie allí. —Respiró hondo antes de preguntar—: ¿Quién la ha encontrado?
—Nos avisó tu vecino, el señor Telushkin —explicó Rizzoli—. Estaba paseando a su perro cuando descubrió el Taurus aparcado sobre el bordillo de la acera.
—¿A qué hora fue eso?
—Alrededor de las ocho.
Claro, pensó Maura. El señor Telushkin paseaba su perro a la misma hora todas las noches. Los ingenieros eran así, precisos y previsibles. Pero esa noche se había encontrado con lo imprevisible.
—¿Y no había oído nada? —preguntó Maura.
—Dice que unos diez minutos antes oyó lo que pensó que era el tubo de escape de un coche. Pero no vio lo ocurrido. Después encontró el Taurus y telefoneó al nueve uno uno. Informó de que alguien acababa de disparar a su vecina, la doctora Isles. Los primeros en acudir fueron la policía de Brookline junto con el detective Eckert. Frost y yo llegamos alrededor de las nueve.
—¿Por qué? —inquirió Maura; por fin la pregunta que se le había ocurrido apenas vio a Rizzoli de pie en el césped frente a su casa—. ¿Por qué habéis venido a Brookline? No es vuestro territorio.
Rizzoli miró al detective Eckert.
—Ya sabe —dijo éste, algo cohibido—, el año pasado sólo tuvimos un homicidio en Brookline. Dadas las circunstancias, pensamos que lo más razonable era llamar a Boston.
Sí, era lo más razonable, pensó Maura. Brookline era poco más que un suburbio dormitorio atrapado dentro de la ciudad de Boston. El año anterior, el departamento de policía de Boston había investigado sesenta homicidios. La práctica conducía a la perfección, tanto por lo que se refería a las investigaciones de un asesinato como a cualquier otra cosa.
—De todos modos, para este caso habríamos venido —dijo Rizzoli—. Después de saber quién era la víctima, o quién pensábamos que era. —Hizo una breve pausa—. Debo reconocer que en ningún momento se me ha ocurrido imaginar que no fueras tú. Bastaba con echar un vistazo a la víctima para dar por sentado que...
—A todos nos pasó lo mismo —intervino Frost.
Se