para que regresara. Pero ¿qué sucedería entonces?
¿Qué quería ella que ocurriese entre los dos? Era preferible mantener a raya ciertas tentaciones, pensó. Escudriñó por última vez la oscura calle; luego se apartó de la ventana, consciente de que la luz de la sala la enmarcaba. Corrió las cortinas y fue de una habitación a otra para revisar las cerraduras y las ventanas. En aquella cálida noche de junio, por lo general habría dormido con la ventana del dormitorio abierta. Pero esa noche lo cerró todo y puso en marcha el aire acondicionado. Se despertó temprano por la mañana, tiritando a causa del aire frío que salía por el conducto de ventilación. Había soñado con París. Que paseaba bajo un cielo azul, que pasaba ante cubos llenos de rosas y de lirios estrellados, y por un momento no recordó dónde se encontraba. «Ya no estoy en París, sino en mi cama —pensó—. Y ha ocurrido algo terrible.»
Sólo eran las cinco de la mañana, y sin embargo se sentía completamente despierta. «En París son las once —pensó—. El sol brillaría y, de encontrarme aún allí, me habría tomado ya la segunda taza de café.» Sabía que los efectos del cambio de horario la afectarían más tarde, que aquel estallido de energía mañanero se habría esfumado por la tarde, pero no podía obligarse a dormir más tiempo. Se levantó y se vistió.
Frente a su casa, la calle tenía el mismo aspecto de siempre. Los primeros rayos del amanecer iluminaban el cielo. Observó que las luces se encendían en la casa de al lado, la del señor Telushkin. Era un hombre madrugador, y por lo general salía para el trabajo una hora antes que ella; pero esa mañana había sido ella la primera en despertar, y contempló con ojos nuevos su vecindario. Vio que los aspersores automáticos del otro lado de la calle se ponían en marcha y que el agua siseaba trazando círculos sobre el césped. Vio pasar en bicicleta al muchacho que repartía los periódicos. Llevaba la gorra de béisbol con la visera vuelta hacia atrás. Oyó el golpe sordo de The Boston Globe al caer en el porche delantero. «Todo parece igual — pensó—, pero no lo es. La muerte ha visitado mi barrio, y todos los que viven aquí lo recordarán. Por las ventanas delanteras mirarán la acera donde estaba aparcado el Taurus y se estremecerán al pensar en lo cerca que estuvo la muerte de rozar a uno de nosotros.»
Los faros de un coche doblaron por la esquina y el vehículo avanzó por la calle, aproximándose con lentitud a su casa. Un coche patrulla de la policía de Brookline.
«No, ya nada es igual», pensó mientras observaba pasar el coche patrulla. Nada volvería a serlo.
Maura llegó al trabajo antes que su secretaria. A las seis estaba ya en su escritorio, revisando la larga pila de transcripciones e informes de laboratorio que se habían acumulado en la bandeja de asuntos pendientes durante la semana que había estado en la conferencia de París. Había revisado ya una tercera parte cuando oyó pasos. Levantó la vista y vio a Louise de pie en el umbral.
—¿Ya está aquí? —murmuró su secretaria.
Maura la saludó con una sonrisa:
—Bonjour! He pensado en venir temprano para echar una ojeada a todo este papeleo.
Louise la miró un momento, luego entró en el despacho y se sentó en la silla frente al escritorio de Maura, como si de repente se sintiera demasiado cansada para permanecer de pie. Aunque tenía cincuenta años, Louise siempre daba la sensación de tener el doble de energía que Maura, incluso a pesar de que ésta era diez años más joven. Sin embargo, aquella mañana el aspecto de Louise era de agotamiento: tenía el rostro delgado y demacrado bajo la luz de los fluorescentes.
—¿Se encuentra bien, doctora Isles? —preguntó Louise sin levantar la voz.
—Estoy bien. Sólo tengo un poco de jet lag.
—Me refiero a... después de lo que ocurrió anoche. El detective Frost parecía tan seguro de que se trataba de usted, en aquel coche...
Maura asintió, y la sonrisa se extinguió de su rostro.
—Fue como entrar en la Dimensión Desconocida, Louise. Llegar a casa y encontrar todos aquellos coches de la policía delante de mi puerta.
—Fue terrible. Todos pensamos... —Louise tragó saliva y bajó la mirada a su regazo—. Sentí un gran alivio cuando el doctor Bristol me telefoneó anoche... para hacerme saber que había sido una equivocación.
Se produjo un silencio cargado de reproches. De pronto, Maura comprendió que debería haber sido ella quien telefoneara a su secretaria. Tendría que haber imaginado que Louise estaría afectada y querría oír su voz. «Llevo tanto tiempo viviendo sola y sin compromisos —pensó— que ni siquiera se me ocurrió que hay gente en el mundo a quien puede interesarle lo que a mí me ocurra.»
Louise se levantó para salir.
—Me alegro mucho de verla de regreso, doctora Isles. Sólo quería decirle eso.
—Louise.
—¿Sí?
—Le he traído un pequeño detalle de París. Sé que esto suena a una disculpa poco convincente, pero está en mi maleta, y la compañía aérea la ha extraviado.
—Oh —rió Louise—. Bueno, si son bombones, no cabe la menor duda de que mis caderas no los necesitan.
—No es nada calórico, se lo prometo. —Echó una ojeada al reloj que tenía encima del escritorio—. ¿No ha llegado todavía el doctor Bristol?
—Acaba de llegar. Le he visto en el aparcamiento.
—¿Sabe cuándo piensa hacer la autopsia?
—¿Cuál? Hoy tiene dos.
—La de la víctima del disparo de anoche. La mujer.
Louise le dirigió una intensa mirada.
—Creo que es la segunda.
—¿Han averiguado algo más acerca de ella?
—No lo sé. Tendrá que preguntárselo al doctor Bristol.
Capítulo 3
Aunque no tenía autopsias programadas para ese día, Maura bajó a las dos y se cambió para ponerse el uniforme de trabajo. Estaba sola en el vestuario de mujeres y se tomó su tiempo para quitarse la ropa de calle. Dobló la blusa y los pantalones, y los colocó en un ordenado montoncito dentro de la taquilla. Notó la tela crujiente sobre la piel desnuda, como sábanas recién lavadas, y encontró consuelo en la rutina familiar de atarse la cinta del pantalón y meter el cabello dentro del gorro. Se sintió acolchada y protegida por el algodón limpio y por el papel que desempeñaba con ese uniforme. Echó un vistazo al espejo, a un reflejo tan frío como el de una desconocida. Sintió todas las emociones blindadas contra su imagen. Abandonó los vestuarios, avanzó por el pasillo y empujó la puerta de acceso a la sala de autopsias. Rizzoli y Frost ya estaban de pie junto a la mesa, ambos con bata y guantes, obstaculizándole con la espalda la vista de la víctima. El primero que vio a Maura fue el doctor Bristol. Estaba de cara a ella y su generosa barriga llenaba la bata de cirujano extragrande. La mirada del forense coincidió con la de Maura al entrar en la sala. Frunció el entrecejo por encima de la mascarilla, y Maura adivinó el interrogante en sus ojos.
—He pensado en darme una vuelta por aquí para presenciar ésta —comentó ella.
Entonces Rizzoli se volvió para mirarla. También ella frunció las cejas.
—¿Estás segura de que quieres estar presente?
—¿No sentirías tú curiosidad?
—Pero no estoy segura de que quisiera presenciarlo. ¿A ti te parece bien, Abe?
El doctor Bristol se encogió de hombros.
—Bueno, qué diablos, supongo que yo también sentiría curiosidad —dijo—. Únete al grupo.
Se colocó al lado de la mesa donde estaba Abe y, al ver por primera vez el cadáver sin impedimentos, la garganta se le secó. Había visto su cuota de horrores en aquel laboratorio, había contemplado la carne en todos sus