Тесс Герритсен

Hermanas de sangre


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preguntárselo a Louise, mi secretaria. Es quien me hizo la reserva de los vuelos. Viajé allí para asistir a una reunión...

      —A la Conferencia Internacional de Patología Forense. ¿Es así?

      Maura se quedó desconcertada.

      —¿Ya lo sabías?

      —Nos lo ha dicho Louise.

      «Han estado preguntando cosas sobre mí. Han hablado con mi secretaria incluso antes de que yo llegase a casa.»

      —Nos dijo que tu avión debía aterrizar en Logan a las cinco de la tarde — añadió Rizzoli—. Ahora son casi las diez. ¿Dónde has estado?

      —Salimos con retraso del Charles de Gaulle. Algo relacionado con medidas de seguridad extraordinarias. Las líneas aéreas se están volviendo tan paranoicas que fue una suerte despegar con sólo tres horas de retraso.

      —¿Así que salisteis con tres horas de retraso?

      —Es lo que acabo de decir.

      —¿A qué hora aterrizasteis?

      —No lo sé. En torno a las ocho y media.

      —¿Y has necesitado una hora y media para llegar a casa desde Logan?

      —Mi maleta no apareció. He tenido que rellenar los impresos de reclamación de Air France. —Maura se interrumpió; de repente había llegado al límite—. ¡Maldita sea! Oye, ¿a qué viene todo esto? Antes de contestar a más preguntas tengo derecho a saber qué ocurre. ¿Me estáis acusando de algo?

      —No, Doc. No te acusamos de nada. Sólo tratamos de ajustar horarios.

      —¿Horarios de qué?

      —¿Ha recibido amenazas, doctora Isles? —preguntó Frost.

      —¿Cómo? —Maura le miró perpleja.

      —¿Conoce a alguien que quisiera hacerle daño?

      —No.

      —¿Está segura?

      Maura soltó una risa de contrariedad.

      —Bueno, ¿hay alguien que pueda estar seguro de algo?

      —Debes de haber tenido algunos casos en los tribunales en los que tu testimonio ha fastidiado a alguien —apuntó Rizzoli.

      —Sólo si les fastidia la verdad.

      —En los tribunales se ganan enemigos. Tal vez hayas ayudado a condenar a alguien.

      —Estoy segura de que tú también, Jane. Por el simple hecho de hacer tu trabajo.

      —¿Has recibido alguna amenaza específica? ¿Cartas o llamadas por teléfono?

      —El número de mi teléfono no figura en la guía. Y Louise nunca da mi dirección.

      —¿Y qué me dices de las cartas que te envían al centro de medicina forense?

      —De vez en cuando se recibe alguna carta extraña. Todos las recibimos.

      —¿Extraña?

      —La gente escribe sobre extraterrestres o conspiraciones. O nos acusa de intentar encubrir la verdad a propósito de determinada autopsia. Nos limitamos a guardar esas cartas en el archivo de los chiflados; a no ser que se trate de una amenaza verosímil, en cuyo caso las enviamos a la policía.

      Maura vio que Frost garabateaba algo en su bloc de notas y se preguntó qué estaría escribiendo. A esas alturas ya no estaba enfadada, sólo ansiaba alargar la mano por encima de la mesita de centro y arrancarle el bloc de las suyas.

      —Doc —dijo Rizzoli, con voz suave—, ¿tienes una hermana?

      La pregunta, formulada de forma tan imprevista, sobresaltó a Maura, que, olvidando de repente su irritación, miró a la detective.

      —¿Cómo dices?

      —¿Tienes una hermana?

      —¿Por qué preguntas eso?

      —Porque necesito saberlo.

      Maura soltó un profundo suspiro.

      —No, no tengo ninguna hermana. Y sabes muy bien que soy adoptada.

      ¿Cuándo diablos vas a decirme a qué viene todo esto?

      Rizzoli y Frost se miraron.

      Frost cerró el bloc de notas.

      —Supongo que ha llegado el momento de enseñárselo.

      Rizzoli se encaminó hacia la puerta de entrada. Maura salió a la calle y se encontró en la cálida noche de verano, iluminada como un vistoso carnaval por las luces centelleantes de los coches patrulla. El cuerpo todavía le funcionaba con el horario de París, donde en aquellos momentos eran las cuatro de la madrugada. Lo veía todo como a través de la neblina del agotamiento en esa noche tan surrealista como un mal sueño. En cuanto salió de la casa, todos los rostros se volvieron a mirarla. Vio que sus vecinos, concentrados al otro lado de la calle, la observaban desde detrás de la cinta que delimitaba el escenario del crimen. En calidad de médico forense, estaba habituada a ser objeto de la atención general, a que tanto la policía como los medios de comunicación siguieran cada uno de sus movimientos. Pero esa noche la atención era en cierto modo distinta; más impertinente, atemorizante incluso. Se alegró de tener a Rizzoli y a Frost a su lado, como si la amparasen de las miradas curiosas a medida que avanzaba por la acera en dirección al Ford Taurus oscuro aparcado junto al bordillo, delante de la casa del señor Telushkin. Maura no reconoció el coche, pero sí al hombre barbudo que estaba al lado con las recias manos embutidas dentro de guantes de látex. Era el doctor Abe Bristol, su colega del centro forense. Abe era un hombre de buen apetito, y el contorno de su cintura reflejaba su afición a los alimentos sustanciosos: el vientre le caía por encima del cinturón con toda su fofa abundancia. Fijó los ojos en Maura y exclamó:

      —¡Dios, sí que es extraño! Habría podido engañarme. —Hizo un gesto señalando el coche con la cabeza—. Confío en que estés preparada para esto, Maura.

      «¿Preparada para qué?»

      Maura miró el Taurus aparcado. Entre los haces de las linternas vio a contraluz la silueta de una persona caída sobre el volante. Salpicaduras negras oscurecían el parabrisas. «Sangre.»

      Rizzoli enfocó la linterna hacia la puerta del pasajero. Al principio, Maura no entendió qué se suponía que debía mirar; aún mantenía centrada su atención en el parabrisas manchado de sangre y en el ocupante en tinieblas del asiento del conductor. Entonces vio lo que la linterna de la detective iluminaba. Justo debajo de la manecilla de la puerta había tres arañazos paralelos, profundamente grabados en el acabado de la pintura del coche.

      —Parece la marca de una zarpa —comentó Rizzoli, curvando los dedos como si quisiera dar un arañazo.

      Maura examinó las marcas. «No es ninguna zarpa —pensó, al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda—. Es la garra de un ave de rapiña.»

      —Acércate al lado del conductor —indicó Rizzoli.

      Maura no hizo preguntas mientras seguía a la detective por detrás del Taurus.

      —Matrícula de Massachusetts —dijo Rizzoli al barrer con el haz de la linterna el parachoques trasero.

      Pero era sólo un detalle dicho de paso. La detective siguió hasta la puerta del conductor. Allí se detuvo y se volvió a Maura.

      —Esto es lo que tanto nos ha impresionado —explicó, mientras dirigía el foco al interior del coche.

      El rayo de luz cayó de lleno sobre el rostro de la mujer, que miraba hacia la ventanilla. Tenía la mejilla derecha apoyada en el volante y mantenía los ojos abiertos.

      Maura fue incapaz de pronunciar palabra. Miró pasmada la piel marfileña, el cabello negro, los labios carnosos y ligeramente separados, como paralizados por la sorpresa.