se volvió a Ballard.
—Bien, ya ha visto a Anna Jessop. Ha confirmado que la conocía. Díganos ahora quién es ella en realidad.
3 Los Derechos Miranda, que toman su nombre de un caso ocurrido en 1966, implican que la policía debe informar a cualquier imputado bajo custodia que tiene derecho a guardar silencio y a un abogado. (N. del T.)
Capítulo 5
Era el no va más en automóviles. Eso decían los anuncios y eso repetía Dwayne, y Mattie Purvis conducía aquel potente automóvil por la calle West Central, parpadeando para reprimir las lágrimas, al tiempo que pensaba: «Tienes que estar ahí. Por favor, Dwayne, tienes que estar». Pero no sabía si estaría. Había tantas cosas sobre su marido que no entendía últimamente, como si un desconocido se hubiese apoderado de él, un desconocido que apenas le prestaba atención ni la miraba.
«Quiero que mi marido regrese. Pero ni siquiera sé cómo lo he perdido.»
El enorme letrero de PURVIS BMW la saludó al frente. Mattie entró en el aparcamiento, pasó ante las hileras de relucientes automóviles último modelo y divisó el coche de Dwayne, aparcado junto a la entrada de la sala de exposición. Se detuvo en la plaza contigua al coche de él y apagó el motor. Se quedó sentada un momento, respirando hondo. Inspiraciones purificaderas, tal como le habían enseñado en las clases de Lamaze. Las clases a las que Dwayne había dejado de asistir un mes atrás, porque pensaba que eran una pérdida de tiempo. «Eres tú quien va a tener al bebé, no yo. ¿Para qué necesito estar allí?»
Cielos, demasiadas inspiraciones profundas. Repentinamente mareada, se tambaleó hacia delante sobre el volante. Sin querer golpeó contra el claxon y dio un respingo ante el fuerte bocinazo. Miró hacia el escaparate y vio que uno de los mecánicos la estaba observando. A ella, a la esposa idiota de Dwayne, que tocaba el claxon sin motivo. Ruborizada, abrió la puerta, sacó su enorme vientre de detrás del volante y entró en la sala de exposición de los BMW.
Allí dentro olía a cuero y a cera de coches. Un afrodisíaco para los tíos, según Dwayne; aquel banquete de olores le provocó una ligera náusea. Se detuvo en medio de las voluptuosas sirenas de la exposición, los nuevos modelos del año, curvas sensuales y cromados que refulgían bajo los focos. Un hombre podía perder el alma en aquel salón. Bastaría con pasar la mano sobre ese flanco azul metálico, demorarse mirando su reflejo en el parabrisas, y empezaría a ver sus sueños hechos realidad. Vería al hombre que podría llegar a ser sólo con poseer uno de aquellos coches.
—¿Señora Purvis?
Mattie se volvió y vio que Bart Thayer, uno de los vendedores de su esposo, le hacía señas.
—Ah, hola —saludó ella.
—¿Busca a Dwayne?
—Sí. ¿Dónde está?
—Creo que... —Bart miró hacia las oficinas del fondo—. Deje que vaya a ver.
—No se preocupe. Ya lo encuentro yo.
—¡No! Quiero decir... Deje que vaya a buscarle, ¿vale? Tome asiento, mejor que esté sentada. En su estado no debería estar de pie mucho rato. Curiosa observación para que la hiciera Bart, cuyo vientre era más voluminoso que el de ella. Logró esbozar una sonrisa.
—Estoy embarazada, Bart, no lisiada.
—¿Para cuándo es el gran día?
—Dentro de dos semanas. Eso creemos, en cualquier caso. Nunca se sabe.
—Es verdad. Mi primer hijo no quería salir. Nació con tres semanas de retraso, y desde entonces siempre llega tarde a todo. —Le hizo un guiño—. Deje que vaya a buscar a Dwayne.
Vio que se encaminaba hacia las oficinas del fondo y le siguió con la suficiente celeridad para observar cómo llamaba a la puerta del despacho de Dwayne. No obtuvo respuesta, así que volvió a llamar. Al final se abrió la puerta y Dwayne asomó la cabeza. Dio un respingo al ver a Mattie, que le saludaba desde la sala de exposición.
—¿Puedo hablar contigo? —le preguntó casi gritando.
Dwayne salió enseguida del despacho y cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Qué haces aquí? —le espetó.
Bart miró al uno y al otro varias veces. Luego se apartó poco a poco en dirección a la salida.
—Oye, Dwayne... —dijo—. Creo que voy a salir a tomar un café.
—Sí, sí —murmuró Dwayne—. Puedes ir.
Bart salió presuroso de la sala de exposición, dejando a marido y esposa frente a frente.
—Te estuve esperando —dijo Mattie.
—¿Para qué?
—Para mi cita con el tocólogo, Dwayne. Dijiste que vendrías conmigo. La doctora Fishman esperó veinte minutos, luego ya no pudo esperar más. Te has perdido la ecografía.
—¡Oh, Dios! Se me olvidó... —Dwayne se pasó la mano por la cabeza, alisándose el cabello negro: siempre se preocupaba por el cabello, por la camisa, por la corbata. «Cuando comercializas un producto de primera», le gustaba decir, «tienes que aparentar que también lo eres»—. Lo siento.
Mattie buscó dentro del bolso y sacó una Polaroid.
—¿Quieres al menos echar un vistazo a la foto?
—¿Qué es?
—Es tu hija. Es la foto de la ecografía.
Dwayne echó una ojeada a la foto y se encogió de hombros.
—No se ve gran cosa.
—Aquí puedes ver el brazo, aquí la pierna. Y si te fijas bien, casi el rostro.
—Sí, fantástico. —Se la devolvió—. Esta noche llegaré un poco tarde, ¿sabes? A eso de las seis viene un tipo para probar un coche. Ya cenaré por ahí. Mattie volvió a meter la foto en el bolso y suspiró.
—Dwayne...
Él le dio un beso apresurado en la frente.
—Deja que te acompañe afuera. Vamos.
—¿No puedes salir a tomar un café o algo?
—Espero clientes.
—Pero no hay nadie en la tienda.
—Mattie, por favor. Deja que haga mi trabajo, ¿vale?
La puerta del despacho de Dwayne se abrió de repente. Mattie se volvió a tiempo para ver que salía una mujer, una rubia larguirucha que se alejó presurosa por el pasillo y se metió en otro despacho.
—¿Y ésa quién es? —preguntó Mattie.—¿Quién?
—Esa mujer que acaba de salir de tu despacho.
—¡Ah, ella! —carraspeó—. Es una nueva adquisición. Pensé que ya era hora de contratar a una vendedora. Ya sabes, para diversificar el equipo. Ha resultado un elemento muy valioso. El mes pasado vendió más coches que Bart, y eso ya es decir... Mattie se quedó mirando en actitud pensativa la puerta cerrada de Dwayne. Era entonces cuando había empezado todo: el mes anterior. Cuando todo cambió entre los dos. Desde que la desconocida se había incorporado al equipo de Dwayne.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Oye, de veras tengo que regresar al trabajo.
—Sólo quiero saber su nombre.
Mattie se volvió, miró a su esposo y, en ese instante, vio la culpa en su mirada, tan luminosa como un tubo de neón.
—¡Oh, Dios! —Dwayne le volvió la espalda—. Lo que me faltaba.
—Señora Purvis. —Era Bart, que la llamaba desde la entrada de la tienda—.
¿Sabe