le resultó un poco ñoña.
–¿Es usted extranjera, como yo?
Daisy lo miró, preguntándose cómo no había reparado en él antes, ya que era un hombre que no podía pasar desapercibido. Era alto y fuerte, con un rostro bello y el pelo corto canoso. Tenía una nariz grande y una boca más bien fina, pero la sonrisa daba confianza.
–Sí, no conozco a nadie, aunque he venido acompañada… Él está con unos amigos…
A Jules der Huizma le encantaba ayudar a las personas. Comenzó a hablar de cualquier cosa y notó como Daisy se relajaba al poco tiempo. Era una chica bastante agradable, pensó. Una pena que llevara ese vestido…
El hombre se quedó con ella hasta que Desmond se acercó adonde ellos estaban. Jules hizo un gesto con la cabeza y los dejó solos.
–¿Quién era ése?
–No lo sé… imagino que otro invitado. Ha sido agradable hablar con alguien.
–Cariño, lo siento –dijo rápidamente Desmond, esbozando una sonrisa maravillosa–. Escucha, me han pedido que vaya a una discoteca de Plymouth… irá mucha gente. Puedes venir si quieres, claro.
–¿A Plymouth? Pero, Desmond, son casi las dos. Me dijiste que me llevarías a casa, y ya se está haciendo tarde. Además, seguro que a mí no me han invitado, ¿no es así?
–Bueno, no, pero, ¿qué importa eso? ¡Por Dios, Daisy, déjate llevar, aunque sea por una sola vez… !
El hombre se detuvo al acercarse una chica delgada, vestida a la moda y con tacones altos, balanceando un bolso.
–Des… ¡aquí estás, por fin! Te estamos esperando.
La chica miró a Daisy y él dijo rápidamente.
–Ésta es Daisy, ha venido conmigo. Daisy, Tessa.
–Oh, vale. Me imagino que uno más no importa. Habrá sitio para ella en uno de los coches –respondió Tessa con una sonrisa débil.
–Eres muy amable, pero dije que estaría en casa hacia las dos.
Los ojos de Tessa se abrieron de par en par.
–Casi como la Cenicienta, aunque te has equivocado con el vestido. Eres demasiado tímida para llevar un vestido rojo –la mujer se volvió hacia Desmond–. Lleva a Cenicienta a casa, Des. Yo te esperaré aquí.
La muchacha se giró sobre sus ridículos tacones y se perdió entre los bailarines.
Daisy esperó a que Desmond dijera algo, por ejemplo que no pensaba ir con Tessa.
–De acuerdo, te llevaré a casa, pero date prisa al recoger tu abrigo. Estaré en la entrada –dijo enfadado–. Estás haciendo todo lo posible por arruinarme la noche.
–¿Y qué me dices de mi noche?
Pero él ya se había dado la vuelta y Daisy imaginó que ni siquiera la había oído.
Tardó varios minutos en encontrar su abrigo. Se lo estaba poniendo cuando oyó unas voces muy cerca.
–Siento que me tengas que esperar, Jules. ¿Vamos a la cafetería? Hay algunas cosas de las que te querría hablar. Me gustaría que pudiéramos estar más tranquilos, sin embargo. Sé que no habrá sido una gran noche para ti. Espero que encontraras a alguien con quien hablar.
–Hablé con una persona –Daisy reconoció la voz del hombre que tan simpático había sido con ella–. Una muchacha muy sencilla con un horrible vestido rojo. Un pez fuera del agua…
Los hombres se fueron y Daisy se dirigió a la entrada, donde Desmond la estaba esperando. Luego, él la llevó en silencio a su casa. Sólo habló cuando ella salió del coche.
–Pareces una estúpida con ese vestido.
Fue curioso, pero el comentario no le molestó tanto como el del hombre con el que había hablado poco antes.
La casa estaba en silencio. No se veía ninguna luz. Daisy entró por la puerta trasera, pasó al lado del despacho de su padre y subió las escaleras hasta su habitación. Su dormitorio era pequeño, aunque amueblado con gusto con cosas de la tienda de su padre. Los muebles eran de estilos distintos, pero en conjunto armonizaban de una manera agradable. Sobre la cama había un edredón hecho con trozos de tela de diferentes colores, unas cortinas blancas tapaban la pequeña ventana y de la pared colgaba una estantería, también de reducidas dimensiones, llena de libros.
Se desnudó rápidamente y luego envolvió el vestido, pensando en llevarlo al día siguiente a la tienda de segunda mano que había en la calle principal de la ciudad. Le habría gustado tener unas tijeras y cortarlo en pedazos, pero habría sido una estupidez. Tenía que haber alguna chica a la que le quedara bien. Daisy se metió en la cama cuando el reloj de la iglesia dio las tres. Luego, se quedó pensativa, repasando la jornada. Todavía amaba a Desmond, estaba segura de ello. La gente enamorada se peleaba, pensó. Desde luego, él había sido muy desagradable… Ella no había estado a la altura y Desmond había dicho cosas de las que seguramente se arrepentiría más tarde.
Daisy, una muchacha sensata y práctica por lo general, se estaba dejando cegar por el amor y parecía dispuesta a buscar cualquier disculpa para Desmond. Cerró los ojos, decidida a dormir. Por la mañana, todo volvería a su cauce.
Pero no fue así. Estuvo todo el día impaciente, esperando una llamada de él o una visita breve.
Trató de mantenerse ocupada con una vajilla china, pensando en que no sabía nada del trabajo de Desmond ni en qué pasaba su tiempo. Cuando salía con él alguna tarde y ella le hacía preguntas, él respondía de una manera vaga que no explicaba nada. Y, sin embargo, a pesar de la noche anterior, estaba dispuesta a escuchar sus disculpas… a reírse de la desastrosa jornada.
Incluso cuando se consolaba a sí misma con aquellos pensamientos, algo en su interior le decía que se estaba comportando como una adolescente ingenua, aunque no quisiera admitirlo. Desmond era, en su vida rutinaria, el símbolo del amor.
Él no telefoneó ni tampoco fue a verla. Varios días después, se lo encontró en la calle principal. Él debió de verla, porque la calle estaba casi vacía, pero continuó caminando como si no la conociera.
Daisy volvió a la tienda y se pasó el resto del día empaquetando unas copas de vino antiguas que un cliente conocido había comprado. Era un trabajo lento y que exigía mucho cuidado y eso le dio tiempo para pensar. Una cosa estaba clara: Desmond no la amaba, nunca la había amado, admitió con tristeza. Era cierto que la había llamado «cariño», y la había besado, incluso le había dicho que era la mujer de sus sueños, pero no había sido sincero. Ella había creído en él por necesidad. Ella no había conocido nunca lo que era el amor y al aparecer él fue como la respuesta a sus sueños románticos. Pero el romanticismo había sido sólo por parte de ella.
Terminó de envolver en papel de seda la última copa y puso la tapa a la caja. En ese preciso instante, se dijo a sí misma que su relación con Desmond se había terminado para siempre y… que no volvería a enamorarse nunca más.
De todas formas, las semanas siguientes fueron bastante duras. Había sido fácil habituarse a salir con Desmond y trató de llenar el vacío yendo al cine o a tomar café con sus amigas, pero no resultó todo lo bien que esperaba. Sus amigas tenían novio o se iban a casar y le era difícil no comparar su situación con la de ellas. Empezó a adelgazar y a pasar más tiempo del necesario en la tienda. Tanto, que su madre comenzó a animarla para que saliera.
–No hay mucho que hacer en la tienda en esta época del año –observó la mujer–. ¿Por qué no te vas a dar un paseo, tesoro? Pronto los días serán más cortos y más fríos y tendremos que trabajar mucho en navidades.
Así que Daisy salía a pasear. Casi siempre recorría el mismo camino hacia el mar. Iba bien abrigada para hacer frente al viento y la lluvia de noviembre. Solía encontrarse a otras personas solitarias que conocía de vista, paseando a los perros. La saludaban alegremente