Betty Neels

Sentimientos encontrados


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suyo en una casa a las afueras de la ciudad para disfrutar de la vida tranquila del campo. Le encantaba el mar, decía que le recordaba a su país.

      Un día, él iba caminando cuando vio a Daisy, que iba delante de él. La reconoció inmediatamente. Hacía un viento frío y él aumentó el paso mientras silbaba para que el perro de su amigo corriera delante de él. No quería sorprenderla y los ladridos de Trigger harían que volviera la cabeza, pensó.

      Y así fue. Daisy se detuvo para acariciar la cabeza del animal y miró hacia atrás. Lo saludó educadamente, aunque en un tono frío. Se acordaba perfectamente de los comentarios que el hombre había hecho en el hotel acerca de ella. Aunque cuando él contestó a su saludo, dejó a un lado la frialdad.

      –¡Qué agradable encontrar a alguien que le guste caminar bajo la lluvia y el frío!

      El hombre esbozó una sonrisa y ella lo perdonó. Después de todo, era cierto que se había sentido como un pez fuera del agua y que era una muchacha sencilla.

      Caminaron uno al lado del otro sin hablar demasiado, ya que el viento era muy fuerte. Al poco tiempo, decidieron de mutuo acuerdo volver a la ciudad. Subieron las escaleras del paseo y se dirigieron hacia la calle principal. Daisy se detuvo cuando llegaron a su calle.

      –Vivo aquí cerca con mis padres. Mi padre tiene una tienda de antigüedades y yo trabajo con él.

      El señor der Huizma entendió que estaba siendo despedido educadamente.

      –Entonces, espero tener la oportunidad de ir a ver la tienda algún día. Me gustan los objetos de plata antiguos.

      –A mi padre también. Incluso es bastante conocido por ello.

      La muchacha se quitó el guante y extendió la mano.

      –Me ha gustado mucho el paseo –dijo, estudiando el rostro de él–. No sé su nombre…

      –Jules der Huizma.

      –Desde luego, no es un nombre inglés. Yo soy Daisy Gillard.

      El hombre le dio la mano con firmeza.

      –A mí también me ha gustado el paseo. Quizá podamos repetirlo algún día.

      –Sí… quizá algún día –dijo ella–. Adiós.

      Y se alejó sin mirar atrás. Una lástima, pensó, que no se le hubiera ocurrido cómo hacer para que hubieran concertado alguna cita. Recordó entonces a Desmond y se dijo que no debía caer en el mismo error. Ese hombre no se parecía en nada a Desmond, pero, ¿quién había dicho eso de que los hombres siempre engañan? Probablemente eran todos iguales…

      En los días siguientes tuvo cuidado de pasear por otro camino… lo cuál fue totalmente inútil, ya que el señor der Huizma había regresado a Londres.

      Una semana después, cuando en las tiendas ya se exhibían los regalos y adornos de Navidad, volvió a encontrárselo. Pero esa vez fue en la tienda. Daisy estaba atendiendo pacientemente al párroco, que trataba de decidirse entre unos prendedores de la época de Eduardo VIII para su esposa. Daisy le dijo que se tomara su tiempo y se dirigió hacia el señor der Huizma que estaba al lado de una mesa llena de amuletos de plata.

      La saludó amablemente.

      –Estoy buscando algo para una adolescente. Quizá una pieza de éstas quedara bien en una pulsera, ¿qué le parece?

      Daisy abrió un cajón y sacó una bandeja con cadenas de plata.

      –Éstas son todas victorianas. ¿Cuántos años tiene?

      –Quince años más o menos –el hombre sonrió–. Y conoce perfectamente lo que está de moda.

      Daisy agarró una de las cadenas.

      –Si quisiera comprarla, mi padre podría fijar el amuleto en ella –la muchacha tomó otra de las pulseras–. Quizá le guste más ésta. Por favor, mire con toda confianza, no tiene por qué comprar nada… mucha gente viene sólo a echar un vistazo.

      Ella le sonrió y volvió con el párroco, quien todavía no se había decidido.

      En ese momento su padre entró en la tienda y atendió al señor der Huizma, de manera que para cuando el párroco se decidió finalmente y ella terminó de envolverle el broche elegido, el señor der Huizma se había ido ya.

      –¿Ha comprado algo el señor der Huizma? –preguntó Daisy–. No sé si te comenté que me lo encontré el otro día paseando.

      –Un hombre muy entendido. Me dijo que volvería antes del día de Navidad… le han gustado unas cucharas de plata…

      Dos días después, fue Desmond el que apareció en la tienda. Y no iba solo. Lo acompañaba la chica que Daisy conoció en el hotel. La chica iba muy bien vestida y, a su lado, Daisy se sintió como un ratón, ya que su padre la obligaba a vestir discretamente para que los clientes no se distrajesen y pudieran apreciar debidamente los tesoros de la tienda.

      Le hubiera gustado darse la vuelta y salir corriendo, pero eso habría sido una cobardía.

      Respondió educadamente al descuidado saludo de Desmond, a pesar de que sabía que se había sonrojado, y escuchó pacientemente como él le explicaba que sólo iban a echar un vistazo.

      –Aunque quizá nos llevemos algo para los regalos de Navidad.

      –¿Algo de plata? ¿O quizá de oro? –preguntó Daisy–. También tenemos unos adornos chinos muy bonitos que son algo más baratos.

      Quizá no había sido un comentario muy educado, pero Daisy no lo pudo refrenar, y tuvo que admitir que incluso le dio cierta satisfacción comprobar el enojo de Desmond. Aunque también se dio cuenta de que hubiera deseado que éste la mirara de un modo que dejara ver que la amaba a ella y no a la chica que lo acompañaba. Pero sabía que eso no tenía ningún sentido y que quizá tampoco ella lo amaba. Probablemente lo único que sucedía era que ese hombre había herido su orgullo.

      Estuvieron un rato mirando cosas y finalmente se marcharon sin comprar nada. Antes de eso, Desmond hizo un comentario en voz suficientemente alta para que lo oyera ella acerca de que habría sido mucho más probable encontrar algo de valor en Plymouth. Ese comentario hizo que Daisy perdiera el posible interés que le quedara por él.

      Durante sus habituales y solitarios paseos vespertinos, algo más cortos debido a las fiestas navideñas, decidió que no volvería a enamorarse nunca de ningún hombre. Y tampoco es que fuera a tener muchas oportunidades de que eso sucediera, pensó. Ni por su aspecto, nunca tendría el mismo cuerpo que las chicas de las revistas, ni por su conversación, incapaz de seducir a ningún hombre.

      Ella tenía varias amigas a las que conocía desde siempre. La mayoría estaban casadas ya o tenían un buen trabajo. Para Daisy, sin embargo, el futuro siempre había estado bastante claro. Había crecido entre todas esas antigüedades, las amaba y había heredado el talento de su padre para la profesión. De hecho sus padres, sin haberle obligado nunca a ello, estaban muy contentos de que siguiera en casa con ellos y los ayudara en la tienda, yendo de vez en cuando a visitar familias que se veían obligadas a vender sus pertenencias.

      Habían hablado de la posibilidad de que fuera a estudiar a alguna universidad, pero eso hubiera supuesto que su padre tuviera que emplear a alguien y su economía quizá no se lo hubiera permitido.

      Así que Daisy había aceptado su destino con resignación.

      Y así como dejó de pensar en Desmond, comenzó a acordarse del señor der Huizma, al que le hubiera gustado poder conocer mejor. Le gustaba lo educado que era y parecía que él la aceptaba tal como era, como a una chica normal.

      Pero ese día no le iba a quedar mucho tiempo para pensar en nadie. La tienda del señor Gillard se llenaba de antiguos clientes que solían ir todos los años a comprar algunos objetos para regalar por navidades.

      Daisy, mientras ordenaba varios juguetes antiguos durante esa fría y oscura mañana de diciembre, pensó que le gustaría ser una niña de nuevo