parte superior de la melena y se quitó las gafas de ver.
—Es bonito pensar que vas a por una cosa y te traes otra —murmuró Cami mirando por la ventana.
—Eso le pasó una vez a Alba —recordó Astrid cerrando el portátil de golpe y guardándolo en su bolso. Miró a su hermana con una burla mientras se quitaba los AirPods y añadió—: Iba a quedar una noche con un rubio y volvió a casa de madrugada con un negro.
Erin se empezó a reír y Alba dijo entre dientes:
—Reventada.
—Bienvenida a La Tierra, Astrid —la saludó Erin finalmente.
—Gracias —le siguió el juego—. ¿Has ideado algún bestseller en mi ausencia? —Astrid apoyó su cabeza en el hombro de Erin y se abrazó como si quisiera echarse una cabezadita.
—No te has ido tanto tiempo… —murmuró Erin—. Ni se te ocurra dormir ahora —recriminó moviendo su hombro arriba y abajo.
—Solo un ratito —Astrid bostezó.
—No. Has tenido todo el trayecto para hacerlo y queda media hora para que lleguemos. Además, me prometiste que no trabajarías de más y que este viaje sería para las cuatro y para disfrutar del pasado de mamá.
—Sí… —canturreó—. No te preocupes, solo quería dejar preparada una estrategia de venta para cuando volvamos. No haré nada más. Palabrita.
Erin adoraba a su hermana pequeña, pero era una embaucadora nata. Sabía perfectamente que tendría que llamarle la atención en más de una ocasión.
—¿Y tú, rubita mía? —Astrid abrió un ojo y miró a su hermana Cami—. ¿Ya tienes una Estrella Michelín?
—Tiempo al tiempo —Cami sonrió y le guiñó un ojo.
—Yo lanzaré tu negocio —le prometió—. Se te conocerá por tus platos pero serás la chef más buenorra del mundo.
—Cuento con ello —Cami le siguió el juego.
Alba observó a Erin y entornó los ojos. La típica expresión de las hermanas mayores al oír las ocurrencias de las pequeñas.
Aunque no se llevasen casi nada.
—Venga, chicas —las animó Alba acudiendo de nuevo al juego—. Con diez letras. Manifestación de una verdad secreta u oculta.
—Descubrimiento —dijo Astrid sin mucho interés.
—Menos mal que ganas dinero con otras cosas… —la regañó Alba con tono jocoso—. Son diez letras, no catorce.
Astrid bizqueó. Cami alzó un dedo.
—Exposición.
Alba revisó y negó con la cabeza.
Las tres hermanas alargaron la intriga todo lo que pudieron, sin contar con Erin, hasta que al final tuvieron que ceder a la sabiduría de la mayor.
—¿Erin?
Ella apoyó la cabeza sobre la de Astrid, se humedeció los labios y contestó:
—Cuando se devela una verdad secreta u oculta es una revelación.
Alba chequeó y acto seguido murmuró.
—Qué jodidamente buena es. Y pensar que no hay ni un maldito libro con tu autoría —espetó enfadada.
Erin sonrió de oreja a oreja y se encogió de hombros. Esperaba que eso cambiase más pronto que tarde. Y deseaba que ese viaje la ayudase a liberarse y a escribir y contar las historias que realmente anhelaba contar.
Decían que quien lee viaja a todas partes. Erin quería que ese viaje le diera el valor y las ideas suficientes para publicar su primer libro.
Croacia
Dubrovnik
Viggo solía beber el whisky sin hielo. Seco, sin la compañía de otro licores que suavizaran su sabor y sin excesivas florituras. ¿Por qué edulcorar algo que era tan fuerte?
Sentado en la barra de aquella taberna, encorvado sobre su copa, y vestido con ropa oscura, intentaba aislarse de cualquier palabra o conversación que lo envolviera. Su pelo espeso y liso, que le llegaba por los hombros, llamaba la atención por su color plata, una tonalidad que no podía corresponder a un hombre de unos treinta y cinco años, como él tenía. De complexión fuerte y espalda grande, cualquiera que lo viera pensaría que se había teñido por fuerzas mayores como la moda o un estilismo muy personal. Pero siempre lo había tenido así y Viggo podía ser muchas cosas menos un fashion victim. Sus rasgos serios y su expresión severa se pronunciaban más por el color inverosímil de sus ojos, de un matiz magenta y tormentoso, protegidos por unas cejas curvadas y perfectas, en forma de ala de pájaro que combinaban con el excéntrico color de su pelo. Sus labios gruesos y rosados, insuflaban armonía y atraían, a pesar de esa diminuta cicatriz en el labio superior que lo mutilaba con una imperfecta perfección.
Sí. Viggo era un imán de atracción, una escultural anomalía en todo aquel recinto en el que prodigaban hombres que eran copias unos de otros. Pero era un vórtice de oscuridad que nadie podía intuir, y menos las chicas que revoloteaban ante él y meneaban el trasero bailando, solo para que dejara caer su atípica mirada en ellas. Para que las deseara. Para que las oliera.
Viggo alzó la mano y tomó un sorbo lento del whisky mientras miraba a esas hembras a través del espejo que había tras la barra del pub. Las croatas eran mujeres muy guapas pero no llevaban bien los efectos del alcohol. Hablaban entre ellas y lo miraban y cuchicheaban de nuevo… La mirada lánguida y con los párpados ligeramente caídos de Viggo se deslizó por sus cuerpos, especialmente por el de la más atrevida, una pelirroja con pechos grandes y culo enorme. En otro momento se la habría llevado al baño y habría hecho con ella lo que hubiese querido y a ella le habría encantado.
Pero no era una buena idea. No en ese instante ni en ese lugar. Hacía mucho tiempo que no se dejaba llevar por esos instintos.
Se sentía inquieto y expectante, sabedor de que algo iba a cambiar. Los animales presagiaban el peligro y el cambio de energía antes de que este se manifestase. Él también.
Dejó el vaso sobre la mesa, aburrido de ver a esas chicas y se pasó la lengua por los dientes superiores, rectos y blancos. Observó penetrantemente el líquido parduzco hasta que escuchó un ligero pitido en el oído derecho, y percibió algo. Una energía que era imposible de calificar o definir. Sus sentidos se afinaron, y en el interior del vaso, el brebaje destilado dibujó una onda, producto de una vibración intangible para cualquiera, aunque no para él. Sus sentidos eran tan agudos que observó cómo esa onda se extendía hasta las botellas expuestas detrás del barman, que llegaron a tintinear por el remezón resultante sobre los estantes metálicos adosados a la pared. Fue una oleada imperceptible para cualquiera de los ahí presentes, distraídos y concentrados en su realidad más mundana y superficial.
Para Viggo Blodox, en cambio, fue como un pistoletazo de salida.
¿Podía ser que…? ¿Era posible?
Tomó su iPhone negro e hizo una llamada con tono tan serio como su rictus. La voz que contestó al otro lado de la línea era masculina y ronca:
—No es posible. ¿A qué se debe esta inesperada sorpresa?
Ni un «hola», ni un «¿cómo estás?»…
Viggo se dio la vuelta y apoyó las caderas sobre la barra sin dejar de sujetar su teléfono.
—Está pasando —contestó sin más.
La pelirroja se acercó más a su cuerpo pensando que él le estaba prestando atención por fin. Pero nada más lejos de la realidad. Y al otro lado de la línea el silencio era tan tenso y se alargó tanto que parecía que hablaba con el vacío. Pero Viggo comprendía su reacción, aunque no tenía todo el tiempo del mundo.
—¿Estás absolutamente seguro?