y natural —aclaró Astrid—. Además, quiero que siga siendo así para que continúes alimentándome con esas magdalenas increíbles que haces. ¿Cuántas visualizaciones tienes ya en YouTube?
—¡Yo qué sé! —contesta sonriente—. No las cuento.
Erin fue la primera en empezar a caminar hacia la salida de la estación. Pero antes de eso iría un momento al baño. Tenía la sensación de que se había roto el frasquito de su perfume y quería asegurarse de que no era así. Además, se orinaba desde hacía rato, pero no quería volver a entrar al baño del tren porque olía muy mal y le daba un poco de asco.
—Id tirando —sugirió Erin abrigándose un poquito y cruzándose la parte delantera de su tres cuartos. Refrescaba a esas horas de la noche—. El señor de nuestra Villa tendrá un cartelito con nuestro apellido. Así que buscad al único señor que tenga una hoja con «Bonnet» escrito en negro y sin faltas de ortografía. Voy a mear.
—Te esperamos —dijo Alba.
—No. No hace falta. Id tirando, por favor, que el hombre se quede tranquilo ya al vernos.
—Perfecto. No tardes —contestó la del pelo caoba—. Vamos.
Mientras las tres se dirigían a la puerta de salida del edificio, Erin se desvió hacia la puerta de mano derecha y rezó por que el baño estuviera decente y limpio. Que no oliese mal, al menos.
No esperaba nada del otro mundo, porque la estación no lo era, así que no se sorprendió al encontrar un baño funcional con un par de lavamanos, un espejo de cristal agrietado por las esquinas, y una puerta abierta que quería decir que estaba libre, y que funcionaba, dado que la otra estaba cerrada y había un cartel de prohibido pasar.
Erin metió la maleta como pudo dentro del lavabo, y se dio prisa en orinar lo más rápido posible y sin sentarse en el retrete. Cuando salió, al menos tenía la vejiga más liberada, pero cuando vio su reflejo en el espejo se dio cuenta de que el poco rímel que llevaba se le había corrido y que le faltaba un poco de cacao en los labios. Se maquillaría, pero antes se aseguraría que su perfume Chanel no se había roto. Era de las pocas cosas en las que disfrutaba gastarse dinero: en los perfumes, en las libretas para hacer lluvias de ideas y en sus teclados para sus iPads. Ese era su único vicio y capricho.
Abrió la maleta en el suelo, que al menos no estaba sucio, y vio que el perfume seguía en su compartimento, entero. Pero se le había salido el tapón y eso había hecho que el vaporizador se activase de vez en cuando, por eso olía tanto a bergamota, rosa, cedro y sándalo. Gracias a su documentación para una de sus novelas «ordenadas» por la editorial tuvo que investigar sobre perfumes y descubrió que un solo perfume podía tener tres aromas diferentes. El de salida, el corazón y el de fondo. Había aprendido a olerlos. Su Chanel N.19 tenía muchas notas que ya sabía diferenciar. Siempre había sido muy buena de olfato, aunque la artista de la cocina era Cami. Su hermana muchas veces le decía que ojalá lo tuviera tan fino como ella. A lo que le contestaba que ojalá ella pudiera llegar a tanta gente como hacía Cami con su canal.
Erin cubrió el frasco con el tapón, cerró la maleta con la cremallera y cuando se levantó y miró al espejo otra vez, dio un grito ahogado y rápidamente se sujetó el pecho con una mano.
Al otro lado, la anciana que estaba sentada afuera, la miraba con sus ojos achicados por el tiempo y un rostro enjuto marcado por las arrugas. Era como la típica abuela de pueblo, con la espada visiblemente curvada, con su pelo blanco recogido en la nuca, sus zapatillas de tela negra en los pies, falda que le llegaba por debajo de las rodillas, y un cardinal azul oscuro.
—Qué susto me ha dado… por Dios —dijo cogiendo aire de nuevo.
La señora seguía mirándola, así que Erin procedió a lavarse las manos con rapidez, porque se sentía incómoda con la inspección. Esa mujer olía muy mal. Muy fuerte.
Erin procedió a enjabonarse rápido y a mirar hacia abajo, pero cuando volvió la mirada al frente de nuevo, tenía a la mujer pegada a la espalda.
—Oiga, señora… ¿qué hac…?
La anciana abrió su mano y le mostró un polvo blanquecino. Erin no sabía qué quería que viese. Pero la anciana no pretendía enseñarle nada. Simplemente sopló el polvo con fuerza y este rodeó el rostro de la joven como en una nube. Erin lo inhaló, dado que la había tomado por sorpresa, y sus efectos fueron inmediatos. Sintió que se le iba el mundo de vista, que el suelo ya no la sujetaba, y que perdía la fuerza para mantenerse en pie.
Cayó al suelo y se golpeó el rostro de muy mala manera. Pero ni siquiera lo sintió. ¿Se le había dormido el cuerpo? ¡Ni siquiera podía hablar!
La señora se agachó para observar su rostro y le pasó uno de sus viejos dedos por la mejilla para susurrar:
—Morate se procistiti. Hay que purificarse.
«No entiendo el croata. Y le huele la boca a ajo».
Los ojos de Erin se llenaron de lágrimas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no podía gritar? Sus hermanas tenían que venir y ayudarla.
A continuación entraron dos hombres con botas militares. No atinaba a verlos. Y ni siquiera sabía por dónde habían entrado. ¿Qué…? ¿Pero qué hacían ahí? La cargaron sobre el hombro de uno de ellos y la sacaron de ese lugar. Erin se estaba quedando sin conocimiento. ¡La estaban secuestrando! ¿Por qué? ¡Ella no era nadie!
Lo último con lo que se quedó su retina fue con una explosión. No sabría dónde se originó, porque ya ni oía ni veía bien. No sabía si fue dentro de la estación, o afuera… sus hermanas estaban ahí... ¡sus hermanas no podían resultar heridas!
¡¿Y qué iban a hacer con ella?! ¡¿Dónde la llevaban?!
Erin no sabía rezar. Pero rogaba por que alguien la ayudase. Estaba bocabajo sobre el hombro de un desconocido. Se la llevaban. ¡La estaban metiendo en una furgoneta!
Kanfanar resultaba ser una maldita pesadilla de la que no sabía si iba a salir con vida. Ni siquiera sabía si sus hermanas estaban bien. ¿Qué demonios había sido esa explosión?
—Spavati. Duerme —la vieja le pasó los dedos por los ojos y se los cerró.
Erin se quedó dormida en medio de una exhalación. Ya no supo ni pudo ver nada más, solo entregarse al abrazo de la oscuridad inconsciente.
Dvigrad
Erin abrió los ojos para darse cuenta de que no se podía mover porque estaba atada de pies y de manos. El mareo no la dejaba pensar con claridad, y su mente seguía aletargada por lo que fuera que había inhalado. Abrió los dedos de las manos y los cerró de nuevo para tocar suavemente la superficie en la que estaba estirada. Era piedra. Una piedra rugosa, trabajada con torpeza.
Movió la cabeza a un lado y al otro y observó atónita que había dos personas cuyos rostros estaban ocultos por holgadas capuchas que formaban parte de unas capas largas hasta los tobillos. Se les asomaban las facciones. Eran un hombre y una mujer. Inexpresivos, no movían un solo músculo de su cara mientras la miraban.
Dios… necesitaba pensar con claridad y que la bruma de la confusión se disipara. ¿Estaba al aire libre? Sí, lo estaba. Las nubes grisáceas y lluviosas bailoteaban sobre el oscuro techo estelar en el que no se divisaba ni luna ni estrellas. Iba a llover.
—Je li spremna? ¿Está lista?
Una voz surgió de la oscuridad. Solo una pequeña lámpara de gas iluminaba aquel tétrico cónclave. Ellos hablaban en croata y Erin no comprendía absolutamente nada. Estaba temblando, presa de la ansiedad y del frío por sus extremidades entumecidas.
—¿Qué estáis haciendo? Sacadme de aquí… —pidió llorando—. Esto ha debido de ser una confusión. No sé qué queréis de mí…
—Chist.
Dos dedos fríos tocaron su frente y le hicieron la señal de la cruz. Era una tercera persona. Otro hombre.