en una de sus cinco impresionantes suites, se apresuró a dejar a Erin sobre la cama, de estructura sobria, con columnas y cortinas transparentes que evitaban a los mosquitos. En esa casa ya había suficiente con un chupasangres como él, no necesitaba más.
Las hemorragias de la joven habían cesado y podía escuchar cómo los órganos y la carne se cerraban de dentro hacia afuera, pero necesitarían toda la noche para cicatrizar. Y después… lo que vendría después de haberle dado su sangre, ya se vería. Viggo todavía estaba replanteándose de qué manera le afectaría la aparición de esa mujer a él y a los suyos. ¿Para bien o para mal? Lo importante era tenerla cerca para controlarla. Pero en ese momento, solo importaba que ella descansase para que su transfusión hiciese el resto.
La desvistió procurando despegar los trazos de tela que se le habían pegado a las heridas. Al abrirlas, de estas brotaba sangre nuevamente, aunque volvían a cerrarse en respuesta al poder curativo y recuperador hemoglobínico de su propio plasma. Una vez la desnudó, se quedó mirando su cuerpo. Admirándolo, mejor dicho. Erin era una chica muy bonita y su sangre no dejaba de cantarle, como una sirena a un marinero. Le retiró las largas hebras del rostro y apreció sus elegantes facciones, leonadas en los ojos, y terriblemente sensuales de nariz para abajo. Una mujer morena con un aura que exudaba atracción. Mientras pensaba en ello, rodeaba dos de sus dedos en su mechón, como si quisiera hacerle tirabuzones. Hasta que se dio cuenta de ello, y lo desenroscó rápidamente. Se apartó del cuerpo torturado de esa hembra y la estudió como el salvaje animal que era. Ni siquiera había encendido la luz de la habitación. No hacía falta, porque la claridad lapislázuli de la noche tormentosa bañaba sus extremidades y le otorgaba el aire de una princesa guerrera sacrificada en pos de los dioses.
Viggo se pasó la lengua por uno de sus colmillos, y tras frotarse la boca con el dorso de la mano, se dio media vuelta y el movimiento hizo que la trescuartos ondease tras él como la capa de un rey. Tenía que salir de ahí. Estaba intranquilo y ella olía demasiado bien. Volvería y la velaría cuando se recuperase del efecto que provocaba en él. Viggo estaba muy acostumbrado a prohibirse a sí mismo y a controlarse, no era nada nuevo.
También lo haría con ella. Porque ceder a sus instintos siempre lo había llevado a la autodestrucción y al caos. Y no había esperado tanto tiempo a la aparición de esa «anomalía» con cuerpo de mujer para perder las riendas. Llevaba una eternidad buscando una razón de ser más allá del pago por su inmortalidad y cumplir a rajatabla con sus quehaceres.
Su respuesta estaba ahí tumbada, luchando por su vida. Viggo le daría la oportunidad de vivir.
Por él. Y por ella.
Abrió los ojos al notar un suave aleteo a su alrededor. Estaba en una pradera en medio de algún lugar que desconocía. A cielo abierto y campo ligeramente cubierto por algunos árboles que no sabría identificar y, entre un par de manzanos. Una mariposa se había aposentado sobre su mano derecha. Estaba tumbada sobre un mullido césped, bañado por el sol que además le calentaba la piel. Iba vestida de blanco y se sentía abatida.
Con sus ojos negros ya abiertos con toda su curiosidad, oteó el horizonte en busca de algún cartel que le indicase dónde se encontraba, o alguna persona que la pudiese ayudar. Pero allí no había nadie. Solo paz, sosiego y naturaleza.
No obstante, todo eso estaba equivocado. Ella no debía estar ahí. Mesó su melena con sus manos y después palpó su tórax en busca de heridas. Porque recordaba lo que le había sucedido. Por eso no lograba encajar esa visión de sí misma en aquel plácido lugar. Hasta que oyó una voz de niño. Erin se levantó y caminó con sus pies descalzos hacia el origen de aquella vocecita.
—Eso es... cuidado —decía el niño acuclillado, mirando hacia abajo, entre los matorrales.
Tenía el pelo rubio, largo, sin ser melena, y rizado, acompañado de un perfil dulce y sereno. No llevaba ropa, excepto por una especie de calzoncillo marrón oscuro. ¿Cuántos años tendría? ¿Cinco? ¿Seis?
—¿Hola? —Erin se acercó al muchacho no sin recelo. ¿Por qué estaba ella ahí en compañía de un crío semidesnudo?
—Mira, ven, Erin —contestó el niño girando el rostro hacia ella con gesto noble y risueño.
A Erin no le sorprendió tanto que conociera su nombre, como la extraña tonalidad de sus ojos, del color del sol del atardecer.
Él volvió a mirar a lo que fuera que tenía entre las piernas y lo acariciaba con las manos con suavidad y mucho tiento.
—¿Por qué me conoces? —preguntó ella arrodillándose al lado del niño con total confianza. Como si lo conociera de toda la vida. Pero no era así. Era la primera vez que lo veía, aunque ciertamente, su aspecto le era familiar.
Él sonrió y mostró a Erin aquello de lo que estaba cuidando retirando la broza que afloraba desde aquella tierra bendecida por la fertilidad. Era una chinchilla. Una chinchilla que tenía una aparatosa herida en el vientre. Y estaba muriendo.
Erin amaba a los animales y no toleraba que sufrieran. Por eso al verla malherida se apiadó de ella.
—Pobrecita —murmuró con tristeza—. ¿Qué le ha pasado?
El niño tomó a la chinchilla marrón de patas blancas entre sus manitas, y la acunó contra su pecho.
—El carnicero le ha hecho daño —contestó.
—¿El carnicero?
El pequeño rubio asintió sin más. Frotaba el lomo del animal para calmarlo en su último aliento de vida. A pesar del extravío de ubicuidad de Erin no estaba todo lo asustada que tenía que estar.
—Está muriendo —musitó ella con lágrimas en los ojos. Ella sabía lo que era luchar por la vida.
Él la miró comprensivo y contestó:
—Claro que está muriendo. El defecto de la existencia es la muerte.
Aquello golpeó con fuerza la conciencia de Erin, porque no podía comprender cómo un ser tan pequeño pudiera hablar con tanta sabiduría.
—Me estoy poniendo muy nerviosa. —Se levantó del suelo y el niño hizo lo mismo—. ¿Quién eres?
—Eso no importa.
—Claro que importa.
—¿Sí? ¿Quién eres tú?
—Ya lo sabes. Me llamo Erin.
—¿Ves? Tu nombre no me dice nada. ¿Qué te iba a decir el mío? —se echó a reír.
Ella frunció el ceño.
—¿Te burlas de mí?
—No más de lo que lo hace tu mundo.
Ella se frotó el pelo y volvió a echar un vistazo alrededor. Aquel lugar era un paraíso. Un paraíso en la tierra. Un vergel nunca antes visto y que ni siquiera ella, con su capacidad de descripción y de palabra podía llegar a retratar.
—Este es un lugar imperfecto. No lo mires como si fuera inenarrable.
—¿Por qué dices eso?
—Porque hay muerte —le mostró a la chinchilla—. Como en tu mundo. Un mundo de muerte y enfermedad no es bueno. Es un purgatorio.
—Ya... ¿quién demonios eres?
—Soy el sembrador —contestó como si fuera obvio. La miró de arriba abajo—. ¿Ha sido muy malo?
—¿El qué?
—Lo que te han hecho. Son unos infelices salvajes. —Volvió a reír acariciando a la chinchilla entre las orejas.
—Estoy muerta. ¿Es eso? —Se sujetó el vientre asustada—. Me mataron y ahora estoy en el Más Allá.
Él dejó ir una risita divertida.
—Memeces. Esto no es el Más Allá.
—¿Y qué es?
—Es