—Sí. Ya la tienes. Está correteando en tu interior. —Detuvo sus ojos anaranjados en el estómago de Erin—. Estás en transición. En un limbo en el que deberás elegir tu nueva naturaleza.
—¿Qué?
—¿Recibirás a la serpiente? —preguntó con la ilusión de alguien de su edad.
—No entiendo nada. ¿Qué serpiente? ¡Me... me mataron! Me apuñalaron no sé cuántas veces, y después... —Se quedó pensativa y acudió a su mente la mirada magenta clara de aquel desconocido—. Solo le vi a él. Y él… —se sujetó la cabeza—. No recuerdo nada más. —Resopló frustrada mirándose el cuerpo—. Ya no tengo heridas.
—Estás en otro plano. Es normal que no las tengas.
El niño dejó a la chinchilla en el suelo, y para sorpresa de Erin, esta empezó a corretear y a campar libre por el prado.
—Procura que el cazador no vuelva a encontrarte —sugirió él alzando la voz en dirección al pequeño animal que lo miraba agradecido para después desaparecer entre las flores.
—¡Estaba moribunda! —exclamó Erin asustada alejándose del crío dando pasos hacia atrás—. Oh, Dios… tengo que salir de aquí.
—¿Dios? —se echó a reír.
—¿Cómo salgo?
—No hagas eso —le pidió él—. No huyas.
—¡Estaba muriendo y ahora ese animal corre como si nada! ¡¿Qué le has hecho?! ¡¿Quién diantres eres?!
—No te asustes. Eres tú la que has venido a conocerme. Yo solo tengo que dar la aprobación.
—¿Que me tienes que dar la aprobación? ¿De qué?
—Sí. Estás en nuestro equipo ahora. Nada es tan malo como parece y la realidad en la que vives es mucho, muchísimo más de lo que ves. Cuando te muerda la serpiente lo descubrirás.
—Quiero ir con mis hermanas —dijo desesperada—. Ese es mi único equipo.
—Tus hermanas, ¿eh? —La miró de arriba abajo—. Sois un conjunto curioso de mujeres… —por el modo en que lo decía parecía que las conocía—. Tranquila. Ellas están vivas.
—Y yo no —asumió con la barbilla temblorosa—. ¿Es eso?
—Para ir con ellas hay un peaje que pagar, Erin.
De repente, el escenario cambió súbitamente, y se encontraron ambos bajo el imponente manzano. Erin no lograba entender o discernir esa realidad en la que su conciencia parecía levitar, seguramente, a las puertas de su adiós a la vida. ¿Era ahí donde la gente en su lecho de muerte iba?
—No pienses en esas cosas —pidió él leyéndole la mente—. Viva o muerta… sigues sin estar despierta. Mira, la vida existe de muchas maneras. Este es un universo con muchas imperfecciones y hay demasiadas realidades camufladas. El Bien, el Mal: los ángeles, los demonios. La luz, la oscuridad. La vida, la muerte. No solo hay un estado en el que ser y permanecer. Ni todo es blanco o negro. En medio hay una vasta colección de colores...
—No entiendo por dónde vas. ¿Qué eres? ¿Un ángel? ¿Un pequeño dios?
Eso hizo reír mucho al crío.
—¿Un pequeño dios? —se quedó pensativo—. Todos los dioses que conoces son en realidad pequeños. Pero eso es conocimiento avanzado para ti. Ahora mismo no estás capacitada para entender qué o quién soy. Lo que sí sé es que llevas mi marca. Pero para aceptar mis dones deberás dejar que la mamba negra te muerda. O te perderás y Él se apoderará de ti para siempre.
—¿Él? ¿Quién? No entiendo nada…
—Si aceptas a la serpiente, comprenderás todo. Toma. —Alzó su mano y la hundió entre las ramas del manzano hasta extraer una manzana roja y de aspecto delicioso—. Seguro que tienes hambre.
Erin vio el fruto que había extraído del árbol. No sabía que estaba tan famélica hasta que su estómago rugió. Erin arrebató la manzana rápidamente de sus manos. Su color rojo la hipnotizó. Parecía un bocado suculento, se le aguó la boca y acarició la lisa piel con su pulgar. Roja… qué hermosa era.
—No comértela sería un pecado. —El muchacho sonrió y se cruzó de brazos ante ella.
—¿Por qué tengo que morderla? —La estudió minuciosamente.
—Porque quieres. Te estoy dando la oportunidad de despertar, Erin. Te doy a elegir entre morder esta manzana o morder el polvo. Y si haces lo segundo, nunca más verás a tus hermanas. Yo te estoy liberando de cualquier prisión en la que hayas vivido.
—¿Y por qué haces eso? ¿Haces esto con todos los que se mueren?
Él la miró asombrado.
—No, por supuesto que no. Solo con los que llevan mi marca. Ya te lo he dicho.
Lo miró con recelo, con la manzana todavía entera en su mano.
—¿Qué quieres a cambio?
—Eso ya lo descubrirás. No te será difícil, eres una chica muy lista.
—No tanto —dijo quitándose presión.
—La mente de un escritor es lo más cercano que hay al poder de un creador. Seguro que atarás cabos. Lo dejo en tus manos.
—Eso es algo que dice mucho mi editor —se burló.
—Los míos llevan demasiado esperándoos. No lo demores más. Ha llegado el momento. Muerde la manzana —le ordenó con gesto severo.
Erin se vio obedeciendo el imperativo del pequeño. Hundió sus paletas en el fruto crujiente y húmedo y disfrutó del increíble y fresco sabor. Nunca había saboreado una manzana así, tan deliciosa y suculenta.
La tragó y experimentó una sensación de frío y calor en el estómago que la puso a tiritar de inmediato.
Cayó súbitamente al suelo y la manzana mordida rodó por el suelo hasta detenerse frente a los pies desnudos de aquel mocoso sabiondo de aspecto angelical e inquisidor.
—No me mires así. Yo no soy el malo —dijo recogiendo la manzana para morderla él.
Erin empezó a convulsionar. Puso los ojos en blanco, y el escenario en el que se hallaba se fue desdibujando poco a poco, hasta que se volvió todo oscuro.
Le habían apagado la luz de golpe.
Estaba sentado en el sillón orejero tapizado de color rojo. Lo había colocado frente a la cama, para ver cómo esa mujer pasaba la noche.
Y la pasaba tan mal, que sus gritos y su agonía le agujereaban la piel como si fueran agujas. Viggo sabía lo que implicaba darle su sangre, pero el dolor de Erin le afectaba. Quería estar ahí para que no se sintiera sola, para ofrecerle una compañía moral y presencial que ella no iba a percibir. Y porque… le gustaba mirarla. Esa era la verdad.
Había empezado viéndola desde el sillón a unos cuantos metros de la cama. Pero con cada berrido y cada lamento, acababa arrastrándolo por la moqueta hasta ubicarse a su lado, con las rodillas pegadas a la estructura de madera y el cuerpo inclinado sobre su torso, como un paraguas que la protegía de una tormenta. No era la tormenta del exterior la que la dañaba. Los truenos, el granizo, los relámpagos y los huracanes se hallaban en su interior, dando bandazos y destrozando todo lo que genéticamente una vez había sido, para reconstruirlo y crear algo que ella no podría imaginar.
Era un jodido perro guardián. Así se sentía.
—¡Mis hermanas! ¡Quiero ir con ellas! —balbuceaba Erin con la cabeza dando bandazos de un lado al otro. No podía abrir los ojos. Estuviera donde estuviese, era un lugar del que no podría salir hasta que amaneciese. Su cuerpo despertaría cuando dejase de luchar. Y esa belleza era muy peleona.
Empezó