Lena Valenti

La Orden de Caín


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que... —Tragó saliva y se aclaró la garganta—… Morí. Pero te recuerdo a ti, cuando cerré los ojos... y ahora estoy en este lugar... —Analizó su alrededor asustada—. Quiero la verdad.

      —Me rogaste que te ayudara.

      Ella recordó ese instante y asintió.

      —Sí.

      —Y eso he hecho.

      —¿Qué es lo que has hecho? ¿Por qué estoy en ropa interior? —Se miró el vientre desnudo y los muslos cuya piel se erizaba porque no podía dejar de hacerlo cada vez que ese hombre hablaba. Ese tono se colaba bajo su piel. Hablaba un español muy claro y conciso, pero no creía que ese fuera su idioma natal.

      Él se quedó en silencio, valorando cómo estaba de preparada Erin para escuchar la verdad. Pero no era hombre de ir con paños calientes. Además, tampoco había mucho tiempo para ayudarla a comprender lo que le estaba pasando. Así que decidió ser franco.

      —Me llamo Viggo. Sigues en Croacia. En Dubrovnik.

      —¿En Dubrovnik? ¿Qué hago en Dubrovnik? Estaba en Kanfanar la última vez.

      —Ayer por la noche unos acólitos de la Legión del Amanecer, provocaron un atentado en la estación de Kanfanar con el objetivo de secuestrarte y no dejar testigos.

      —¿Por qué querrían secuestrarme?

      Viggo también se hacía la misma pregunta, pero rehusó contestar.

      —Lo lograron. Te llevaron con ellos e intentaron sacrificarte. Te asestaron siete puñaladas que alcanzaron órganos vitales de tu cuerpo. Una por cada pecado. Estabas a punto de morir, hasta que llegué yo —se crujió los dedos de la mano derecha—. Me encargué de ellos, y cuando llegué a ti estabas a unos segundos de morir desangrada. Lo evité —explicó estoico sin mover un solo músculo de su cuerpo.

      Erin recordó la explosión, y las puñaladas... pero todo lo demás le sonaba a cuento chino. Y le parecía que era una pesadilla irreal. ¿Por qué habían querido hacerle todo eso? ¿Y si no era verdad? ¿Y si era todo una manipulación?

      —No me lo creo. Recuerdo lo que me dices pero me cuesta creer que haya pasado realmente.

      —Créeme. Pasó.

      —Pudiste drogarme. Me has inoculado burundanga en algún momento en el asqueroso café del tren, y después me has podido inducir estos pensamientos sobre algo que no pasó. Se llama manipulación psicológica, la usan los militares.

      —¿Por qué iba a querer hacerte eso? —preguntó descolocado y divertido.

      —Para violarme. ¿Es eso? ¿Pasó eso? ¿Por eso estoy medio desnuda? ¡¿Eres un maldito violador?! —le lanzó el paragüero.

      Viggo no necesitó moverse. No le iba a dar. La chica tenía muy mala puntería. Ya la mejoraría si, al final, acababa abrazando la transición. El objeto rebotó contra la pared y cayó al suelo tristemente. Ahora aún tenía facultades mediocres y humanas.

      —Erin, ayer estuviste a punto de morir. Lo sabes. Te acuerdas perfectamente. Te recogí en el altar central de piedra de las ruinas. Fueron a por ti, por el mismo motivo por el que yo te encontré. Estabas destrozada. Yo te salvé. Mira tu cuerpo. No tienes heridas ya, solo marcas rosadas casi cicatrizadas. No es ninguna mentira.

      —¿Comercias con órganos? —Erin se abrazó a sí misma mientras frotaba esas marcas aún tiernas con la yema de los dedos. Le dolían—. ¿Me has extraído alguno?

      Viggo achicó su mirada y continuó con esa medio sonrisa indolente a la par que sensual.

      —Eres rápida y muy creativa en tus argumentos. ¿A qué te dedicas, mujer? ¿Guionista?

      —¿Mujer? ¿De qué siglo has salido tú? —lo miró horrorizada—. Soy escritora.

      —Debí suponerlo —musitó congratulado y después continuó con su aclaración de lo ocurrido—. No niegues lo evidente. Pareces una mujer inteligente y cabal. ¿Te acuerdas de cómo rasgaba tu piel el cuchillo? La agonía, el dolor... Claro que sí. Lo recuerdas. Sabes que no miento. Es imposible inocular esas ideas, como bien dices.

      Ella se mordió el interior de la mejilla. Se sentía desorientada y extraviada. Estaba viva pero, la única verdad era que no debería de estarlo. Tenía impresa en la memoria la incómoda e impotente sensación de la vida escurriéndosele entre los dedos.

      Se frotó la cara y después cubrió su rostro con ambas manos, para arrancar a llorar desconsoladamente. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué seguía viva después de todo eso?

      A Viggo la estampa de esa chica rompiéndose ante él le afectó y le hizo sentirse incómodo. Le picaban los dedos porque quería abrazarla, como había hecho mientras dormía. Si hasta tenía su olor pegado a sus fosas nasales.

      —No lo entiendo... ¿por qué me ha pasado esto? ¿Por qué sigo aquí? Debería estar en un contenedor de cadáveres.

      Viggo se compadeció de ella. No quería avasallarla. Necesitaba entender quién era y por qué había sido capaz de romper un cerco de éter si no parecía tener ninguna capacidad especial. Tenía que descubrirlo todo sobre ella y lograr que no estuviera a la defensiva. Que no le temiera. Viggo olía el miedo a leguas y Erin sentía pavor ante su cercanía.

      —Son las dos del mediodía —explicó él suavemente—. Has estado durmiendo desde que te cargué en brazos en las ruinas. Creo que es bueno que te cambies. Recogí tu maleta. —La señaló con un gesto de su barbilla. Estaba al lado de la puerta—. Puedes tomarte una ducha y vestirte. Te refrescarás y te sentirás mejor. Te esperaré abajo para que hablemos. Tienes que entender lo que te ha pasado.

      —Quiero hablar con mis hermanas. Quiero saber si están bi...

      —No. Aún no. Es peligroso.

      —¿Por qué no? —volvió a llorar abatida.

      —Porque no —contestó sin más—. Tienes que seguir mis reglas. La ducha te sentará bien y te serenará. Hazlo. Baja a comer algo después y hablaremos de lo que necesites.

      —¡No me fío de ti! ¡No sé quién eres! —le increpó.

      —No lo sabes —murmuró mirándola de reojo—. Pero lo sabrás. No es a mí a quien debes temer. Al menos, no por ahora —aclaró dirigiéndose a la puerta con andares sosegados y seguros.

      —Quiero que me dejes ir —reclamó por última vez.

      —No.

      —Entonces... ¡¿me tienes aquí secuestrada?! —Buscó algo para lanzarle y encontró un hermoso candelabro de piedra sobre la repisa de la chimenea.

      —Estás encerrada por tu propio bien, Erin —Viggo abrió la puerta y, tal y como la cerró, escuchó el impacto del candelabro en la madera. Tampoco le había dado. No hacía diana—. Nadie más te va a apuñalar. Aquí no te va a pasar nada malo.

      —Pero ¡tengo que ir a por mis hermanas!

      —No.

      —¡Voy a llamar a la policía! —la oyó gritar—. ¡¿Me oyes?!

      —No puedes hacer nada. Aquí no hay teléfonos.

      —¡¿Quién demonios vive en una casa sin teléfonos?!

      —Yo.

      Él sonrió levemente, orgulloso y se dirigió a la planta inferior bajando las escaleras y silbando. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, cesó el siseo. Hacía siglos que no silbaba y no canturreaba. ¿Qué le pasaba?

      Erin se traía un carácter aguerrido e inconsciente. Estaba en inferioridad de condiciones y se había atrevido a lanzarle un paragüero y un candelabro. Además, no se había vuelto loca ni había perdido los nervios ante todo lo que estaba viviendo.

      Sí, parecía estar hecha de otra pasta. Y si seguía así se ganaría su