Lena Valenti

La Orden de Caín


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eran los que hablaban de mitos y leyendas, dioses y seres fantásticos... porque su sueño oculto siempre fue escribir una saga romántica paranormal, pero su editora estaba más por la labor de que escribiera novelas románticas eróticas que Erin consideraba ya reventadas. Y aun así, su editora siempre repetía lo mismo: «el sexo siempre aseguraba lectoras». Erin dudaba de verdad que esa editora supiera lo que se cocía en el mundo literario y que de verdad conociera a todas esas lectoras consumidoras que compraban esos libros. Ella no creía que estuvieran tan salidas como para solo valorar si se follaba o no, porque para eso ya tenían las páginas porno gratuitas. Para eso debían leer en diagonal y buscar solo los polvos literarios. Y no estaba de acuerdo en valorar que las ávidas y compulsivas lectoras se quedaran solo con eso. Ellas leían muchas novelas al año, no leían sexo. Por eso Erin quería escribir una buena novela con seres sobrenaturales, una trama fascinante y una narrativa evocadora y estimulante para ellas, pero nunca tuvo el valor para salirse del cauce editorial preestablecido, ya que los servicios para los que la contrataban eran los más comunes y le pagaban el suficiente dinero como para poder vivir.

      Con todo y con eso, tenía todo aquel conocimiento en su cabeza y sin explotar y deseaba poder plasmarlo alguna vez en papel. Y ahora, después de lo vivido y de lo traumático de lo sucedido, se encontraba viva y con todo tipo de elucubraciones mentales que su conocimiento le había dado. Científicamente y dogmáticamente hablando: ¿qué explicación podía dar al hecho de haber sobrevivido al ataque de ayer? ¿Por qué no había muerto desangrada? ¿Por qué sanaba tan rápido?

      Erin no se sorprendía al no tener ninguna respuesta fehaciente a esa pregunta. Porque biológicamente y científicamente no había respuesta a aquello. No la había. Sus cortes, sus hendiduras y desgarros llevarían horas para mantenerla en cirugía. Habría muerto en una cama de hospital, en medio de la operación. Y si hubiese sobrevivido a la atención médica, necesitaría dos o tres meses de rehabilitación, y permanecería ingresada con terribles secuelas postraumáticas. Los órganos vitales dañados podrían fallar sistemáticamente y eso complicaría su sanación.

      Pero no. Nada de eso había sucedido. Estaba de pie en un baño de lujo. Se acababa de duchar. Y sus heridas se habían cerrado. Había soñado con un ángel de ojos anaranjados que le había dado una manzana. Y compartía ese lugar con un gigante exótico y hermoso cuyo aspecto y nombre le sonaba a tierras norteñas y heladas.

      Las respuestas que encontraba a su misteriosa sanación iban por derroteros prohibidos y paganos, y por el sendero del ocultismo y la magia. Se le ocurrían muchas explicaciones verosímiles en libros de ficción y fantasía. Pero increíbles y poco probables en ensayos para la ciencia y la vida real.

      Erin se dio media vuelta y dio la espalda a su reflejo. Se estaba volviendo loca, pensó mientras miraba la maleta abierta a sus pies. La Samsonite había aguantado el impacto de la explosión. Buena compra, porque era resistente. De ella sacó unas braguitas, y un sostén de color blanco, un tejano deshilachado, y una sudadera ancha y larga con la mano de Mickey Mouse mostrando el dedo corazón. No era apropiada. Pero nada lo era en ese momento. Se calzó unas Steve Madden deportivas de color blanco, se maquilló levemente y secó su larga melena con el secador, que le haría parecer una leona. Sus hermanas, como siempre, le dirían que se comprase ropa más bonita y femenina. Pero ella no veía ningún motivo para hacerlo. Prefería la comodidad al emperifollamiento. Solo aceptaba maquillarse de vez en cuando y cuando le apetecía, no por obligación. Un poco de antiojeras, línea de ojos, cacao y listos. Ella siempre se defendía diciendo que la belleza debía ser natural y que una debía mostrarse como tal para no ir vendiendo cosas que luego no eran. Lo resumía como «marcarte un Ali Express». Porque creías que te llevabas una cosa a casa y amanecías con otra.

      Cuando se sintió lista y preparada para enfrentar a Viggo, salió del baño, no sin antes cerciorarse de que las cenizas de su madre Olga seguían en su lugar, en el interior de la maleta. Después de eso se puso su perfume de Chanel. Oler bien siempre daba más seguridad.

      Y acto seguido, mordiéndose un poco la uña del pulgar, como hacía cuando estaba muy nerviosa, salió de la alcoba y se dirigió al salón.

      Menudo casoplón. Allí cada elemento decorativo debía valer una fortuna. Desde las figuras que parecían vigilar las plantas desde cada una de sus esquinas, hasta los cuadros, que parecían obras de arte originales. Era un lugar muy grande para una sola persona. ¿Vivía Viggo ahí solo?

      Descendió las escaleras de caracol de mármol blanco y baranda ornamental negra y se encontró con un hall gigante y tres arcos de piedra blanca, con cenefas, los cuales cada uno daba a un ambiente. El central era el salón. Lo sabía porque podía ver a Viggo sentado en la esquina de la larguísima mesa de roble, vacía y solitaria, aunque llena de comida.

      El estómago le rugió al ver tal manjar. Tras él, la costa croata cobraba vida con el movimiento de sus olas, y las rocas y la poca arena de sus playas contrastaban mágicamente con el azul infinito de su océano.

      Él alzó la mirada y no parpadeó al detenerla en ella. Sus pupilas se movieron de abajo arriba por su cuerpo, y volvió a hacer ese gesto de casi sonreír pero sin llegar a hacerlo. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que ese hombre se burlaba de ella o que había algo en su persona que le hacía mucha gracia. Y Erin no llevaba bien los juicios ni los prejuicios.

      Nunca había tenido esa impresión con ningún hombre. Siempre había recibido miradas aprobatorias, porque había tenido la gran suerte de que el material genético de su familia era bueno, y las cuatro hermanas tenían su atractivo a su modo. Pero esa manera de mirar de Viggo alcanzaba otra cota. Era como si traspasase su piel y pudiese asomarse a su interior.

      Él había encendido unas velas para la comida, cuyos candelabros metálicos tenían unas inscripciones que se asemejaban a las runas. Era muy detallista.

      —Espero que no quieras lanzar estos candelabros también —dijo Viggo sin moverse—. Podrías prender la casa.

      Erin carraspeó, y vio que el cubierto de ella estaba justo al lado izquierdo de Viggo. Muy cerquita. Por Dios, ese hombre era como una estatua, no se movía mucho. Tampoco hacía falta porque era muy intimidante y sus ojos ya tenían mucha vida y se movían por él.

      —Antes de sentarme contigo quiero aclarar algo.

      —Te escucho. —La miraba tan fijamente que parecía absurdo.

      —Quiero asegurarme de que mis hermanas están bien. Quiero hablar con ellas. Deben estar muy preocupadas. Y ni siquiera sé si han sufrido algún daño o si han llamado ya a la policía para que me busquen.

      Viggo tomó una servilleta blanca de la mesa, la abrió, la espoleó y se la colocó sobre los muslos y después contestó sin mirarla:

      —No puedes.

      Ella cerró los dedos de sus manos y se clavó las uñas en las palmas.

      —¿Por qué no? Me estás tratando como si fuera una rehén.

      —No lo eres. Te estoy tratando como a una testigo protegida.

      —Me quiero ir de aquí —reclamó con voz llorosa.

      Él negó con la cabeza pero su voz rota le afectó. Y odiaba sentirse afectado por ella. Apretó la mandíbula y al final cedió.

      —Podrás irte, cuando estés plenamente recuperada. Tus hermanas están bien.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Vino a buscarlas un coche del propietario de la Villa que habíais alquilado. La explosión no les alcanzó. Estaban en la otra acera y habían quedado resguardadas detrás del todoterreno. Están bien.

      —¿Por qué tengo que creerte?

      —Porque no tienes más remedio —contestó con su perfeccionada actitud fría y descortés durante siglos.

      Ella le lanzó una mirada reprobatoria.

      —Eres un déspota y poco acogedor.

      Él aceptó el reproche. Debía serlo. Aún estaba indeciso con ella y con lo que hacer