Lena Valenti

La Orden de Caín


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a él. Se levantó y se quedó de pie frente a ella. Se descalzó y a continuación se estiró a su lado. No se iba a desvestir. Ella sentiría su cuerpo un poco frío, porque sus temperaturas corporales todavía diferían.

      La atrajo hacia él y la cubrió con sus brazos. Después retiró la colcha y le tapó las piernas desnudas. Erin aún tiritaba. Y sus heridas todavía estaban cicatrizando.

      Viggo olió su pelo y rodeó su cuerpo fuertemente hasta que ella apoyó la mejilla sobre su pecho. Él permaneció inmóvil mirando al techo. Tieso como un palo. Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza porque la ingle le incomodaba, así que tuvo que pellizcarse la pretina del pantalón y reacomodarse. ¿Cuánto hacía que no tenía una erección así? ¡¿Qué mierda estaba pasándole?!

      Para tranquilizarse y sosegar también a Erin echó mano de una nana que hacía siglos que no cantaba.

      Bya, bya, barnet

      Mamma nøster garnet.

      Pappa går til Langebro,

      kjøper barnet nye sko.

      Nye sko og spenner.

      Så sover barnet lenger.

      Calla, calla, niñito,

      Mamá está ovillando el hilo.

      Papá a Puentelargo va

      Zapatos nuevos al niño va a comprar,

      Zapatos nuevos con hebillas,

      Entonces el niño más tiempo dormirá.

      La melodía y la letra acariciaban sus dientes como una lima metálica, por todo lo que eso comportaba y por los recuerdos que abría. Pero no dolía tanto como esperaba. Tararearla no era como comer clavos. Era más bien como masticar un limón. Al menos, lo hidrataba.

      Le acariciaba el pelo con las manos y mecía a esa chica suavemente.

      No se detuvo ni siquiera cuando Erin, después de largas horas de agonía, se durmió.

      A la mañana siguiente

      Amaneció con ese extraño olor a flores, manzana y vida silvestre pegado a la nariz. Los rayos del sol se colaban a través de las cortinas de láminas de las ventanas. El dolor general había desaparecido, pero la atacaban miles de pinchazos eléctricos subcutáneos que bailaban por sus extremidades para recordarle que seguía sanando, como la reminiscencia en forma de suave lluvia que dejaba la poderosa violencia que todo arrasaba de un huracán.

      Tenía el cuerpo como si le hubiese pasado un camión por encima y percibía cómo su temperatura basal subía y bajaba como un yoyó.

      Pero por desagradable que fueran esas sensaciones, todo aquello solo podía significar una cosa: estaba viva. Viva después de haber sido secuestrada, atrozmente apuñalada y sacrificada en un país desconocido. Pero continuaba respirando. Milagrosamente, seguía ahí.

      Erin no olvidaba ningún detalle de lo sucedido. Es más, se acordaría siempre del rostro de sus verdugos.

      Abrió los ojos y se encontró sola en una cama gigante, que formaba parte del mobiliario de una habitación excepcional que debía pertenecer a alguien de alta cuna. Seguro. Sus ojos siempre observadores y analíticos se detenían en cualquier detalle que pudieran describir. Cuando se incorporó sobre el colchón, los huesos le crujieron. Parecía que no se había movido en años. ¿Cuánto hacía que estaba ahí?

      Levantó la sábana, y confirmó estupefacta que estaba en ropa interior y que, aunque la tela de sus prendas íntimas se había empapado en sangre seca, su piel no tenía ni una gota rubí, como si la hubiesen limpiado a conciencia. Entonces hizo un barrido visual de la habitación. Las persianas estaban semibajadas y las cortinas azul oscuro teñían la blanca luz diurna que entraba del exterior. Se encontraba en la costa.

      Allí olía a mar. Y a dinero. Apestaba a dinero. El mobiliario que decoraba la habitación parecía pertenecer a algún miembro de familia de sangre azul, o a un multimillonario que se había formado en decoración de interiores. La habitación tenía hasta chimenea, y cualquier objeto o detalle en ella emanaba la soberbia y el gusto cuidado de quien sabía comprar para embellecer y enaltecer. Incluso las sábanas que ocultaban las extremidades inferiores de su cuerpo decían: «ni con tu sueldo de un año me compras».

      Pero lo que la dejó sin palabras fue el sillón orejero que había pegado al lado derecho de la cama. Mejor dicho, el hombre que sentado con una pierna cruzada sobre la otra, con su envergadura ocupaba todo el espacio con la intimidante amenaza que poseería un sicario del infierno, rodeado de su aura altanera y la calma de un depredador.

      Y esos ojos rosados ya los había visto antes... La impresión al volverlos a ver fue la misma que la primera. Erin se quedó bloqueada, con la piel erizada por un estremecimiento invisible.

      El desconocido no parpadeó. Continuaba con su mirada fija en ella. Con la expresión sosegada, la atención intensa y la tranquilidad de alguien que siempre lleva el control.

      Ella, en cambio, parpadeó una vez. Procesando todo lo que le había ocurrido hasta entonces, poniendo orden a la ristra de ideas y pensamientos que cruzaban su maltrecha cabeza a velocidad de vértigo.

      Parpadeó otra vez. ¿Sus hermanas estaban bien? ¿Qué le había dicho el niño del sueño? ¿Había sido un sueño?

      Una vez más sus pestañas titilaron. Él. Ese hombre frente a ella. Él la sacó de ahí. Él fue lo último que vio antes de quedarse inconsciente. Y le hizo algo... le dio algo...

      Estaba segurísima.

      Al cuarto parpadeo, su conciencia se activó, así como su adrenalina, y rodó rápidamente por la cama hasta caer al suelo. El trompazo fue seco y sonoro. Necesitaba salir de ahí corriendo. Estaba asustada. No comprendía nada. ¿Seguía en peligro?

      Corrió a gatas hasta la esquina de la habitación donde había algo parecido a un paragüero de suelo. Lo agarró con las dos manos, y lo izó por encima de su cabeza estudiando su entorno de manera histérica y desquiciada.

      —¡¿Quién eres?! —le gritó al apuesto desconocido de pelo blanco. Joder, le recordaba al de The Witcher mezclado con un espartano.

      Él no se inmutó. Apoyó su barbilla en su puño cerrado e izó una de sus cejas de un tono menos claro que su pelo. La estaba analizando y parecía ligeramente divertido.

      —Cálmate. No te voy a hacer nada.

      —¿Que no me vas a hacer nada? —¡¿Y esa voz tan sexi y varonil?! ¿Qué brujería era esa?—. ¡¿Dónde estoy?! ¡¿Tú me has traído hasta aquí?! —el paragüero de mimbre se sacudía entre sus cimbreantes dedos—. ¡¿Por qué estoy desnuda?!

      Él suspiró como si estuviera agotado. Se levantó y cuando lo hizo, Erin pensó que era alto como un jugador de baloncesto, pero perfectamente compensado. Era muy hermoso. Ella sabía reconocer la belleza, estaba cansada de describir personajes excelsos y encantadores a niveles físicos. Este era el mejor ejemplar, sin duda, de un modo especial y excéntrico. Jamás hubiera descrito a un protagonista con pelo algo más largo de media melena, cuidadosamente escalado, blanco y ojos de ese color casi asalmonado. No tenía idea de lo bien que quedaba esa combinación en una cara de rasgos perfectos y masculinos como esa. No había nada en él que chirriase o que no armonizara. Y su tono de piel... parecía bronceado por el sol.

      Vestía para matar. A Erin le encantaban los hombres con estilo. Este lo era de un modo peligroso. Y ella estaba en ropa interior. Y él vería todas sus imperfecciones.

      Algo en todo eso no era correcto.

      —¿Te respondo en orden? —Se metió las manos en los bolsillos delanteros del pantalón de pinzas tipo capoeira que combinaba con unas botas militares muy elegantes—. ¿Sin filtros?

      —¿Qué quiere decir eso? Quiero que me respondas