Lena Valenti

La Orden de Caín


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el alrededor y observó sin inmutarse que la escena había quedado decorada como el escenario de una película gore. Pero él tenía muy claro que no iba a limpiar nada de ahí. Esa mujer necesitaba cuidados, y además, los acólitos no tardarían mucho en borrar cualquier escena de ese crimen fallido.

      Se impulsó en los talones, olió el pelo de Erin porque le fue imposible no hacerlo, y se fue de allí tal y como vino: volando.

      Strigoi, así le había llamado el acólito. Significaba «vampiro». Y tenía razón. Lo era.

      Él era el auténtico vampiro. No el original, porque nadie estaba preparado para saber la verdad, pero sí uno de los puros. Viggo Blodox era un bebedor se sangre desde hacía tanto que hasta recordarlo era agotador. De esos que negaba la ciencia, y que los libros de historia ridiculizaban y, si los nombraban, lo hacían erróneamente. Pero él y unos cuantos más eran los mismos que la Legión del Amanecer perseguía con la misma vehemencia con la que cazaba a las brujas.

      Tenía muy claro lo que debía hacer con esa mujer. Se la llevaría porque, peligrosa o no, había jurado proteger a todos aquellos que caían bajo los verdugos portadores de banderas eclesiásticas, en nombre de un dios que no era el suyo. A esa mujer la habían torturado y asesinado con un rito de magia negra y con un puñal santo. Querían que su alma no reencarnase. Sin embargo, él lo había evitado.

      La observó. Su larga melena lisa azotaba su rostro y la esencia de sus hebras lo perfumaban. Joder, tendría su olor pegado a la nariz durante días. Y aún no sabía qué hacer con ella. Pero debía alejarla de ahí y colocarla en lugar seguro hasta que entendiera por qué había sido el objetivo, porque Viggo era incapaz de advertir qué había de especial en ella o qué poder podía tener, además del de poseer un rostro hermoso y lleno de hechizo que no había pasado inadvertido para él.

      Se detuvo entre las nubes y observó a través de ellas. Estaba justo encima de la estación de Kanfanar. Los bomberos sofocaban el fuego. Viggo inhaló y detectó entre el humo y las cenizas el paralisium, el polvo de la parálisis, muy utilizado entre los acólitos para someter a sus presas. Las ambulancias iban y venían. Habían muerto todos los que estaban en la estación, menos tres mujeres. Él las escuchó mientras eran atendidas por los servicios médicos y la policía de Istria les hacía preguntas en un malo inglés. Una de ellas decía:

      —Nuestra hermana está ahí. —Lloraba tanto que le costaba comprenderla—. ¡Le he dicho que está ahí!

      —Están barriendo toda la zona, señorita. No han encontrado su cuerpo —contestaba el agente que les tomaba declaración—. Cuando tengamos más noticias se lo haremos saber.

      —¡Y una mierda! —gritó otra más vehemente—. ¡Puede que esté con vida! ¡No hable de ella como si estuviese muerta!

      —Me han dicho que estaba en el baño cuando pasó todo. Y en el baño no hay nadie y es lo único que se mantiene en pie de toda la estación.

      —¡Claro que estaba ahí! Cami, ven —pareció ordenar a alguien—. Deja de llorar cariño. ¿No tienen un tranquilizante para ella?

      —Voy a vomitar, Alba —susurró entre hipidos.

      —Tranquila… —la calmó.

      —Ahora se lo traerán. Disculpe —contestó él manteniendo la calma—. Seguiremos buscando a su hermana, se lo aseguro. ¿Tenía algo de valor con ella?

      —Solo entró con su maleta. Solo con eso. Se lo ruego —suplicó desesperada—… No puede haber desaparecido. Es imposible. Estábamos aquí esperándola cuando empezaron las dos explosiones.

      —¿Y ustedes dónde estaban para no resultar heridas?

      —¡Mire nuestras caras, miope! ¿Le parece que no hemos salido heridas?

      —Alba, está bien.

      —No, Astrid. ¡Es que parece mentira! ¡Hay cuerpos deshechos de los trabajadores de este lugar y ni rastro de Erin! ¡¿Cómo es posible?! ¡Y encima nos trata como si nos estuviéramos inventando que Erin estaba aquí… !

      —De acuerdo. De acuerdo, te entiendo. Estamos todas igual. Pero no vamos a solucionar nada hablándole mal. Agente —la tercera chica llamada Astrid inhaló profundamente—. Estábamos parapetadas detrás del coche que nos ha venido a buscar. Esto nos ha salvado. Los cristales nos han dañado y el golpe contra el suelo también, pero no es nada grave. Hay gente que ha perdido la vida aquí.

      —Solo hay un superviviente, señorita. Hay una anciana sin cabeza en la estación. Los trabajadores están todos muertos y el único superviviente es un guardia que ha perdido una pierna que afirma que nadie había entrado en el baño. Solo quiero contrastar las informaciones. Hago mi trabajo.

      —Le voy a dar los billetes del tren para que vea que éramos cuatro y que ahora somos tres… Mi hermana ha desaparecido en medio de lo que parece haber sido un atentado. Esa es la única verdad. Agradecería que hiciese su trabajo y que dejase de cuestionar nuestras palabras.

      Viggo dejó de escuchar las acusaciones de esas mujeres que hablaban inglés con el agente y que no podían ocultar sus ganas de matarlo.

      Eran las tres hermanas de Erin. Erin. Así se llamaba la chica que tenía sujeta contra su pecho, y estaba en tan mal estado que hasta dudaba de que su sangre la pudiese sanar.

      Sabía que el superviviente, el guardia, estaba manipulado por los acólitos, y que la anciana, para variar, era un títere entregado en sacrificio. La oscuridad tenía sus propios juegos y sus propios rituales y Viggo los conocía todos a la perfección.

      Pero entre toda esa información que acababa de recabar, había un detalle que le llamaba la atención poderosamente. Había una maleta que cargaba Erin. Y ya no estaba. Viggo decidió que debía encontrarla antes que nadie. Tal vez allí hallase la respuesta que estaba buscando.

      Descendió sin que nadie lo viera con Erin en brazos y, sin soltarla, procedió a buscar la maleta a la velocidad que hacía que no fuese detectado por el ojo humano.

      No fue difícil dar con ella. Solo tenía que seguir su olfato. La ropa de su maleta olía a ella y Viggo solo tuvo que rastrearla.

      La onda de la explosión la había hecho volar hasta fuera de las inmediaciones de la estación, así que la halló entre los arbustos del campo que rodeaban los raíles desnudos sobre la tierra. Oculta entre matorrales secos y protegidos por una pequeña arboleda, la maleta de Erin, una Samsonite gigante y negra se moría de la risa sola y abandonada. Se había picado por las esquinas, pero continuaba cerrada.

      La estudió con sus ojos violetas analíticos. No era normal que el baño no hubiese sufrido daños colaterales ni que la maleta estuviese entera. Pero no iba a averiguar ese acertijo en ese momento. Tenía que salir de ahí sin que los perros rastreadores ni los agentes le vieran.

      Viggo no tuvo que hacer ningún esfuerzo para cargar la maleta con un dedo y seguir sujetando a Erin para emprender el vuelo.

      Cuando se perdió por las nubes que seguían portando lluvia, pensó que Erin dejaba atrás a tres hermanas que la querían mucho.

      Pero por el bien de ellas y de Erin, lo mejor era que no se volvieran a ver nunca más.

      No iban a exponerse más de lo necesario.

      Villa Sherezade

      Viggo descendió sobre el imponente balcón de aquella casa que compró décadas atrás. Mientras lo hacía, diseñó un dibujo rúnico con los dedos de su mano derecha, y alrededor del condominio se forjó un círculo de color amarillento que desapareció en un parpadeo. Todo debía protegerse.

      Croacia le gustaba, sobre todo Dubrovnik. Y aquella era una de sus muchas mansiones, pero la única con un toque arábico. El edificio era de paredes lisas y blancas, con terrazas en sus diferentes plantas y una cúpula central azulada en la que recaía toda la atención. La rodeaba un jardín pulido y armonioso estucado con palmeras