¡Socorro! —la voz no le salía con la fuerza que deseaba así que nadie la podría oír. De entre los árboles que rodeaban aquel lugar tres pájaros oscuros y negros emprendieron el vuelo huyendo de allí, como si supieran lo que iba a pasar y no quisieran verlo. El estómago se le removió, le subió a la garganta, tosió y giró la cabeza para vomitar y manchar la capa negra de la mujer que estaba a su derecha.
No le hizo ninguna gracia, y murmuró algo en croata. Erin supuso que estaba pidiéndole al que le había hecho la cruz, que claramente llevaba la voz cantante, que agilizara los trámites.
No hacía falta ser un lince para darse cuenta de lo que iba a pasar. O la iban a violar, o le iban a extraer algún órgano para venderlo en el mercado negro o la iban a matar.
Las tres variantes eran espeluznantes pero una era definitiva, porque a las dos primeras podía sobrevivir, pero a la tercera no.
Ellos seguían hablando y Erin solo podía pensar en sus hermanas, en si estaban bien. Recordaba la explosión que había tenido lugar en la estación… ¿y si ellas habían muerto? ¿Y si estaban heridas? Nunca se imaginó que por cumplir el deseo de su madre ellas fueran a encontrar la muerte.
—Por favor, por favor —suplicó mirando al cielo—. Quiero vivir. No quiero morir… —las lágrimas empapaban sus sienes y hundían sus preciosos ojos grandes y oscuros bajo su mar cristalino. ¿Qué podía hacer? ¿Sería así como iba a acabar todo para ella? ¿Qué había hecho en su vida además de escribir para otros y permitir que sus obras llevasen otro nombre? Se había traicionado a sí misma, se había vendido, y le humillaba darse cuenta de que ahí, en esa especie de altar de piedra que se clavaba en su columna y en sus nalgas de forma desagradable, iban a segar su vida de un modo tan cobarde. No le permitían defenderse, ni tan siquiera correr para intentar huir y darle una oportunidad y alargar el juego. No. La ataban y la mostraban como una pieza de caza. Tenían mucha prisa.
Era un jodido sacrificio. Un ritual. No era un asesinato cualquiera.
La mente creativa y con necesidad de documentarse de Erin empezó a absorber datos de todo lo que la rodeaba, a pesar del miedo, más allá de la supervivencia y de los estremecimientos, su cabeza aún quería recopilar datos. Una era escritora hasta el día de su muerte.
Se encontraban en el interior de unas ruinas deterioradas y erosionadas por la implacable ley del tiempo. Los muros blanquecinos estaban cubiertos por la vegetación que luchaba incansable por recuperar su lugar perdido más allá de murallas y almenas, y torres de defensa. ¿Era una ciudad antigua? ¿Un castillo? ¿Era un manido campanario lo que veía a los lejos? Se trataba de un pueblo abandonado.
Sobre su cabeza las nubes se agolpaban formando oscuras aglomeraciones en movimiento, y un relámpago iluminó el cielo.
La mujer y el hombre encapuchados colocaron las palmas de las manos bocarriba y alzaron el rostro hacia la tormenta venidera.
En ese momento Erin vio al tercer individuo. La miraba con cariño. Jodido, hijo de perra. La miraba con compasión pero no ocultaba el resplandeciente objeto que sostenía su mano derecha. Era una daga cuya hoja dibujaba ondas y profundas curvas. Parecía un maldito cura con esa indumentaria eclesiástica. Era un hombre joven, demasiado para vestir así, con sotana negra y el alzacuello blanco. Sus ojos eran azules y ojerosos y su pelo negro tenía dos bandas de canas en los laterales, por encima de las orejas. Y aun así, su gesto sombrío reflejaba misericordia.
Erin no perdía de vista la hoja de aquella insólita daga.
—¿Qué vas a hacer con eso? ¡Suéltame! —le rogó intentando liberarse de los duros amarres que inmovilizaban sus tobillos y sus muñecas.
—Chist… Spavati zauvijek, bogomil. Dormirás para siempre.
—No sé hablar tu idioma. Hablo castellano e inglés. Hablo inglés —le explicó con la voz entrecortada—. Por favor, esto debe de ser un error…
El cura cubrió los ojos de Erin con su mano libre. Esta intentó liberarse porque quería mirar al hombre que, de un modo tan injustificado y cruel, iba a enviarla a otro lugar.
—Ucini to —le ordenó a la mujer.
Esta procedió a romper la ropa de Erin, y a descubrirla de torso para arriba.
—¡¿Qué?! ¡No! ¡No! —protestaba Erin atragantándose con sus lágrimas y su ansiedad—. ¡Eres un cura, maldito cerdo! ¡¿A qué tipo de dios le rezas tú?! ¡Él no te da libertad para hacer estas cosas y acabar impune!
Él sonrió levemente como si la hubiese comprendido, pero no detuvo su propósito. Al contrario. Sujetó bien a Erin apretando la palma de su mano contra sus ojos, manteniendo recta su cabeza y dirigió la punta de la daga entre sus costillas.
Erin dejó ir un grito ahogado y movió las piernas con brío cuando percibió cómo el objeto afilado atravesaba sus costillas hasta la empuñadura. De repente, el dolor fue tan intenso que ya no podía respirar y se removió como una culebra, hasta hacerse cortes en las muñecas por tensar tanto la cuerda que la amarraba. Notaba cómo se le llenaba el pulmón de sangre, porque lo había atravesado. La hoja salió de su carne, pero lejos de cesar la tortura, volvió a internarse, esta vez por debajo de la clavícula. Erin aún seguía gritando. Le vino a la mente un toro. Una matanza con banderillas, espadas y lanzas… igual.
El puñal volvió a internarse en su estómago y lo hizo repetidas veces más hasta que el hombre retiró la mano y vio la mirada ida y lacrimosa de Erin, que ya estaba abatida, casi muerta. En el rostro impío y maligno del hombre las gotas de sangre salpicadas del cuerpo de Erin le bañaban la frente, la boca, la nariz y las mejillas. Incluso la ropa de los encapuchados estaba estucada y lo poco que se veía de sus facciones también se había salpicado.
El hombre cogió aire, dado que el esfuerzo por las repetidas puñaladas violentas lo había agotado. Sujetó el puñal por la empuñadura con ambas manos y lo levantó por encima de su cabeza. Un nuevo relámpago iluminó el cielo y empezó a llover.
Dejó caer el puñal con fuerza para que se clavase en el corazón de Erin y acabar ya con su agonía, dado que aún seguía viva. Pero algo lo detuvo.
Un dolor terrible atravesó su pecho. Miró hacia abajo y observó atónito cómo una mano más morena marcada con pequeñas cicatrices y símbolos tatuados en sus dedos, impregnada en su propia sangre, sujetaba bizarramente su corazón. Lo presionó hasta hacerlo reventar.
La mano lo había atravesado por la espalda y había salido por el pecho. No le dio tiempo a pensar nada más, porque ya estaba muerto.
A su lado, la mujer encapuchada había corrido la misma suerte.
Y allí, con vida, solo quedaba el otro hombre que, al otro lado de aquella mesa de piedra de sacrificio, señalaba con mano temblorosa al individuo que aplastaba los corazones de sus colegas con expresión terrorífica en su rostro.
—Strigoi! —gritó dando pasos hacia atrás. Su rictus había palidecido más de la cuenta y estaba tan aterrado que se había meado encima.
Pero no pudo ir muy lejos de las ruinas. No pudo escapar.
El hombre que se había encargado de sus dos compañeros, estaba ahora frente a él, desafiando las leyes de la física. Lo agarró por el cuello y con una sola mano le partió la tráquea.
Capítulo 3
Viggo Blodox permanecía acuclillado ante su nueva víctima. Aquella noche no tenía planeado pasárselo así de bien, pero ahí estaba, acabando con la miserable existencia de tres asesinos. Descubrió el rostro del cómplice del intento de asesinato de la humana. Cada vez los reclutaban más jóvenes. Era otro chaval. Como la mujer. No tendrían más de veinte años. Pero como se castigaban tanto el cuerpo con las autoflagelaciones y las correas propias de la mortificación corporal aparentaban ser mayores de lo que eran. Para asegurarse de que tenía razón, levantó la capa que cubría sus piernas, rompió parte del pantalón y expuso la correa metálica cuyos clavos atravesaban la carne de su muslo provocándole