George Sheehan

Correr, la experiencia total


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lugar sin importar lo rápido que tomase las curvas. Y, si me olvidara algo en el techo del coche, se mantendría allí hasta que llegase a mi destino. Y estaría a salvo de cualquier manifestación de violencia o interferencia de las leyes humanas y naturales.

      En realidad, son las leyes las que me preservan de la violencia y las intromisiones. Como mis vecinos obedecen a la policía, a los legisladores y a los burócratas, como el café y el coche obedecen los preceptos de la física y la ciencia, es por ello que vivo en un mundo estable. Y por eso puedo elevarme por encima de la ley y ser un hombre libre. Lo menos que puedo hacer es obedecer las normas de tráfico y aprender a conducir.

      La generosidad no es uno de mis defectos. No siento impulso alguno por donar mi dinero. No siento la tentación de dar hasta que me duela. Trato a mis vecinos como a mí mismo, lo cual significa trabajar hasta el agotamiento, hasta el desgaste. Y que cada uno pague sus facturas.

      No me educaron así. Mi padre, cuando iba con otros a un restaurante, tenía la costumbre de localizat de inmediato al camarero para asegurarse de que fuera él al que le entregaran la cuenta. Si alguien intervenía para que no fuese así, lo consideraba una ofensa personal. Por aquellos días en que aún no existía la cuenta de gastos ni la tarjeta de crédito, mi padre era el más rápido que haya visto sacando la cartera.

      Por tanto, ser lento a la hora de sacar los dólares no es cuestión de práctica. Parece guardar relación con la constitución física y, aparentemente, es característico de personas débiles y de huesos pequeños como yo. Es un aspecto común a los solitarios corredores de fondo. Y también en mi caso.

      Los directores de las carreras lo saben a la perfección. Si subieran un cuarto de dólar el precio de la inscripción, recibirían quejas de todas partes.

      Y si suprimen las comidas gratuitas o las camisetas obsequio, habrá protestas incluso por parte de los corredores más adinerados. Es bastante común, pese a su dependencia de las organizaciones, que la mayoría de los corredores −con independencia de su situación económica− intenten competir sin aflojar unos pocos dólares para tener la tarjeta de la AAU. Y no son pocos a los que hay que apremiar para que paguen sus cuotas del Road Runners Club.

      Podrías considerarlo tacañería o miseria, y considerar poco cristianos, incluso inmorales, nuestros hábitos a la hora de compartir costes y ayudar a otros. Pero es porque tú eres tú, y nosotros somos muy diferentes. Mi actitud de contar las vueltas ante la vida viene de lo más profundo de mi ser. Forma parte de quien soy, del cuerpo que habito, de la unión peculiar entre carne y espíritu.

      Y no sólo es instinto. También es una evidencia externa de austeridad personal, una mortificación autoimpuesta, una propensión a la simplicidad, a la pobreza, y la actitud infantil que Bernanos afirmaba que era la única defensa contra el diablo. Podríamos decir contra su diablo, no el vuestro. Excepto por que su diablo parece ser mi diablo. El diablo particular del corredor de fondo.

      Parte de nuestro problema son los demás. Personas que, tal y como Russell Baker escribió en su obra para el New York Times «El verano del 39», solían colgarnos boca abajo por los tobillos para demostrar lo fuertes que eran. Es un mundo en que domina el dinero. Un mundo de hipotecas y seguros de vida, pago de entradas y facturas de supermercado. Un mundo de fáciles ganancias para los que aprenden a desenvolverse en él y a torturar a los que no.

      Nunca he aprendido a desenvolverme y nunca aprenderé. Lo que he aprendido es a salir del mundo. A necesitar menos, a reducir mis apetencias, a sentirme satisfecho con lo esencial. He aprendido que las posesiones se cruzan en mi camino. Que el dinero y las cosas que se compran con él son distracciones. He aprendido que la simplicidad comienza cuando la renta supera a los gastos.

      Si fuera un corredor de elite en mi categoría por edad, mi nivel de grasa corporal sería inferior al seis por ciento. Sin embargo, es el doble y así será siempre. ¿La razón? Soy un gorrón nato y convencido. Hambriento o no, me comeré todo lo que sea gratis. El mes pasado, por ejemplo, después de una carrera de quince kilómetros en que me entregué a fondo hasta el puro agotamiento y más allá, acepté y me acabé un aperitivo de la organización consistente en una bebida de naranja y pollo frito. Sí, pollo frito.

      Pásame una bolsa con la merienda y, por muy indigesta que sea, me daré un atracón. Dame un vale de comida y, tenga o no hambre, me pondré a la cola. Cuando todo deseo de comida se haya evaporado, ofréceme algo comestible y me las arreglaré para zampármelo. Dentro de mí, como dentro de cualquier hombre delgado, hay un hombre gordo que me dice: «Come». Y ese hombre gordo sigue diciendo: «Come, que es gratis».

      Quizá no lo hayas notado, pero no sólo hay comidas gratis en las carreras sino en todas partes. En todas partes si consideras gratuita cualquier comida que no pagues en el momento. Por eso las comidas en casa y el acceso libre a la cocina por la noche son en realidad comidas gratuitas. En esos momentos, mi voz interior me dice: «Come, que es gratis», tan alto como cuando acepto el tradicional estofado después del Maratón de Boston. Soy un gorrón hasta en mi propia casa.

      Por suerte, esa tendencia a comer cuando la comida es gratis se contrarresta por una tendencia similar y opuesta a no comer cuando hay que pagar. Puedo pasar mucho tiempo sin comer, si tengo que comprar la comida yo mismo. Aunque a mi entender sea frugal, hay sitios donde me consideran un roñoso. Admito que no me hace gracia gastar dinero, pero sólo porque muy pronto no queda casi nada del billete original. Y esa tendencia a no gastar dinero en comida se refuerza por no llevar dinero que gastar. No hay mejor forma de controlar el impulso de comprar.

      Comprar comida nunca tuvo sentido para mí. Cuando acabo gastando dinero, prefiero tener alguna prueba permanente de lo que he gastado. Gastar en algo que de inmediato se consume me parece un engaño. Supongo que por una razón muy parecida tampoco he fumado nunca. Comprar algo y luego prenderle fuego me resulta incomprensible.

      Así que, durante largos períodos del día, estoy protegido por esta tacañería natural, o por lo que yo prefiero considerar austeridad natural. Cuando almuerzo, suelen ser cuarenta centavos en yogur y té, y vuelta al trabajo. Es sólo más tarde, cuando llego a casa, cuando las cosas empiezan a torcerse.

      A partir de ese momento me dedico a comer como si fuera un atleta de la digestión. Limpio el plato igual que cuando mi madre nos hablaba de los desafortunados niños que se morían de hambre y que hubieran podido vivir una semana con lo que me dejaba en el plato. Después de cenar arramblo con la cocina como esos ganadores de programas de televisión a los que se les da libre acceso a un supermerca-do. Durante los dos primeros anuncios lo compenso con las quinientas calorías gastadas con tanto esfuerzo durante ocho kilómetros en la carretera. A menos que me reprima, arrasaré con el pan, acabaré con las galletitas pretzel, sucumbiré a la tentación de las galletas saladas con sabor a queso, y me acabaré cualquier helado que haya quedado. Y todavía faltará una hora para las noticias de la noche.

      La respuesta, a mi entender, es convertir la casa en un supermercado y eliminar la comida gratis. Que todo entre en una mecánica donde para consumir haya que pagar. Que cuando llegue a casa por la noche, me deba enfrentar a una cena en que todo sea a la carta y muy caro. Sin tarjetas de crédito, que sólo se acepte dinero en metálico. En cuanto empiezo a contar el coste por calorías y a plantearme el monto de la cuenta, rápidamente vuelve a ser el mismo miserable de siempre.

      Y para la sobremesa de la cena debe haber una caja registradora en la cocina. De ese modo la excursión a la despensa llevará más tiempo al tener que pagar contra mi voluntad esa calderilla tan querida. Así volveré al salón solo con las ofertas del día.

      Para esos días, tendré lista una respuesta para el gordo que hay en mí: «Cállate, estúpido, que me están cobrando dinero por ello».

      La forma de luchar contra el alcoholismo es no contar mentiras al respecto. El alcohol te lleva a sitios que nunca ve el hombre sobrio.