George Sheehan

Correr, la experiencia total


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Nietzsche. No me confundas con un espectador, un vecino o un amigo. Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy», hazme un favor: Déjame ir.

      El corredor de fondo, según he observado, suele ser una persona reservada. Así soy yo. Hubo una época antes de que empezara a correr en que pocas veces miraba a los ojos. Incluso ahora soy reacio a hacerlo. Hay gente, estoy seguro, que piensa que tengo la mirada esquiva y que no soy de fiar. Y en cierto grado tienen razón. Soy de mirada esquiva. Evito mirar directamente a la gente. Prefiero no ver ni ser visto.

      Ver, mirar a alguien a los ojos, puede ser una revelación total. La mirada, escribió Ortega, es un acto que emana directamente del interior con la precisión de una bala. Erving Goffman describió la mirada como «la reciprocidad más directa y pura que existe».

      La mirada, pues, ocurre en pretérito perfecto. No tiene nada que ver con el pasado o el futuro, ni con el fue ni con el será. La mirada es ahora. Al igual que un poema, no debe significar, sino ser. Miramos a través de los ojos, no con ellos. Los ojos, por tanto, son lo que somos. Mis ojos son yo.

      Los ojos, pues, revelan y, al revelar, apelan a la revelación. El fotógrafo Richard Avedon dice de sí mismo y sus temas: «Estamos allí, ojo con ojo, completamente abiertos, desnudos entre sí». Está allí, dice él, pidiéndoles que den mientras él está intentando dar, intentando mostrarse. Y cuando alcanza esa última revelación, él dice: «Gracias». Entonces los extraños vuelven a ser extraños. Los ojos se velan. Las miradas dejan de enfocarse. La conexión se rompe.

      La mirada, pues, dice poco menos que quién soy yo. «Éste soy yo de verdad». Dice la verdad en el sentido en que los griegos usaban la palabra: para desnudar. La mirada, esa mirada sutil pero tenaz, hace eso. Me desnuda hasta llegar al paisaje interno y sumergido que es mi alma.

      En el pasado me avergonzaba esa verdad, me avergonzaba del ser que se suponía que era yo. Y, al avergonzarme, evitaba la mirada de los demás. Hubo un tiempo en que no podía soportar el alma ni su paisaje interior. Únicamente trataba de esconderlos. Yo vivía entonces en cualquiera de los dos mundos. Si no eras una cosa, eras la otra. Yo siempre era el otro, el inaceptable, el pecador, el extranjero. Y eso se reflejaba en mis ojos. Una mirada clavada en mis ojos y el observador sabría quién era yo. Alguien que se preocupaba poco por los demás. Alguien que veía a los demás, si no como a enemigos, al menos como a una amenaza.

      En una mirada inequívoca y desnuda, en esa línea recta trazada entre un corazón y otro, me iluminaría como un paisaje por un relámpago. Mi desconcierto, mis errores, el hacerme el tonto. Por eso aprendí a protegerme. A llevar una máscara. A hablar con el aire. A controlar el acceso que los demás tenían sobre mí. A mantener alejados a los intrusos de mi ser verdadero o de quien creo que es mi ser verdadero.

      Por aquellos días, la peor orden que podía oír era: «Mírame a los ojos y dímelo». Entonces la verdad se imponía de manera inevitable. Me pillaban mintiendo. «Nunca dejes que te miren a los ojos», era el lema del famoso detective de Nueva York. Si lo hicieras, te conocerían. En ese instante todo el engaño se iba al garete. Mis ojos revelaban en esos segundos lo enterrado durante años. Cicatrices expuestas y heridas abiertas que creía largo tiempo atrás curadas.

      Correr ha cambiado todo eso. Me ha dado una perspectiva nueva sobre mi paisaje interior. Ahora acepto mis puntos fuertes y débiles, mi incierto ser. Lo hago lo mejor posible. Conservo la paciencia y disfruto. Y, por encima de todo, no emito juicios excepto sobre mi esfuerzo. En ese sentido exijo el máximo y más.

      Por eso mi mirada ha dejado de ser furtiva. Ya no es una mirada desenfocada, superficial y huidiza. Ya no se posa cerca de la oreja del interlocutor ni sobre su hombro. Ahora soy capaz de mostrarme a otros seres humanos, deseoso de ofrecer mi amor y recibir el suyo. Ya no necesito apartar la mirada de los demás.

      Pero lo hago. Todavía soy un corredor reservado. Mis miradas siguen siendo sólo para los que son como yo. Para quienes comparten mi verdad, mis sentimientos, mi percepción del mundo tan feliz y tan triste. Cuando doy conferencias a corredores, recorro el auditorio con la vista deteniéndome en un rostro y el siguiente hablando y mirando a la gente a los ojos, mente con mente, corazón con corazón. Y me siento conmovido como también ellos se conmueven.

      Durante las carreras es muy parecido. No tanto, quizás, antes de la carrera, cuando estamos un poco asustados y preocupados por lo que se avecina. En ese momento, a veces exhibo una suficiencia espuria y una facilidad falsa para ocultar el miedo.

      Es más adelante cuando nos asomamos al interior de los demás. Es después de haber sobrevivido treinta minutos cuando afloran orgullo, felicidad y unidad en las miradas que intercambiamos.

      Aquí incluso fracasa la poesía. La poesía, dijo Eliot, son las mejores palabras posibles en el mejor orden posible. No obstante, es el lenguaje no verbal el que lo provoca. La poesía sólo traduce en palabras lo que mis ojos y los tuyos se han dicho.

      Siempre me he sentido inseguro en presencia de la autoridad. La visión de un coche patrulla por el retrovisor es suficiente para paralizarme de cintura para abajo. Cualquier documento de carácter legal en el buzón me puede arruinar el día. Y oír a alguien con un título o de uniforme provoca que me ponga firmes como un marine en el campo de instrucción. Mi mundo, como se ve, está lleno de instructores militares a los que evito todo lo posible.

      De vez en cuando cometo errores. Hace unos doce años, hice un giro de 180 grados en la calle mayor después de comprar la edición matinal del periódico. Cuando completé el giro, me vi directamente enfrente del jefe de policía. Él supo de inmediato quién era yo. Un hombre que aborrece las reglas pero que teme a quienes se encargan de hacer que se cumplan. «Nunca más haga eso», me dijo. No lo he hecho más y nunca lo haré.

      Pero las leyes humanas son secundarias. La autoridad se puede evitar o ignorar con pocas consecuencias en la vida diaria. La naturaleza no. Las leyes de la naturaleza son primarias o secundarias, pero no se pueden dejar de lado. La naturaleza −he descubierto− te respalda más que cualquier otro ser humano. Una cosa es evitar a directores, jefes y policías, pero otra muy distinta es evitar las leyes que gobiernan el universo.

      Las leyes humanas son comprensivas y compasivas en comparación con las que rigen el cosmos. Las infracciones y las multas de tráfico, las evasiones de impuestos y los pleitos legales son fácilmente negociables en comparación con la gravedad y las leyes del movimiento y la termodinámica. Las leyes, incidentalmente, son omnipresentes e inevitables. Puedo evitar un enfrentamiento con la cabeza, pero no con las reglas que rigen el mundo.

      Ese enfrentamiento comienza cuando me meto en el coche por la mañana. El coche se puede poner en marcha o no arrancar. De cualquier modo, el coche obedece las leyes que gobiernan la energía y su transformación. Reglas para las que no hay apelación posible. No existe el «pase por esta vez», ni libertad condicional ni indulgencias. Y ni oraciones y maldiciones devolverán a la vida a un alternador muerto.

      Si intentara burlar esta inevitable necesidad de contar con conformidad mecánica consiguiendo que alguien empuje el coche, sólo estaría haciendo el agujero más profundo, ya que entran en juego otras reglas, referentes a la fuerza, sus vectores y torque.

      ¿De qué sirve alegar circunstancias atenuantes? ¿Locura transitoria? ¿Un fallo en el control de esfínteres? El día apenas ha comenzado y estoy en manos de tiranos controlados por un dictador.

      Si el coche se pusiera en marcha, no desaparecería este despotismo. Al acelerar, el vaso de café que antes reposaba con seguridad en la puerta abierta de la guantera, cae al suelo. El café mancha mis Levi’s recién lavados y los libros y papeles depositados en el asiento del copiloto. Freno y la desaceleración cubre el suelo con una mezcla de café y correspondencia. Antes de acabar el viaje, he experimentado los efectos contrarios de la fuerza de la gravedad, la fuerza centrífuga y otras leyes de la naturaleza que te pueden arruinar el día.

      En momentos así, creo que el cielo es un lugar donde