George Sheehan

Correr, la experiencia total


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Por eso hay días en que no sale y en que los circuitos del cerebro no se abren. El hemisferio derecho, el responsable del juego, permanece inaccesible.

      El juego defensivo no necesita nada de esto. La defensa es insípida, aburrida, ordinaria. Es la dedicación y atención que prestamos al deber sin imaginación. Es cuestión de apretar los dientes, echarle determinación y perseverancia. Simplemente, requiere –si se me deja usar la expresión− un acto de voluntad. No hay días que no puedas trabajar en defensa. Todo cuanto necesitas es decidirte y ponerte a ello. Y dar el cien por cien.

      Durante el trabajo de defensa soy otra persona, la persona real. En el juego de ataque es donde se lucen los talentos e incluso aparecer la genialidad. Lo que el juego de defensa revela es el carácter, porque el esfuerzo y la energía dependen de la voluntad. Es entonces cuando me pregunto: «¿Tengo o no tengo?»

      Por eso el trabajo de defensa es una cuestión de orgullo. La determinación de ser la persona que soy. La decisión de dar mi palabra de honor, de prestar un juramento según el cual lo que se tenga que hacer se hará.

      Intento no enorgullecerme de mi juego ofensivo. Mi juego, mi creatividad es un don que se me ha otorgado y que me puede ser arrebatado. ¿Cuántos poetas se han dado a la bebida tratando de recuperar esa visión infantil de las cosas? Uno tiene que ser crédulo ante esas proezas. El místico nunca tienta la suerte. Acepta la visión, a veces la revela a unos pocos, y no espera volver a verla.

      Yo disfruto del juego. Disfruto teniendo la pelota. Pero sé que mi talento es algo de lo que sólo soy portador. La prueba real llega cuando falta el talento. Cuando estoy cansado, aburrido y me apetece no hacer nada o tomar una copa. Todos sabemos este tipo de cosas y reaccionamos de maneras distintas. En una encuesta realizada en el ejército, sesenta y cuatro varones con una edad media de veintidós años montaron en bicicletas estáticas al cincuenta y cinco por ciento de su capacidad máxima de oxígeno. Se les pidió que pedalearan hasta sentir tanto dolor que tuvieran que parar. Los encuestados pararon con una diversidad de tiempos entre una hora y media y veintiocho minutos.

      El trabajo de defensa, por lo tanto, se reduce al carácter, a la capacidad de persistencia. Hay equipos, entre ellos también los mejores, que ya no se fijan sólo en el talento. También reclutan jugadores por su carácter. La temporada es larga. Hay días en que hay que entregarse a fondo y el talento no basta. Sólo el carácter puede centrar mi voluntad en la idea de que sólo mi mejor actuación es digna de mí, del juego y de las personas con las que juego. Sólo el carácter puede asumir el trabajo de defensa y sacar partido hasta la última gota de mi energía física y mental. Sólo el carácter me permite funcionar cuando la existencia parece ser, como dijo Emerson, una guerra defensiva.

      Yo lo sé y sospecho que tú también lo sabes. Y, sin embargo, aún sigo trabajando en defensa casi como cualquier otro, porque sé que al final habrá posibilidad de robar una pelota y me haré con ella. Y sueño con ver de repente esa nueva idea clara como un hombre que se abre hacia la banda. Y le paso el balón y luego veo su tiro, una larga y perfecta parábola. Y sé que, cuando su mano suelte la pelota, como una idea todavía sin escribir, no tocará nada más que las cuerdas.

      Sin embargo, el trabajo de defensa no está hecho de sueños. Ni tampoco los hombres.

      2. Descubrir

       Quién soy yo no es ningún misterio. No es necesario pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo intimidad. Lo que soy está a la vista de todo el mundo.

      De joven, yo sabía quién era pero intentaba convertirme en otra persona. Nací para ser un solitario. Llegué a este mundo con tendencia a automarginarme, con un deseo de soledad y aversión a los gritos, a las puertas que se cierran con violencia y a mis congéneres. Nací con miedo a que alguien me diera un puñetazo en la nariz o, algo mucho peor, a que me abrazase.

      Pero me negué a ser esa persona. Quería establecer lazos con la gente. Quería ser parte del rebaño, de cualquiera que fuese. Cuando eres tímido, inquieto y demasiado consciente de ti mismo, cuando eres delgadito, escuálido y tienes la mandíbula adelantada y una nariz que ocupa casi un tercio de tu superficie corporal, lo que quieres son amigos y relacionarte con los demás. Mi problema no era la individualidad, sino la identidad. Era más individuo de lo que podía soportar y quería identificarme con un grupo.

      Pero no era el único a quien le pasaba esto. Toda la juventud se rebela, pero lo hace por otros motivos. Pasa del cristianismo al comunismo. De los trajes de los hermanos Brooks a las camisetas y los tejanos. De la carne con patatas a las dietas macrobióticas. Del pelo muy corto a las melenas. Pero nadie transita solo por ese camino. Nadie se enfrenta sin más a quién es.

      Todos lo hemos vivido en mayor o menor grado. Nos negamos a aceptar nuestro verdadero ser, tan dolorosamente evidente a los demás jóvenes, y tan trágicamente oculto a los mayores. «Sólo hay un varón perfecto y ufano en Estados Unidos −escribió Erving Goffman en Estigma− y está casado, es blanco, es urbanita, heterosexual y del norte del país. Es padre, es protestante y tiene estudios universitarios, empleo a jornada completa, y un buen físico: alto y delgado y con algún récord reciente en algún deporte».

      Quien no cumpla alguna de esas virtudes, comenta Goffman, se considerará de vez en cuando menospreciado, incompleto e inferior.

      Me pasé las siguientes cuatro décadas sintiéndome menospreciado, incompleto e inferior, combatiendo mi propia naturaleza, tratando de ser alguien que no era. Ocultando mi verdadero ser bajo intentos de cambio, ajustes y compensaciones. Negándome siempre a creer que la persona que había rechazado inicialmente era mi verdadero ser. Y todo eso mientras intentaba pasar por un miembro más de la sociedad.

      Entonces descubrí el atletismo y comencé un largo camino de retorno. Correr me liberó. Me liberó de la preocupación por lo que los demás pensaran de mí. Me dispensó de las reglas y normas impuestas. Correr me permitió empezar de cero.

      Me fue quitando las prendas de un disfraz de actividades y pensamientos programados. Me imbuyó de nuevas prioridades sobre la alimentación, los hábitos de sueño y sobre qué hacer con el tiempo libre. Correr cambió mi actitud respecto al trabajo y el juego. Respecto a las personas que me gustaban y a las que realmente gustaba. Correr me permitió considerar mis veinticuatro horas diarias bajo una nueva luz, y mi estilo de vida desde un punto de vista distinto, desde dentro, no desde fuera.

      Correr supuso un descubrimiento, una vuelta al pasado, una prueba de que la vida recorre un ciclo completo y de que el niño es el padre del hombre. Porque la persona que encontré, el ser que descubrí, era la persona que fui en mi juventud. La persona que fui… hipersensible al dolor, físico y psíquico; vamos, un cobarde con todas las letras. La persona que no quería que sus vecinos se pusieran enfermos, pero que tampoco les deseaba lo mejor. Esa persona era yo y siempre lo he sido.

      Y esa persona, escribió el doctor William Sheldon en Las variedades de la psique humana, era tan normal como cualquier otra. De hecho, escribió Sheldon, la mayoría de las personas como yo actúan de esa forma. La función sigue a la estructura, escribió, y existe una relación entre la constitución física y la personalidad. Actuar de cualquier otro modo sería ajeno a mi naturaleza. La psicología constitucionalista fue la confirmación científica de lo que yo había aprendido sobre mí mismo en las carreteras.

      Pero ¿podría aportarme algo más? Profundicé en su Atlas del hombre, y allí estaba yo: Somatotipo 235 (constitución mesomórfica), el zorro entre los hombres. (Sheldon usaba un símbolo animal para cada tipo corporal). El número 235 es la representación taquigráfica de pequeño o delgado (2); cantidad moderada de músculo (3); y predominio de piel, pelo, tejido nervioso y huesos finos (5). (Los límites se hallan entre el uno y el siete).

      Igual que el zorro, al que Sheldon describía como endeble, esbelto y rápido: