George Sheehan

Correr, la experiencia total


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«barro» y consideraba que era el primer paso necesario para obtener el producto final.

      A continuación, intento organizar toda esa materia prima. Intento descubrir su esencia, su sentido real, de qué va. Casi siempre fracaso. Cuanto he escrito hasta ahora es sólo información. No me conmueve, ni me provoca risa ni llanto. Todavía se tiene que transformar en algo verdadero, en algo vivo. Para eso debo esperar a estar en la carretera. Sólo ocurre cuando corro.

      Correr deja que ocurra. La creatividad debe ser espontánea. No se puede forzar. No se puede generar a demanda. Correr me libera de esa urgencia, de esa ambición, de esos objetivos. Al correr consigo escapar del tiempo y espero pasivo una revelación.

      Entonces, como un relámpago, veo la verdad, que lo abarca todo sin sentido ni razón. Experimento una repentina comprensión que llega sin disfraz alguno y de forma espontánea. Sencillamente, descanso, descanso dentro de mí, descanso con el ritmo puro de mi carrera, descanso como un cazador en su escondrijo. Y espero.

      A veces resulta infructuoso. Me falta paciencia, sumisión, distancia. Después de todo, hay cosas por hacer: gente esperando, proyectos sin terminar, cartas por responder, papeleo por acabar, aviones a los que subir. Un hombre puede malgastar mucho tiempo esperando que le llegue la inspiración.

      Pero no queda más remedio que esperar. Esperar y escuchar. Esa quietud interior es la única forma de acceder a las maravillas de nuestro interior, esos milagros internos que todos poseemos. Y cuando nos damos cuenta de la verdad, esa breve y cegadora iluminación me dice lo que todo escritor llega a saber. Si quieres escribir la verdad, primero tú mismo debes ser verdad.

      Lo más curioso de todo es que debo dejar que venga a mí. Si voy en su busca, se escapará. Sólo si me despreocupo y alcanzo un distanciamiento completo, sólo en el presente encontraré la verdad. Y donde esté la verdad también estará lo sublime y lo hermoso, la risa y el llanto, la dicha y la felicidad. Todo eso está esperando.

      Todo eso, claro está, desafía la lógica. Pero es lo mismo que pasa con la vida. Vivimos y luego explicamos las cosas que han pasado, y lo hacemos de manera imperfecta. De algún modo, tal vez no de la misma manera que he dicho, correr me revela las palabras, las frases, las oraciones correctas. Y hay ocasiones en que salir a correr es como tirar de la palanca de una máquina tragaperras. Bang, cae la primera frase; bang, cae la segunda frase, y los párrafos se van completando. Y luego, bang, premio gordo, el texto está terminado, completo, y es verdad y es bueno.

      Escribir nunca es fácil. Y no importa lo bien hecho que esté, nunca me satisface por completo. Escribir, dijo alguien, es transformar la sangre en tinta. La idea de sufrir es tan consustancial a escritores y corredores que parece un vínculo común.

      Y, por tanto, no sorprende que uno resulte ser ambas cosas.

      1. Vivir

       Ningún atleta, santo o poeta −en lo que aquí concierne− se ha conformado con lo logrado ayer, pues ni siquiera le vuelve a prestar atención. Su preocupación es el presente. ¿Por qué el común de los mortales debería ser diferente?

      Si ganas, opinan los expertos, es porque juegas a tu ritmo. Si pierdes, es porque no lo has conseguido. Es algo que saben bien los aficionados al baloncesto. «Ejercemos presión –me dijo un entrenador en una ocasión− no tanto para conseguir pérdidas de balón, como para alterar el ritmo del contrario, para que se mueva y no piense». La mayoría de los aficionados al baloncesto también tienen claro.

      Pero ¿cuántos de nosotros sabemos que sucede lo mismo a diario en nuestras vidas? ¿Cuántos somos conscientes de que estamos dejando que otro marque el ritmo de nuestras vidas, o que nos enfrentamos al equivalente a la presión por toda la pista de los Boston Celtics cuando nos levantamos por la mañana?

      Todo comienza por el reloj. Este divisor mecánico del tiempo controla nuestras acciones, nos impone una rutina y nos dice cuándo comer y dormir. El reloj hace que todas las horas duren eso, una hora. No distingue entre la mañana y la tarde. Gracias a la electricidad, distribuye minutos y segundos aparentemente iguales hasta que en la tele echan The Late Show. Y luego, buenas noches.

      El artista, sobre todo el poeta, siempre ha sabido que eso no es así. Sabe que el tiempo se alarga y se acorta sin importar el minutero. Sabe que nos guiamos por un latido distinto al de este metrónomo de Greenwich. También sabe que durante el día se produce un flujo y reflujo ajeno al reloj, pero no a nosotros. Y se da cuenta de que ese ritmo, ese tempo, es algo peculiar a todas las personas, tan personal e inmutable como las huellas digitales.

      El artista lo sabe. Los científicos lo han demostrado. En Biological Rhythms of Psychiatry and Medicine, Bertram S. Brown escribe: «El ritmo es tan propio de nuestra estructura como la carne y los huesos. La mayoría de nosotros apenas es consciente de que nuestra energía, nuestro estado de ánimo, nuestro bienestar y nuestras actuaciones fluctúan a diario, y que hay variaciones más duraderas, más sutiles a lo largo de las semanas, los meses, las estaciones, y el año».

      Hubo una época en que nos podíamos sentar a escuchar esos ritmos, pero ahora apenas se escuchan sobre el rumor de los relojes mecánicos que dominan la escuela, el trabajo y la sociedad. Ahora tenemos que viajar a diario para ir al trabajo y tenemos la tele; tenemos fines de semana de tres días y horarios laborales de doce horas. Migrañas de marzo y úlceras de abril, adictos de veintiún años y cardiópatas de cuarenta y cinco.

      ¿Alguien escucha su interior? Pero, entonces, quién escuchaba a Sócrates: «Conócete a ti mismo»; o a Norbert Weiner: «Vivir de manera efectiva significa poseer la información adecuada»; o al filósofo japonés Suzuki: «Soy un artista de la vida, y mi obra de arte es mi vida».

      Eso es lo que debemos hacer para enfrentarnos a la presión de los Celtics todas las mañanas. Escuchar lo que nuestros cuerpos intentan decirnos. Conocernos a nosotros mismos. Conseguir información adecuada. Convertirnos en artistas. De lo contrario, será otro quien controle el ritmo, el juego y el marcador.

      Los Celtics están ahí y la presión también. Nos obligan a adaptarnos al trabajo y a las horas. Nos hacen adaptarnos a las exigencias. Nos obligan a cambiar a su tempo, a marchar al ritmo de su tambor y, mientras tanto, destruyen nuestro juego, nuestra forma de convertirnos en lo que somos. Y asfixian lo que mejor sabemos hacer.

      Nos han convertido en prisioneros de su tiempo artificial, de su reloj mecánico. Y mientras tanto, planean la ironía final. Cuando nos jubilemos, nos regalarán un reloj de pulsera.

      «Vivir la vida –escribió Nikolai Berdyaev− con frecuencia es aburrido, monótono y ordinario.» Nuestro mayor problema, afirmaba, reside en hacer que sea intensa y creativa, capaz de lances espirituales.

      Estoy de acuerdo. La vida, excepto para unos pocos afortunados, como los poetas, los niños, los atletas y los santos, suele ser un rollo. Si pudiéramos elegir, la mayoría de nosotros renunciaría a la realidad de hoy por el recuerdo del ayer o la fantasía de mañana. Deseamos vivir en cualquier parte menos en el presente.

      Lo veo en mí mismo. Empiezo el día con un programa de cosas por hacer que me vuelve totalmente ajeno a lo que hago. Llego al trabajo sin acordarme de lo que he desayunado y sin tener idea de qué día es hoy. Estoy continuamente preocupado o pensando en el futuro.

      Muchas personas hacen lo mismo pero a la inversa. Evitan la realidad y viven en el pasado. La nostalgia es su forma de vida. Para ellas, los buenos tiempos del pasado nunca podrán igualarse. Ni tan solo emularse, ya que esas personas pocas veces hacen algo.

      Pero para los que son activos de corazón, mente y cuerpo –los niños y los poetas, los santos y los atletas− el tiempo siempre es ahora. Viven eternamente en el presente. Y viven el presente con intensidad, participación y compromiso. Así tiene que ser. Cuando el atleta, por ejemplo, distrae su atención de la decisión que debe que tomar en ese segundo y el siguiente, está llamado al fracaso. Si fallase su concentración, si su mente sobrevolase hasta el siguiente hoyo, la siguiente serie, o