George Sheehan

Correr, la experiencia total


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que todos los lugares están aquí, que siempre es ahora, y que todos los hombres existen en la persona que está delante de ti. Sabe que debe elegir en todo momento y seguir eligiendo entre las infinitas posibilidades de actuación y ser. No tiene tiempo para pensar en el futuro.

      Tampoco el poeta. Debe vivir siempre alerta, siempre consciente, siempre vigilante. Cuando lo hace bien, nos enseña a vivir con mayor plenitud. «La percepción de la vida está en todas y cada una de las líneas del poema −escribe James Dickey sobre La Odisea de Kazantzakis–, de modo que el lector se da cuenta una y otra vez de lo poco que él mismo ha deseado asentarse para vivir; de cuántas cosas hay en la tierra, de cuán inexplicable, maravillosa e interminable es la creación».

      Para ese hombre, la perfección pasada no es un estímulo. Ni tampoco lo es para el santo o el atleta. La característica pérdida de la gracia nace de la contemplación de triunfos futuros. O, quizás, de la contemplación del cielo, de una obra maestra o de un récord mundial. Ningún atleta, santo o poeta –en lo que aquí nos concierne− se ha quedado alguna vez contento con lo logrado ayer, y ni siquiera le vuelven a prestar atención. Su preocupación es el presente.

      ¿Por qué nosotros, el común de los mortales, deberíamos ser distintos? ¿No somos todos poetas, santos y atletas en cierto grado? Y, sin embargo, nos negamos a adquirir el compromiso. Nos negamos a aceptar nuestra realidad y a trabajar con ella. Y así vivimos en el mundo soñado del pasado y en el mundo que jamás será del futuro.

      Lo que necesitamos es un peligro real, la manifestación de una tragedia, la sensación de que fuerzas poderosas e implacables se agolpan ante nuestra puerta. Necesitamos una amenaza a lo cotidiano para que, de pronto y en adelante, aumente su valor.

      Eso es lo que me pasó hace unos años. Había corrido mi mejor maratón en Oregón, y volví a casa prometiéndomelas muy felices con lo que lograría en el Maratón de Boston. Cinco días más tarde, caí enfermo con gripe, y todo lo realmente importante recuperó su perspectiva. Dejó de preocuparme con qué marca correría en Boston, o siquiera si llegaría a correr en Boston. Lo que me importaba primero de todo era la salud y, luego, que pudiera volver a correr. Sólo correr y sentir el sudor, la respiración y la potencia de las piernas. Sentir de nuevo lo que se siente al subir cuestas y al seguir corriendo pese al dolor. Sólo eso y, quizás, esa sensación feliz de cansancio después de una carrera. No me reconfortaban ni las carreras pasadas ni los triunfos futuros. Estaba listo para arrepentirme y oír la buena nueva.

      Por tanto, sé lo que todos los poetas y niños, todos los atletas y santos saben. La razón por la cual dicen que es determinante. Y la razón por la que dicen que no hay mañana es porque jamás, en ese preciso instante, existe un mañana. Siempre hay riesgo, siempre hay peligro.

      «El problema de este país –le dijo una vez el malogrado John Berryman al poeta James Dickey− es que un hombre puede vivir toda su vida sin saber si es un cobarde.» Para el fornido Berryman y el expiloto de cazas Dickey, la vida ordinaria no ofrecía el marco para la prueba definitiva, para el momento de la verdad. Al menos para Dickey, la guerra era el gran juego.

      «Nada proporciona esa sensación de trascendencia como el cumplimiento de una acción esencial y peligrosa por una gran causa», escribe Dickey.

      ¿Dónde, entonces, podemos encontrar esas cualidades en nuestra existencia de nueve a cinco? «Había mucha gente en el ejército –afirma Dickey− que lloraba al licenciarse, porque sabían que tendrían que volver a conducir taxis y a trabajar en agencias de seguros». Esta percepción ensalzada de la vida del soldado la expresa incluso el difunto James Agee. La grandeza, decía Agee, surge sólo en circunstancias difíciles, y es la guerra la que genera esas circunstancias.

      «El hecho es que en la guerra –escribe Agee− muchos hombres van más allá de lo que pueden en tiempos de paz.»

      Y, sin embargo, la paz se halla donde esté el coraje. Se encuentra en algún lugar intermedio entre la ignorancia del peligro en los períodos de guerra y la prudencia del intelecto que nos ayuda a preservar la raza. El coraje, si nos remontamos a su raíz latina, significa que la localización de la inteligencia está en el corazón. Que el corazón determina las acciones de un hombre, y no su razón ni sus instintos. Y si el corazón tiene razones que la mente desconoce, ésta también tiene razones que desconoce el cuerpo.

      Aunque la vida diaria tal vez resulte fútil a la mente e inconsecuente al cuerpo, no obstante, el corazón nos dice lo contrario. El corazón está con la fe, donde hallamos el acto supremo de coraje, el coraje todavía por manifestarse. Para empuñar las armas contra uno mismo y convertirse en perfección de sí mismo.

      «El coraje –según Paul Tillich– es la autoafirmación esencial y universal del propio ser.» Por tanto, comprende el sacrificio inevitable de elementos que forman parte de nosotros, pero que nos impiden alcanzar la satisfacción.

      En el lenguaje de cada día, esto supone que, si lo más esencial de nuestro ser es prevalecer contra lo menos esencial, tal vez tengamos que renunciar al placer, a la felicidad e incluso a la vida misma. El coraje, por tanto, no tiene nada que ver con un acto singular de valentía. El coraje describe cómo vive uno, y no un acontecimiento específico, del mismo modo que el pecado mortal es un estilo de vida, y no una transgresión circunstancial.

      Algunos, como los hombres de Berryman y Dickey en Liberación, siguen pidiendo una prueba suprema. Van de experiencia límite en experiencia límite: Descienden por rápidos de aguas bravas, saltan en paracaídas, escalan montañas. Buscan miedos a los que enfrentarse y a los que superar en buena lid. Buscan hacer algo importante por una gran causa o una causa esencial.

      ¿La vida cotidiana puede proporcionarnos esto? ¿Puede convertirse en el gran juego? Es posible si puedes subir las apuestas. Aceptemos el desafío de Pascal de que Dios existe. Aunque el hombre no tenga razón alguna para creer en Dios, decía William James, postulará una razón como pretexto para vivir con intensidad y extraer del juego de la existencia las mejores posibilidades de entusiasmo.

      «Toda suerte de energía y resistencia, de coraje y capacidad para enfrentarse a los males de la vida –afirmaba James− se libera en quienes tienen fe religiosa.» La religión, eso pensaba, siempre pone al ateísmo contra las cuerdas.

      Y es así porque de repente hacemos algo por una gran causa, por una causa esencial. Y todo cuanto hacemos es importante y exige perfección: física, intelectual y psicológica. Pero no hay que perder nunca de vista la verdad: que todos somos únicos y que debemos afirmar nuestro ser. Por tanto, no somos sumisos. No nos preocupa lo correcto y lo incorrecto, sino verdades como el bien y el mal.

      Pues, ya vemos, no es como decía Berryman. De hecho, siempre se nos pregunta sobre quiénes somos; héroes o cobardes. El reto reside ahí. Lo que se supone que somos no es la búsqueda imprudente de la catástrofe, sino la aceptación y la perfección de las personas. En ese proceso perenne y con tanta frecuencia agotador, a menudo deprimente y ocasionalmente doloroso, el coraje es el puente entre nuestras mentes y cuerpos.

      «Hay días en que no consigues encestar por mucho que lo intentes –me dijo una vez un entrenador de baloncesto−, pero no hay excusa para no desplegar una buena defensa.»

      He conocido días así. Días en que todos los tiros son forzados. Todas las ideas son prefabricadas. Días en que desparece la imaginación, la agudeza y la originalidad. El aire es el mismo. La gente es la misma. Los problemas son los mismos. Y es en esos días cuando empiezo a presionar, y todo se vuelve mucho más difícil. Las sensaciones desaparecen, y con ellas, el toque, la facilidad, la brillantez del juego.

      El ataque es juego. La defensa es trabajo. Cuando ataco, creo mi propio mundo. Represento el drama que he escrito. Bailo la coreografía ensayada. Canto la canción que he compuesto. El juego de ataque es espontáneo, exuberante y fresco. El juego de ataque es una emoción con su propio estímulo. Su propia compulsión. Su propia fuerza rectora. Genera su