ello se debe a que quieren “minimizar el riesgo de cometer errores fatales pero evitables” ante circunstancias difíciles (Holmes, 2009: 301).
La administración que ha hecho Donald Trump de la crisis ofrece un trágico ejemplo de las posibles implicaciones de actuar discrecionalmente (descartando, en la medida de lo posible, los límites impuestos por la ley) durante la emergencia: sus decisiones se distinguieron por su carácter errático, infundado y contradictorio. En América Latina, que representa, a los efectos de este artículo, el área de nuestro interés, el caso de Brasil ofrece otra ilustración dramática del mismo fenómeno. En Brasil, un país que (mientras escribo este artículo) se presenta como el que cuenta “con la tasa de transmisión más alta (R0 de 2 · 81)”, el presidente Jair Bolsonaro también ha estado ofreciendo respuestas caprichosas a la crisis, con catastróficas consecuencias como resultado. Como lo expresó un artículo de opinión de la revista científica The Lancet,1 “quizá la mayor amenaza para la respuesta Covid-19 de Brasil es su presidente, Jair Bolsonaro”. En México, donde asimismo hallamos (lo que describiría como) un Ejecutivo omnipresente, discrecional e irracional, también nos encontramos con otra triste ilustración de las posibles implicaciones de tener un líder discrecional en tiempos de emergencia. Las respuestas del Estado mexicano en tiempos de Covid-19 se han caracterizado hasta ahora por la falta de información, opacidad, negación, estadísticas infundadas, si no directamente por las mentiras públicas.2
Por supuesto, el punto sugerido por estos ejemplos no es, simplemente, que en los próximos comicios las ciudadanas y los ciudadanos deberían tratar de hacer una elección diferente y seleccionar a un líder mejor. El punto es más estructural y menos subjetivo, a saber, que nuestros sistemas constitucionales no han logrado garantizar lo que deberían haber garantizado, particularmente en este momento: los mecanismos adecuados para controlar el poder. Contrariamente a este objetivo, nuestras Constituciones han permitido a los líderes irrazonables tomar decisiones discrecionales (Ackerman, 2007, 2010) y también les han permitido aplicar sus decisiones irracionales sin tener que enfrentar grandes obstáculos institucionales. Los resultados de todo esto han sido frecuentemente atemorizantes, en términos de vidas humanas.3 De hecho, cuando comparamos la cantidad de muertes causadas por Covid-19 en diferentes países de América Latina, es difícil no explicar las diferencias significativas observadas en distintos países sin hacer referencia al carácter “escandaloso” (outrageous) de ciertas decisiones presidenciales.
Podemos comparar, por ejemplo, los casos de la Argentina y Brasil, dos países grandes y vecinos, que son bastante similares en muchos aspectos (desarrollo económico, niveles de desigualdad, historia política). En este momento de crisis, sin embargo, encontramos en la Argentina (un país con 44,5 millones de habitantes) 5.088 muertes (hasta el 12 de agosto de 2020) debido a Covid-19; mientras que en Brasil (un país con 210 millones de habitantes) para la misma fecha observamos 103.000 muertes. Los diferentes resultados notables obtenidos por estos dos países no pueden explicarse sin hacer referencia directa a la irracionalidad de las respuestas de Bolsonaro a la pandemia (Bolsonaro minimizó constantemente la gravedad de la pandemia, calificándola de “pequeña gripe”). En resumen, el hecho de que nuestros sistemas democráticos hayan permitido, en estas circunstancias extremas, el desarrollo y la permanencia de respuestas lunáticas y escandalosas a la crisis, al mismo tiempo que dificultaron que las personas en general controlen y sancionen a sus autoridades políticas, habla menos sobre las incapacidades políticas del pueblo, que sobre las deficiencias de sus estructuras constitucionales.4 Eventos tales, en suma, dicen algo extremadamente negativo sobre el estado actual de nuestras democracias.
Un “estado de sitio” no declarado
En muchos países latinoamericanos, la emergencia ofreció una excelente excusa a los líderes ejecutivos para obtener poderes adicionales y también para que ellos gobernaran más allá de los límites establecidos por la Constitución. Peor aún, en numerosos casos, incluidos, en particular, los de la Argentina, Colombia y México, la emergencia facilitó la imposición de un “estado de sitio no declarado”. El “estado de sitio” (“estado de excepción”, o denominaciones similares) es un mecanismo extremo que aparece en casi todas las Constituciones latinoamericanas (por ejemplo, en las de la Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Paraguay, Venezuela, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Panamá). También es una institución que las Constituciones regulan mediante procedimientos legales estrictos y dejan sujeta a controles severos. Sin embargo, desafortunadamente, en la mayoría de los casos, y dadas las dificultades prácticas y políticas para declarar un “estado de sitio” (las autoridades políticas saben que la decisión de declarar un “estado de sitio” puede resultar demasiado costosa, en términos de su propia popularidad), los presidentes han preferido usar los poderes a su disposición para declarar la “emergencia” a través de un decreto ejecutivo.5 En efecto, la mayoría de los presidentes tienen poderes de emergencia a su disposición, que se supone que deben usar por un corto tiempo, ante circunstancias catastróficas que pueden hacer imposible la deliberación política (es decir, responder a un terremoto o una intrusión militar en el territorio nacional). Sobre la base de esas frágiles bases legales (simplemente, una “autorización para uno mismo, por uno mismo”), los presidentes han estado haciendo uso de esos poderes de emergencia fácilmente accesibles, como si existiera una situación de “estado de sitio”, pero sin que ese “estado sitio” fuera declarado por el Congreso.
La presencia de este “estado de sitio” de facto puede reconocerse prestando atención a tres elementos fundamentales, que son característicos de una institución constitucional tan extrema: 1) la concentración de poderes en manos del Ejecutivo; 2) la severa limitación de los derechos constitucionales fundamentales, y 3) la militarización del espacio público (las calles y avenidas principales muestran una notable presencia de las fuerzas coercitivas del Estado y una circulación moderada de la población civil).
En consecuencia, en numerosos países latinoamericanos, y bajo el paraguas de la “emergencia”, todas las decisiones públicas relevantes están siendo adoptadas por el Poder Ejecutivo, lo que representa un problema extremadamente grave, especialmente cuando tenemos en cuenta que muchas de ellas han implicado restricción de los derechos constitucionales fundamentales (i.e., los derechos de libre circulación, reunión o protesta). En otras palabras, en la mayoría de los países de América Latina, en la actualidad, el Poder Ejecutivo está actuando de maneras que no están autorizadas por la Constitución, en áreas extremadamente sensibles (es decir, restricción de los derechos fundamentales). El silencio que todavía se advierte en la gran mayoría de los miembros de la comunidad jurídica a este respecto (la mayoría de ellos no ha denunciado el carácter “ilegal” de estas restricciones de derechos, etc.) se vuelve entonces alarmante y condenable.
Los ejemplos de la Argentina o Colombia pueden ser útiles a este respecto. En el caso de la Argentina, encontramos que la Constitución Nacional determina, en los artículos 75.29 y 99, que el Congreso es la institución encargada de declarar el “estado de sitio”. La misma Constitución establece, en el artículo 14, que la regulación/limitación de los derechos solo puede hacerse a través de decisiones legislativas (de manera similar, véase, por ejemplo, el artículo 22.3 de la Convención Americana de Derechos Humanos). Además, en el artículo 99.3, la Constitución determina que los poderes de emergencia del presidente no le permiten intervenir en áreas relacionadas con el derecho penal (algo que también ha estado haciendo, a través de sus poderes de emergencia). Ninguno de estos requisitos constitucionales ha sido respetado, aunque la mayoría de los miembros de la comunidad política tienden a ignorar o descartar la relevancia de estos hechos.
La situación parece ser completamente similar en Colombia. Allí, el presidente Iván Duque decretó el cierre de actividades mediante el decreto 457, que luego prolongó mediante el decreto 531. Sin embargo, en ambos casos, el presidente impuso severas limitaciones a los derechos constitucionales (incluido, por ejemplo, el derecho a la libre circulación, reunión, protesta) mediante medios legales inadecuados e insuficientes (Uprimny, 2020). Hasta ahora, y desde que el “estado de emergencia” fue declarado, el presidente colombiano ha emitido 72 decretos en relación con los temas más importantes (principalmente,