Susan Mallery

Amor perdido - La pasión del jeque


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que regalarte muebles sería una buena solución.

      Gage la observó. A pesar de que el sol se había puesto hacía horas, aún hacía mucho calor. Al sentir su mirada fija en ella, Kari sintió que su temperatura subía varios grados. A pesar del hecho de que llevaba sólo pantalones cortos y una blusa sin mangas, se sintió constreñida… y con demasiada ropa encima.

      Kari no pudo evitar sonreír. Qué hombre. Si podía hacerla temblar sólo con mirarla, ¿qué pasaría si la besaba de nuevo?

      Demasiado tarde, Kari se recordó que se había prometido no pensar en el beso de nuevo. Llevaba dos días enteros reviviéndolo en su mente. Casi había conseguido sacárselo de la cabeza…

      —Bien —repuso él, despacio—. Consideraré la posibilidad de llevarme una de las antigüedades como pago. Si no lo has reservado para ti, me gustaría la mesita que hay en el comedor.

      Kari tardó unos segundos en comprender lo que él decía. Había olvidado su conversación previa, perdida en sus ensoñaciones.

      —No, no la he reservado. Considéralo tuya.

      —Muchas gracias.

      Gage sostuvo su mirada durante un par de latidos más y luego la desvió. Kari sintió como si hubiera sido liberada de un campo de fuerza. Si no hubiera estado sentada, se habría caído de espaldas.

      Ella se esforzó en recuperar el hilo de la conversación. Ah, sí. Habían estado hablando sobre arreglar la casa.

      —Voy a pintarla. Por dentro y por fuera. Haré lo de dentro yo misma y contrataré a alguien para lo de fuera.

      —Buena idea. No me gustaría verte caer de una escalera.

      —Ni a mí —dijo ella y extendió las piernas—. También hay un par de ventanas que necesitan ser sustituidas y la cocina entera hay que arreglarla. Yo misma lijaré y barnizaré los armarios. He pedido ya nuevos electrodomésticos y alfombras. Creo que eso será todo.

      —Parece que vas a estar ocupada.

      —Ése es el plan. Empezaré despacio con la pintura. Habitación por habitación. Necesitará un par de capas, hace años que no se pinta.

      Gage miró el cielo estrellado y luego a ella.

      —Tendré un par de días libres dentro de poco. Puedo echarte una mano para mover cosas pesadas y llegar a los sitios más altos.

      Kari se estremeció un poco al pensar en esa «mano».

      —Soy lo bastante alta, puedo llegar a los sitios altos sola. Pero no rechazaré la ayuda que me ofrezcas.

      —Entonces, cuenta conmigo.

      Kari se encontró mirándolo de cerca mientras hablaba, como si lo que él decía tuviera una importancia esencial y quisiera respirar cada palabra. Suspiró. Lo que estaba sintiendo era más serio de lo que había creído. Después de tanto tiempo, ¿cómo podía ser que estuviera loca por Gage? No era posible, después de que ambos habían hecho su camino en direcciones tan diferentes.

      Gage se levantó de pronto.

      —Se está haciendo tarde. Es hora de que me vaya.

      Ella esperó, sin aliento, hasta que él se despidió con una inclinación de cabeza y se dirigió a su casa.

      —Buenas noches, Gage —dijo ella, como si no estuviera pensando en saborear sus besos de nuevo.

      Pero eso no iba a suceder, era obvio. Parecía ser que un único beso había sido bastante para él. También para ella había bastado. Más que suficiente. De hecho, estaba muy agradecida porque él no volviera a intentarlo. Ella tendría que decir que no y la situación sería embarazosa para ambos.

      Kari odiaba que no la hubiera besado.

      La tarde siguiente, aún seguía tratando de adivinar la razón. Por qué no la había besado y por qué la molestaba. ¿No la encontraba atractiva? ¿No le había gustado su beso anterior? Odiaba que el hecho de que no la besara la hubiera tenido despierta toda la noche, igual que antes le había sucedido con el hecho de que la hubiera besado.

      Era cosa del pasado, se dijo y se detuvo frente a los cajones de la cómoda en el dormitorio de su abuela. Sin embargo, después de tanto tiempo, se sentía de nuevo atrapada por lo que un día había sido.

      Kari sacudió la cabeza para espantar los fantasmas y se sentó en el suelo para examinar los contenidos del cajón de abajo. Había varios jerséis cuidadosamente doblados y envueltos en bolsas de algodón. Levantó uno azul, admirando su tejido a mano y su diseño antiguo. Ése en particular había sido uno de los favoritos de su abuela. Podía verla con tanta claridad en su imaginación como si la mujer estuviera delante de ella.

      —Oh, abuela, te echo de menos —murmuró—. Sé que hace mucho que te fuiste, pero aún pienso en ti todos los días. Y te quiero.

      Kari hizo una pausa y sonrió mientras imaginaba que su abuela le respondía que también la quería. Más que nunca. En los buenos y los malos tiempos, su abuela había sido una constante en su vida.

      Despacio, Kari guardó el jersey. Pensó que iba a necesitar unas cajas para ordenar las cosas que se iba a llevar con ella y separarlas de las que no. Tocó el jersey antes de cerrar el cajón. Ése se lo quedaría. Sería como un talismán, su forma de conectar con sus recuerdos más felices.

      En el cajón de en medio había pañuelos para el cuello y guantes, mientras que en el de arriba estaban guardadas las joyas de uso diario de su madre. Había muchas piezas preciosas, recordó Kari mientras tocaba la libélula de un broche. También había un joyero con un collar de perlas y pendientes a juego y varias cadenas de oro. Quizá su abuela las había llevado también, aunque ella no lo recordaba.

      Entre la bisutería del cajón, encontró el collar de perlas falsas con el que Kari solía disfrazarse de pequeña, unos brazaletes que sonaban al chocar entre sí en la muñeca, unos pendientes de mariposas y un pequeño broche con una rosa que su abuela le había prestado para que lo llevara el día de su primera cita con Gage.

      Kari se acercó a la vieja cama para recostarse en ella, sentada en el suelo. Tocó el viejo broche y acarició sus pétalos, recordando cómo su abuela se lo había puesto cinco minutos antes de que Gage fuera a buscarla.

      —Te dará buena suerte —había dicho su abuela con una sonrisa.

      Kari sonrió, al mismo tiempo que luchaba para contener las lágrimas. Por aquel entonces, había deseado tener toda la buena suerte posible. No había podido creer que alguien tan apuesto como Gage Reynolds le hubiera pedido salir. Cuando él lo había hecho, ella había tenido que contenerse para no preguntarle por qué.

      Pero no lo había hecho. Y, cuando se había puesto nerviosa estando con él, había tocado el broche de la suerte. Lo había hecho tantas veces que Gage al fin comentó algo sobre aquel broche.

      Habían estado dando una vuelta, recordó Kari mientras sus labios temblaban ligeramente, intentando no dejar salir las lágrimas. Tras una cena en la que ella apenas había conseguido probar bocado, él la había llevado a dar un paseo por el parque de los castaños.

      Aún podía oler el aroma de la tierra y oír los crujidos de las castañas bajo sus pies. Entonces, Kari había pensado que iba a besarla, pero no lo había hecho. En vez de eso, le había tomado la mano. Ella había creído que iba a caerse de espaldas ante su contacto.

      No era la primera vez que alguien le daba la mano. Otros chicos lo habían hecho. Pero ésa era la diferencia… eran chicos. Gage era un hombre. Aun así, a pesar de la diferencia de edad y de la torpeza de ella, él había querido entrelazar sus manos mientras caminaban. Ella había pasado días reviviendo el momento.

      Habían salido cinco veces antes de que la besara. Kari tocó el broche y sonrió al recordar que aquella tarde de octubre también lo había llevado. Una vez más, Gage le había invitado a cenar y ella sólo había conseguido comer la tercera parte del primer plato. No