Eusebio Ruvalcaba

Gusanos


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Vueltas y vueltas que describían una trayectoria parabólica, y así hasta el infinito. Que había suertes que le salían con maestría, nadie podía discutirlo. Como el perrito, la vuelta al mundo, el columpio...Ya había jugado el yoyo con los amigos que de pronto se cruzaban con él, y no sólo había salido airoso de la prueba; veía en aquellos ojos infantiles el asombro, o, más que eso, la incredulidad. Y su espíritu se hinchaba.

      Se puso de pie y vio a su madre arrojar el yoyo a una alcantarilla, y dirigirse hacia su escondite. Ahí hacía lo que le venía en gana: emborracharse, aspirar solventes, escuchar el radio, leer periódicos atrasados, quedarse dormida. Muchos de los vagos del rumbo deseaban ese lugar, pero ella lo defendía como una hiena la carroña. Entre cartones de cajas, pedazos de tapetes de automóvil y trozos de papel periódico, lo había acondicionado a su gusto. Como estaba al pie de una de las columnas gigantescas que sostenían aquel paso a desnivel, el sol jamás le daba. Aspiraba el monóxido de carbono de los miles de autos que circulaban a unos metros, pero eso le daba igual; es más, lo agradecía. Porque gracias a eso, una vez al mes iba al Hospital General donde le obsequiaban medicamentos para despejar sus vías respiratorias, que luego ella vendía.

      De pronto, una idea cruzó por su cabeza.

      Su madre le estaba dando la espalda. No lo veía. Era la oportunidad de oro. Contó hasta tres.

      Uno.

      No sabía leer ni escribir. A sus ocho años, le daba vergüenza confesárselo a quien fuera. Siempre lo ocultaba. Cualquier mentira era buena para salir del paso. Ya lo había hecho innumerables veces. Y también había golpeado por esa misma razón. Si alguien se atrevía a hacerle un comentario burlón, soltaba un golpe despiadado. Ya había dejado a más de uno babeando sangre.

      Dos.

      Su madre aún distaba un par de pasos, más o menos, para llegar hasta su escondrijo. La vio caminar y la recordó panzona, o, más que eso, mucho más, con una panza enorme. La recordó porque durante esa etapa, ella no admitía siquiera que él le dirigiera la palabra. Ni siquiera que la mirara. Había sido la peor época. Cuando menos no recordaba ninguna otra tan atroz. Tan llena de miedo.

      Tres.

      Apoyó el pie derecho como si en eso le fuera la vida, y echó la carrera. Precisamente en el momento en que su madre volvía la cabeza. Escuchó su nombre, la orden de que se detuviera, pero no obedeció. Como si sus oídos estuvieran tapiados. Sentía en sus labios la sangre ya reseca, como pedregosa. Corrió aún más duro. La voz imperiosa de su progenitora no le hacía mella; al contrario, lo impulsaba a poner tierra de por medio.

      Por fin el cansancio lo venció. Había llegado hasta un camellón. Aminoró el paso. Su madre había quedado muy atrás. Aquel crucero se había perdido sin más.

      Se volvió cautelosamente. Nadie venía por él. Mucho menos su madre, quien con dificultad daba un paso tras otro. No como él, que era un verdadero tigre —así se veía. Un tigre pleno de vigor y juventud.

      Era libre.

      Caminó relajado por completo. Con una calma como no sentía hacía mucho. Se entretenía mirando los árboles que franqueaban el camellón. Uno de ellos le llamó particularmente la atención. Desde donde estaba, distinguió un corazón trazado en la corteza. Era un corazón de amor. Se aproximó. Por un instante se le olvidó de que no sabía leer, y quiso saber qué decían aquellas palabras. Sabía que en un corazón se escribían los nombres de las personas que se amaban. Puso los dedos en aquellos signos. Los acarició. ¿Y si era el nombre de su madre?, ¿y si era el nombre de él? Acarició la silueta del corazón, la flecha que lo cruzaba.

      Se descubrió llorando.

      —Podríamos pensar en un martes. —O en cualquier otro día.

      Mi trabajo consiste en contratar gente para la empresa que me paga. O en despedirla. Tengo una oficina ad hoc. Sobria y dura, es decir, que refleje mi carácter. O mejor todavía, el carácter de la transacción que está a punto de realizarse.

      Sé lo que significa una entrevista de trabajo. Y precisamente la delicadeza de mi trabajo estriba en no crearles expectativas a los candidatos. De ahí que no exista en mi oficina el menor detalle humano o personal. Nada de fotografías con la familia —ay, se ve que es una buena mujer—, menos referencias que le revelarían intimidades a un buen observador. Como por ejemplo, un suéter tejido a mano, un bolígrafo demasiado femenino; en fin, las personas que entran a mi oficina deben tener en el acto la idea de que no habrá un trato personal sino estrictamente profesional.

      Con las personas que despido, las cosas toman otro cauce. Para empezar, procuro ser lo más precisa posible —la precisión obliga al futuro desempleado a admitir que se merece ser puesto de patitas en la calle. Si, por ejemplo, traigo una blusa, antes de abrirle al fulano me pongo un blazer y me recojo el pelo. Que sienta de este lado a una mujer enemiga de la amabilidad y comprensión. Una mujer severa, sin complacencias, a quien no va a resultar nada fácil convencer. Naturalmente que siempre hay quien se sale de control. Como un chofer de sesenta años —el chofer del señor Castillo— a quien corrí con especial elegancia. Lloró. Dijo que con su salario mantenía a sus nietos. Que vivían con él —aquí fue donde derramó sus lágrimas sebáceas—, y que de dónde iba a sacar dinero. Le ofrecí un klínex, me puse de pie, le indiqué que pasara a recursos humanos por su finiquito y abrí la puerta. Dejó impregnada la habitación de un perfume maloliente.

      Como sea, tuve una ocurrencia —iniciativa, la llamaron algunos— que fue aplaudida en la última junta con el señor director y las cabezas de la empresa. Yo, Sonia Cantú Cantú, me entrevistaría con las candidatas a un empleo en un restaurante cinco estrellas. Y la coyuntura que se avecinaba era ideal, pues a la brevedad el señor Castillo —director general— requeriría una secretaria. Pero no la invitaría a comer ni mucho menos, sino nada más y únicamente valoraría su comportamiento en una situación comprometida. Porque ser secretaria del director general no es cualquier cosa. Hay que ser muy sutil e inteligente para decir mentiras, o bien de lo más atenta y dulce para engatusar a un posible socio. Pero para eso se requiere de una malicia peculiar, algo que no enseñan en las academias para secretarias.

      Así pues —proseguí mi explicación en la junta—, no es difícil imaginar la situación. Digamos dos de la tarde; digamos el restaurante Les Moustaches; digamos que ahí la entrevistada se sienta enfrente de mí —para esto tiene que llevar su mejor atuendo, Les Moustaches no es cualquier restaurante, y ahí es donde yo empiezo a calificar. Porque vean. Imagínense que yo como una deliciosa sopa de ajo, o una ensalada mixta, o ya de plano una trucha almendrada, y que la probable secretaria —luego de haber esperado en el vestíbulo más de una hora— se le queda mirando a mis platillos, se me queda mirando a mí mientras los devoro, hasta que empieza a ponerse nerviosa. Notablemente nerviosa. A simple vista. Tache. No sirve. Inmediatamente yo le pongo tache a su solicitud. Que para que este cuadro funcione bien, lo mejor es que la entrevistada no haya comido; que a las dos de la tarde es lo más probable. Y si ya comió, tache. Aunque mi obligación —por mera cortesía— es invitarla. Nadie con la cabeza sobre los hombros, aceptaría. Por supuesto, la prueba se repetiría hasta que me topara con la candidata ideal. Bastante dinero se fuga en personal contratado que no da los resultados esperados...

      Por cierto, la iniciativa no fue aprobada por unanimidad. Una sola voz se levantó en contra, la de Samuel Corona, el jefe del área de proveedores. Le pareció demasiado cruel, dijo que era una estrategia de abuso y prepotencia, típica de una mujer subvalorada. Iba bien, pero cuando pronunció esos dos vocablos se ganó una rechifla general. Nadie estuvo de acuerdo con él. Lo tildaron de antiguo y de previsible. Y así se lo hizo ver mi jefe.

      Pues bien. Ahora mismo estoy esperando a la primera candidata. Ya me lo hizo saber el capi. Pobrecita. La tengo ahí desde hace veinte minutos. No son muchos en la vida de una persona si en cambio va a salir con un trabajo que le dará seguridad y solvencia.

      Pero la gracia será entrevistar