fofa de todas.
La verdad les cansaba el sombrero. A todos. Él siempre lo había dicho. No sólo era demasiado pesado y le impedía mover la cabeza libremente de un lado a otro, sino que la nuca le sudaba a torrentes... y eso no lo pagaban los gringos; ni los románticos, los pocos que sobrevivían y que les llevaban gallo a sus amadas. Ya no quedaban, pero de vez en cuando alguno que otro, con unos cuantos tragos encima y un poco de lágrimas o un mucho de alegría, se animaba.
Los gringos se habían unido al canto, y en su pésimo español se esforzaban por imitar al vocalista. En situaciones semejantes, prefería que su violín descansara. No valía la pena tocar su instrumento más allá de lo necesario. Esta vez era suficiente con hacerlo sonar apenas —para qué sacarle jugo, se dijo, si éstos no entienden nada. Bastaba con tener un poco de paciencia y sacar fuerzas de flaqueza.
Llevaba ahí cerca de diez horas. El cuerpo le pesaba como si fuera de plomo. Sus piernas no resistían más. Otro poco, entonces, no significaba gran sacrificio. Sea como fuere, tenía que llevar dinero a casa. Se lo estaban urgiendo. Y debía ahorrar para comprarse otras botas; qué se le iba a hacer: las suyas parecían, si se las veía por abajo, queso gruyere. Se talló los ojos, bostezó abriendo la boca como el gran rey de la selva, se paró en firme y se dispuso a seguir tocando medianamente. Pero en ese momento se percató, una vez más, de que aquella gringa lo miraba. Pero ahora se veía embelesada. Su hombría habló por él: le había gustado a esa mujer. Y él era todo, menos cobarde. Así que se sonrió con la gringuita —¿cuántos años tendría: veinticinco, veintiocho?, imposible saberlo— y decidió tocar como nunca lo había hecho. Tocar para ella. Desesperadamente. Intensamente. Todos los demás, todo lo que lo rodeaba, cantina y gentes, podía desaparecer. De hecho, ya había desaparecido. Tocaría para ella con todo el garbo del mundo. Como un grande. Como el más grande.
Ten
Cuando Jorge Alberto Montes entró con una botella en la mano, nunca pensé que se trataría de una Ten, la ginebra por antonomasia. Me sorprendí tanto, que no supe qué hacer. Aun antes que darle las gracias, tomé en mis manos aquella botella verde esmeralda y la miré a contraluz. Había ahí algo de espesura y de encanto que me provocó un fugaz temblor.
—¿La abrimos? —pregunté, cuando Jorge Alberto hubo aposentado en el sillón más grande de la sala su uno ochenta y tres y ciento 20 kilos de peso. Me sorprendió la botella pero no que proviniera de mi amigo. Porque él era dado a ese tipo de sorpresas. Escancié la ginebra en dos vasos old fashioned con tres hielos, y dijimos salud.
Nada parecía sobrevenir en el panorama que perturbara aquella mañana. Porque en efecto la hora no iba más allá de las 10, los niños y las mujeres respectivas se habían reintegrado a sus labores luego de vacaciones, y no había más camino que pasársela bien. Ni siquiera lo habíamos planeado. Por el celular de Jorge Alberto supe que estaba a una calle de mi casa y que únicamente quería verme para darme un abrazo. Y desde luego yo había accedido.
“Pon Mozart”, me rogó Jorge Alberto cuando escancié el tercer trago. Y lo hice. La música de la sinfonía Júpiter colmó la habitación, le aventé los brazos y me devolvió el impulso. Eso tiene Mozart, que une las almas desvalidas. ¿O acaso no era eso lo que estábamos celebrando? El mundo que de pronto parecía venirse abajo, cada uno por sus propios aconteceres.
Qué extraña sensación beber aquella ginebra mientras todo el mundo trabajaba. El primer sorbo de la ya quinta copa resbaló dulcemente por la garganta cuando repiqueteó el timbre del teléfono. Sólo los putos usan celular, le espeté a Jorge Alberto cuando me dirigí a contestar. Era Bertha, la cachondísima Bertha, que esperaba como loca que yo le diera luz verde para poner un pie en mi casa.
—Cariño —le dije—, estoy con mi hermano Jorge Alberto Montes. Mira, si yo soy guapo él me triplica. Le voy a pasar el fon nomás paque te vayas humedeciendo.
Y lo hice. Jorge Alberto, con una sonrisa que en mucho parecía la rúbrica del Guasón, le sentenció: “No sé si te vaya a ver o no, pero pásame tu teléfono para que te invite a comer donde tú quieras, cuando tú quieras”.
—Qué modo tan elegante de cortar una vieja —le dije, mientras Jorge Alberto doblaba un papelito y lo metía en su cartera.
—Esa vieja ya es mía. Te lo agradezco y sírveme la siguiente nomás padarte las gracias como te mereces.
—¿Cuánto vale esta botella, que ya va bajando más allá de cualquier medida matutina? —le pregunté en tanto servía la siguiente.
—Qué pregunta tan vulgar, no sé cómo oyes Mozart, y nomás te la voy a contestar paque veas que soy capaz de revolcarme en el pinche lodo: vale 540 varos.
Coño, pensé yo, con esa lana me compro cuatro botellas de tequila El Charrito. Y para que Montes se percatara de que me había yo dado cuenta perfectamente de lo que son 540 pesos, me preparé una más y, antes de llevármela a la boca, la olí como se aspira el mejor perfume, que no es otra cosa que la esencia de una mujer. Porque exactamente eso emanaba de aquella ginebra: el misterio y la sabiduría femeninas resueltas en feliz elíxir.
Empuñé la siguiente copa como un caballero medieval la espada que ha de hundirlo en el oprobio o elevarlo a la gloria. Ya pronto serían la una y media, y de un momento a otro vería desfilar delante de mí a todos los miembros de la familia. Y de verdad que poco me habría importado, pero Jorge Alberto Montes cometió el peor error que un hombre en estas circunstancias puede cometer. Palabras más-palabras menos, dijo:
—Quiero brindar por lo que más te duela... —y levantó su vaso como quien levanta el corno para convocar a los cazadores.
Había tantas cosas que me dolían, pero sobre todo una: la mujer que recientemente me había mandado al diablo y por la cual daría la vida ahora mismo, ¿qué podía compararse con eso?
—¿Y tú? —lo increpé—, tú brinda antes, cabrón.
Jorge Alberto Montes me respondió con la mirada, es decir no me miró a mí sino a la botella verde, de ese verde esmeralda, de ese verde pasto en el que más de uno se imaginaría la piel blanca de una mujer que nunca le pertenecería. Como si ahí mismo buscara la respuesta a aquella pregunta que aflige a todos los hombres, aunque pocos tengan el valor de hacérsela.
—Lo único que me duele —dijo—, es que esta botella esté por terminarse.
El coleccionista de almas
Cuánto tiempo tendré que esperar hasta que venga. Llevo aquí más de media hora como idiota. Esperando. Esperando. Menos mal que me traje mi anforita. Un trago, dos tragos me hacen menos arduo el tiempo. Con un alcohol entre pecho y espalda, la longitud del tiempo se acorta. De lo contrario la espera sería insoportable. La mitad de la vida de un sacerdote se reduce a la espera. Para que me salgan con idioteces. Como aquella señora que vino a confesarme que le pegaba a su nieto. Y eso a quién le importa. Me dieron ganas de salir y golpearla. Nada más para que aprendiera a distinguir entre un pecado y una estupidez. O aquel imbécil que quería más a su perro que a su mujer. Más bien debí aplaudirle su decisión. No cualquiera se atreve a ser tan hombre. Pero en vez de eso le dije lo que quería oír: dos padres nuestros y dos aves marías de penitencia. Eso de la penitencia nunca me lo he explicado. Cómo evaluar los pecados. Qué penitencia imponer. Y para lo que sirve. Todo mundo vuelve a pecar. Y vuelve a hacer exactamente lo mismo. El asesino vuelve a matar, ya probó lo que es el crimen y eso le dejó un delicioso sabor en la boca que no está dispuesto a sacrificar, así que a la primera oportunidad lo vuelve a hacer; el ratero vuelve a robar, le resultó fácil llevar dinero a su casa, o gastarse el dinero en el vicio, comprobó que robar es de lo más simple del mundo, y en consecuencia lo volverá a hacer. Lo trae en la sangre. Y allí no hay nada que hacer. Pero si ella viene, ya me hizo el día. Poco me importa todo lo demás. Si viene alguien más o no. Si alivio la angustia de alguien más o no.