Angie Kim

El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana)


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y Sra. Cho, padres de Janine y suegros de Matt, inmigrantes coreanos, amigos de la familia Yoo.

      La familia Ward

      Elizabeth, madre divorciada, ama de casa.

      Henry, el único hijo de Elizabeth, en tratamiento por autismo.

      Víctor, exmarido de Elizabeth y padre de Henry.

      La familia Santiago

      Teresa, madre divorciada, ama de casa.

      Rosa, la hija adolescente de Teresa, en tratamiento por parálisis cerebral.

      Carlos, hijo menor de Teresa, hermano de Rosa.

      La familia Kozlowski

      Kitt, madre casada, ama de casa, con cinco hijos.

      TJ, su hijo menor y único hijo, en tratamiento por autismo.

      Participantes en el juicio

      Frederick Carleton III, el juez.

      Abraham Patterley (Abe), el fiscal.

      Shannon Haug, abogada defensora principal de Elizabeth Ward.

      Anna y Andrew, abogados del equipo de Shannon Haug.

      Steve Pierson, detective jefe de la investigación y especialista en incendios intencionados.

      Morgan Heights, detective de la policía y enlace de investigación con los Servicios de Protección del Niño.

      Miracle Creek, Estado de Virginia

      Martes 26 de agosto de 2008

      MI ESPOSO ME PIDIÓ QUE mintiera. No era una gran mentira. Tal vez él ni siquiera la consideró una mentira; y yo tampoco, al principio. Era algo tan pequeño lo que él quería. La policía acababa de liberar a las manifestantes y él me pidió que, mientras salía a cerciorarse de que no volvieran, me sentara en su silla y lo cubriera, como hacen habitualmente los compañeros de trabajo, como solíamos hacer nosotros también en la tienda de comestibles, mientras yo comía o él fumaba. Pero cuando tomé su lugar, golpeé sin darme cuenta el escritorio, y el certificado que colgaba de la pared se torció un poco, como para recordarme que este no era un negocio habitual, que existía una razón por la que nunca antes me había dejado a cargo.

      Pak extendió el brazo por encima de mí para enderezar el marco, con los ojos sobre las palabras en inglés: Pak Yoo, Miracle Submarine SRL, Técnico Hiperbárico Certificado. Y dijo, sin apartar la mirada, como si le hablara al certificado y no a mí:

      —Está todo en marcha. Los pacientes están dentro y el oxígeno está abierto. Solo tienes que quedarte sentada aquí. —Me miró—: Nada más.

      Observé los controles, perillas e interruptores misteriosos de la cámara que el mes pasado habíamos pintado de color celeste claro e instalado en el granero.

      —¿Y si los pacientes hacen sonar el timbre? —pregunté—. Les diré que vuelves enseguida, pero si…

      —No, no pueden enterarse de que me fui. Si alguien pregunta, estoy aquí, y estuve aquí todo el tiempo.

      —Pero si hay algún problema…

      —¿Qué problema podría haber? —exclamó Pak, con tono imperioso—. Regresaré enseguida y no van a accionar el intercomunicador. No sucederá nada. —Se alejó, como poniéndole fin al asunto. Pero en la puerta se volvió para mirarme—. No sucederá nada —repitió, con voz suave. Sonó como una súplica.

      En cuanto se cerró la puerta del granero, sentí deseos de gritar que estaba loco si creía que no iba a haber ningún problema ese día, justamente ese día, en el que ya había sucedido de todo: las manifestantes y su plan de sabotaje, el apagón resultante, la policía. ¿Acaso pensaba que como ya habían ocurrido tantos problemas no podía haber más? La vida no funciona así. Las tragedias no inoculan contra más tragedias y la mala suerte no se reparte en proporciones justas; los problemas nos caen encima en tandas y lotes, inmanejables y caóticos. ¿Cómo podía Pak no saberlo, después de todo lo que habíamos pasado?

      Desde las 20:02 hasta las 20:14 me quedé sentada en silencio, sin hacer nada, como él me había pedido. Tenía la cara húmeda de sudor; y al pensar en los seis pacientes encerrados herméticamente adentro sin aire acondicionado (el generador manejaba solamente los sistemas de presurización, oxígeno e intercomunicación) agradecí que tuviéramos el reproductor portátil de DVD para mantener tranquilos a los niños. Me dije una y otra vez que tenía que confiar en mi esposo y esperé, mirando el reloj, la puerta, el reloj de nuevo, rogando que volviera (¡tenía que volver!) antes de que el DVD del dinosaurio Barney terminara y los pacientes tocaran el timbre del intercomunicador para pedir otro. Justo cuando comenzaba la canción final del programa sonó mi teléfono. Era Pak.

      —Están aquí —susurró—. Tengo que quedarme a vigilar que no vuelvan a intentar nada. Cuando termine la sesión, tienes que cerrar el oxígeno. ¿Ves la perilla?

      —Sí, pero…

      —Gírala en dirección contraria a las agujas del reloj, hasta el final. Ponte la alarma para no olvidarte. A las 20:20 en punto del reloj grande. —Cortó.

      Toqué la perilla que decía oxígeno, de un color bronce desteñido similar al del grifo chirriante de nuestro antiguo apartamento en Seúl. Me sorprendió lo fría que estaba. Sincronicé mi reloj con el grande, puse la alarma a las 20:20 y justo cuando estaba por oprimir el botón para activarla, el reproductor se quedó sin baterías y dejé caer las manos, sobresaltada.

      Pienso mucho en ese momento. Las muertes, la parálisis, el juicio… ¿Podría haberse evitado todo eso si hubiera oprimido el botón para fijar la alarma? Sé que es extraño cómo mi mente vuelve una y otra vez a ese instante en particular, cuando aquella noche fui culpable de errores mucho más serios. Tal vez sea precisamente su pequeñez, su aparente insignificancia, lo que le da tanto poder y alimenta las dudas y las preguntas. ¿Y si no me hubiera distraído con el reproductor de DVD? ¿Y si hubiera movido el dedo un microsegundo antes, fijando la alarma ANTES de que se apagara el reproductor, justo en la mitad de la canción? Te quiero yo, y tú a mí, somos una familia…

      El vacío de ese momento, la categórica ausencia de sonido, densa y opresiva, me comprimió desde todos los ángulos, aplastándome. Cuando finalmente llegó un sonido —el golpeteo de nudillos contra el ojo de buey desde el interior de la cámara— casi sentí alivio. Pero el golpeteo se intensificó hasta convertirse en golpes de puño en secuencias de cuatro, como gritando: ¡Quie-ro sa-lir! en código, luego en golpes potentes. Comprendí que tenía que ser TJ golpeándose la cabeza. TJ, el niño autista que adora a Barney el dinosaurio violeta, el niño que corrió hacia mí la primera vez que nos vimos y me abrazó con fuerza. Su madre se sorprendió, dijo que nunca abrazaba a nadie (detesta tocar a la gente); tal vez fue por mi camiseta, del mismo color violeta que Barney. Desde aquel día la usé siempre: la lavo a mano por las noches, me la pongo para las sesiones de TJ y él me abraza todos los días. Todos piensan que lo hago para ser amable, pero en realidad lo hago por mí, porque adoro la manera en que me rodea con los brazos y me aprieta, como solía hacer mi hija, antes de comenzar a dejar los brazos inmóviles y apartarse de mí cuando la abrazo. Me encanta besarle la cabeza a TJ y que su cepillo de pelo rojizo me haga cosquillas en los labios. Y ahora, el niño cuyos abrazos saboreo a diario se estaba golpeando la cabeza contra una pared de acero.

      No estaba loco. Su madre me había explicado que TJ sufría de dolor crónico causado por inflamación intestinal, pero no podía hablar, de modo que cuando el dolor se tornaba demasiado intenso, hacía lo único que podía hacer para obtener alivio: se golpeaba la cabeza y utilizaba ese dolor nuevo e intenso para desalojar al otro. Era como sentir una picazón insoportable y rascarse hasta sangrar; qué bien se siente ese dolor, excepto que es mil veces peor que el anterior. Me contó que una vez TJ rompió el cristal de una ventana con la cara. La idea de que este niño de ocho años tuviera tanto dolor que necesitaba estrellar la cabeza contra una pared de acero me atormentaba.

      Y